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dilluns, 15 de setembre del 2008

Cosas que no cambian

COSAS QUE NO CAMBIAN

En la esquina había una madre muy joven con una niña de la mano. Esperaban el autobús del cole y tanto la madre como la hija tenían frío y miedo. A lo mejor el frío era una consecuencia del miedo. Merodeé con el perro por los alrededores, sin perderlas de vista, y advertí enseguida que había entre ellas el pacto implícito de no exteriorizar el temor que les provocaba separarse. Se hablaban con monosílabos, refiriéndose exclusivamente a cuestiones de orden práctico, procurando no mirarse a la cara. En una de las ocasiones en las que pasé cerca de ellas, la niña me preguntó si podía tocar al perro. Le dije que sí, claro, y yo mismo guié su mano para que no tuviera miedo. El animal, ajeno a nuestro pequeño drama, se dejó hacer dócilmente.

Es frecuente que los niños me pregunten si pueden tocar al perro. Los adultos no. Bien pensado, se trata de una pregunta extraña. ¿Por qué nos gusta acariciar a los animales? ¿Qué clase de comunicación se establece en ese acto? Los niños y los perros, dado el modo en que se relacionan, lo saben. Es evidente que algo que no pasa por la palabra ocurre ahí. En mi barrio de infancia había un pipero que tenía, junto al puesto de golosinas, una caja de cartón con un lagarto. Cuando la compra pasaba de determinada cantidad, te permitía deslizar un dedo por la espalda del animal. Hacíamos cola con nuestros ahorros en la mano para entrar en contacto con el reptil.

En esto, llegó el autobús y la niña se despidió. Tuve o quise tener la impresión de que el hecho de haber acariciado al perro había hecho menos doloroso el trámite. Me quedé hablando unos instantes con la madre, que ese primer día de colegio había pedido permiso para llegar tarde al trabajo. Desde mi perspectiva, no hacía tanto que aquella mujer había sido llevada de la mano por su propia madre. En un abrir y cerrar de ojos, había pasado de la condición de hija a la de progenitora. Dentro de nada, alguien con un perro como el mío tropezaría, paseando por los alrededores, con la niña de hoy convertida en madre. Ruedan los años y las generaciones a una velocidad de vértigo, pero el miedo y los niños son siempre los mismos. Los perros también.

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