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divendres, 26 d’octubre del 2007

Problemas

PROBLEMAS

De un país que pierde una semana en dilucidar si a un señor que se llama Josep Lluís conviene llamarlo José Luis, y otra semana en decidir si una campaña como la de la zeta de Zapatero es mejor o peor que la del yogur con triglicéridos, cabría pensar que se trata de un país loco o sin problemas. O loco y sin problemas a la vez. No es, sin embargo, el caso. Gozamos de una salud mental envidiable, gracias a la cual los joseplluises (o joseluises, como ustedes prefieran) sobreviven cada día al caos ferroviario catalán y las aranchas o las arantxas llegan a su hora al trabajo, se ganen la vida en Madrid, Bilbao o Cáceres. Y no es fácil fichar a la hora, todo el mundo lo sabe, cuando hay que pasar antes por el cole de los niños o por el centro de día del abuelo. A poco que te entretengas en el cuarto de baño, caes en las redes del atasco. Lo más parecido a un parte de guerra es el informe sobre el estado de las carreteras que vomita la radio a primeras horas de la mañana.

Pero resulta que nuestro problema no son los salarios, ni la falta de guarderías o centros de día municipales, ni la evolución de la hipoteca, ni la siniestralidad laboral, ni el racismo, ni la ineficacia de los transportes públicos, ni las listas de espera hospitalarias, ni siquiera el cambio climático. Nuestro problema es el tamaño de la bandera que ondea en el balcón de la Diputación, cuando muchos ni siquiera sabemos para qué rayos sirve una Diputación (aunque sí, por desgracia, para qué sirve una bandera). Y como no teníamos bastante con cabrearnos por naderías del estilo de la de Josep Lluís o por el escaso ardor patriótico del vecino de enfrente, ahora tenemos que resolver deprisa y corriendo qué hacemos con la Monarquía, pues así lo ha decidido la Conferencia Episcopal, otra eficaz generadora de problemas reales.
Perra vida.

divendres, 19 d’octubre del 2007

La ropa

LA ROPA

Hace 10 años compré un traje oscuro que no me he puesto nunca. Quería comprobar si la ropa, aunque no te la pongas, envejece. El otro día lo saqué del armario, le quité la percha, lo coloqué sobre la cama y advertí con asombro que era un traje anciano, como si alguien invisible lo hubiera usado durante todo este tiempo para ir a la oficina. Aunque los hombres invisibles no deforman los codos o las rodillas con la violencia de los visibles, se percibía en esas zonas un desgaste sutil. Me puso los pelos de punta la vejez tenue de aquel traje que no había ido nunca al cine, que no había asistido a ningún cóctel, que no había viajado en el autobús o en el metro: un traje, en fin, que sin haber corrido ningún riesgo vital, estaba evidentemente cansado y listo para el ataúd.

Pensé de nuevo en la idea de que lo hubiera usado un sujeto invisible. Imaginé la posibilidad de que durante todos aquellos años, mientras yo leía, escribía o dormía, se hubiera desprendido de mí una versión incorpórea que había utilizado el traje. Una chaqueta y unos pantalones bien moldeados pueden funcionar como una prótesis corporal para alguien descarnado. Sin facilitar las prestaciones de un organismo completo, proporcionarían a un hombre sin cuerpo una sensación de volumen. Pero la ropa, en lo que tiene de ortopedia, resulta un poco triste. De pequeño, leí un cuento cuya acción transcurría en una ciudad donde los trajes salían a pasear solos, sin nadie en su interior, los domingos por la tarde. Impresionaba imaginar las plazas y las avenidas de aquella ciudad.

Mi traje, sobre la cama, parecía sacado de aquel cuento. Te lo imaginabas en el casino, departiendo con otros trajes de su calidad (clase media), soñando quizá con tener más algodón, o menos fibra, y se te encogía el alma de lástima. A lo mejor le habría gustado ir en alguna ocasión al tinte. Hurgué en sus bolsillos, por si hubiera en ellos alguna nota, alguna moneda, algún billete de metro o autobús, pero no hallé nada. Finalmente, lo colgué de nuevo de la percha y volví a guardarlo en su sitio porque no se me ocurría qué otra cosa podía hacer con él (o por él). Y ahí sigue, haciéndose mayor, víctima del tiempo oscuro que discurre dentro de los armarios.

divendres, 12 d’octubre del 2007

Cine 'gore'

CINE 'GORE'

Rajoy está empeñado en que seamos españoles al modo en que Arzalluz u Otegi son vascos. Lo grave del vídeo con el que el jefe de la oposición se ha convertido en la estrella de YouTube no es que trate de imitar al Rey en su mensaje de Navidad, sino que evoca a Carlos Arias Navarro en otra producción audiovisual de gran éxito también en la historia de este país. No hay más que comparar el tono de ambos y medir la cantidad de toxinas que despiden por fotograma para advertir lo que decimos. Pero, si a alguien le queda alguna duda, que proyecte sobre una sábana las imágenes superpuestas de los dos ayatolás: la sábana deviene, a los 30 segundos, en un sudario. Cine gore, en fin, de una eficacia acojonante.

No es raro que todo esto coincida en el tiempo con la resistencia de los dirigentes del PP al intento de honrar la memoria de las víctimas del franquismo. Donde aseguran que esa ley hurga en heridas antiguas, conviene escuchar que no se les provoque. Conocemos muy bien la clase de patriotismo de los que se niegan a reprobar las dictaduras y sabemos que entre nosotros sólo se grita viva España para liquidar a algún español que se resiste a ser español español a la manera en que otros se niegan a ser vascos vascos. Fusilar españoles en nombre de España es un rasgo de humor muy nuestro. Ahí tienen a los obispos ordenando que se rece por el Rey mientras le aplican la picana en los medios de comunicación de su propiedad. Las costumbres, por bárbaras que sean, resultan muy difíciles de abolir. Todo esto de lo que hablamos está muy en la tradición de la Iglesia y del patriotismo con halitosis. Torquemada pronunciaba una jaculatoria cada vez que apretaba la tuerca del potro en el que agonizaba un pobre infeliz partidario de la doble circulación de la sangre. Destrozaba fríamente su cuerpo al tiempo que rezaba por su alma sin advertir en ello contradicción alguna (Rouco, seguramente, no entiende de qué se queja el Rey). Ahora mismo acaban de condenar a cadena perpetua en Argentina a un cura que torturaba a los detenidos sin dejar de pedir por su salvación. Quiere decirse que el vídeo de Rajoy, como las humoradas de los obispos, nos harían gracia si no tuviéramos memoria (histórica).

divendres, 5 d’octubre del 2007

Depresión

DEPRESIÓN

El pueblo vasco, como el español o el belga, por poner tres ejemplos, existen porque la vida es absurda. Si nuestro paso por la Tierra tuviera algún fin un poco consistente, ¿a quién se le iba a pasar por la cabeza dedicarse a ser un patriota gallego o catalán o sueco (en el caso de que exista esta última variedad, lo que me parecería inconcebible)? Lo difícil, en todo caso, es aguantar la vida a palo seco, sin la protección de una bandera y su correspondiente himno. De ahí que el mundo esté lleno de nacionalidades, algunas lo suficientemente excéntricas como para llenar el vacío de varias generaciones. De alguien que expirara gritando "¡Vivan los Vosgos!", se podría afirmar sin género de dudas que había gozado de una existencia plena. Además, le pondrían una calle.

Pero el nacionalismo no siempre basta para aliviar el vértigo de no saber quién eres, adónde vas o de dónde vienes. Hay patriotas franceses, alemanes o turcos profundamente insatisfechos de sí mismos. Por eso conviene redondear la identidad nacional con una religión. Ser, por ejemplo, profundamente inglés al tiempo que radicalmente protestante constituye un seguro de vida. No se sabe de ningún español católico, por poner otro caso, que haya sufrido una depresión profunda. Quizá una úlcera sí, pero la úlcera tiene mejor pronóstico que la depresión. Conocemos un sustituto de la religión y la patria, el bricolaje, que no hace daño a nadie y con el que lo único que se matan son las horas. Pero está poco implantado todavía. El Gobierno, la oposición y los partidos periféricos compiten en los últimos días por ver a quién le gusta más España y su bandera, lo que parece que da votos (y sentido). Me gusta mucho España, repetía Zapatero no hace mucho en una emisora de radio. No habríamos reparado en ello de no ser porque lo afirmaba con tal pasión que daban ganas de decirle que Finlandia tampoco estaba mal. Y no está mal, pero si lo dices en una entrevista te corren a gorrazos. Es como si un arzobispo castrense de Zaragoza dijera que preferiría ser búlgaro y sintoísta, o egipcio y yoruba lo que, a poco que se considere, son combinaciones tan viables o inviables como cualquiera otra. Lo que hace falta es que todo esto sea para bien.