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divendres, 29 de maig del 2009

Constelaciones

CONSTELACIONES

Yo, tú, él. El hecho de que estos pronombres mantengan ese orden en la conjugación verbal podría inducirnos a pensar que primero se inventó el yo, después el tú y más tarde el él. Pero quizá no fue así. Tal vez apareció primero el tú. El tú pudo ser el centro de una constelación alrededor de la que giraban el yo y el él (no sabemos si en este orden). Pero también, por qué no, es posible que apareciera primero el él. A lo mejor estaban dos individuos (aún sin nombres ni pronombres) compartiendo una pieza de carne cuando apareció a lo lejos una sombra amenazadora a la que señalaron con el dedo al tiempo que gritaban: él, él, él. De hecho, parece más racional decir él mira, tú miras, yo miro, incluso él muere, tú mueres, yo muero, que al revés. De modo que quizá el centro de la constelación fue el él, después vendría el tú, y finalmente, en la periferia, como un planeta helado, el yo. En la constelación familiar clásica, el padre, que ocupa el centro, es él; la madre, tú; el hijo, yo. Si no fuera por el padre (él), la madre y el hijo (tú y yo) apenas se diferenciarían.

Cuando se descubrió que la Tierra no era el centro del universo, deberíamos haber modificado también la situación de los pronombres en la conjugación verbal. Es mentira que todo gire en torno al yo. El centro es él, ése, el otro (el sol), y yo doy vueltas a su alrededor, atado a ese círculo por una fuerza gramatical que no comprendo y que me hace sufrir, una fuerza a la que tengo miedo, una atracción que me enloquece, pero de la que no puedo escapar como no pueden escapar los planetas de sus órbitas. Es casi seguro, en fin, que el yo y el tú se descubrieron tras la aparición del él y no al revés. Si el resto de la gramática está así de equivocada, no nos extrañan las cifras de fracaso escolar que provoca esta asignatura. A ver si lo arreglan.

Parecemos zombis

PARECEMOS ZOMBIS

Vivimos instalados en la exterioridad, en la corteza, en la cáscara. Nos ocurre a todos, aunque a los políticos y a los curas más que a los demás. Los escuchas un rato y no hablan más que de la fachada de la realidad. Y de la fachada hay que hablar, claro, pero también nos interesa saber cuántas habitaciones tiene esa realidad y cuántos cuartos de baño y el tamaño de la cocina y si está alicatada hasta el techo... La interioridad ha desaparecido y, con ella, se ha esfumado el alma (con perdón). Imaginen una puerta que se abre a un muro de ladrillo. Pues a eso se abren sus discursos, que no permiten ir más allá.

-Oiga, que quiero ir al aseo.

-Este discurso no tiene aseo.

La falta de conductos que permitan viajar al centro de las frases las convierte en frases literales, es decir, en frases muertas. Los políticos y los curas pronuncian todo el tiempo frases muertas. El problema es que esas frases muertas matan todo lo que tocan. Si hablan, no sé, de la industria del automóvil, uno ve un cementerio de automóviles. ¿Qué vas a ver tras esa sucesión de palabras difuntas, de oraciones amortajadas, de sintaxis momificada? El problema es que los usuarios de esas frases acabamos también contagiados por su falta de vida y andamos como zombis.

-Póngame un cuarto de mortadela.

-¿De Bolonia?

-De lo que sea, con tal de que esté muerta.

Estar muerto tiene sus pros y sus contras, que diría mi madre, pero estar muerto en vida es un espanto. El otro día asistí a un debate televisado entre López Aguilar y Mayor Oreja y me parecía que aquello había sucedido hacía un millón de años. No es posible, me dije, y cambié de canal, donde había no sé quién dando un mitin del siglo XIX. Me toqué el cuerpo, me pellizqué, me volví, vi a mi mujer. ¿Estamos vivos?, le pregunté. De milagro, dijo ella. Y entonces comprendí que vivíamos, sí, pero sin interioridad, como si estuviésemos hechos nada más que de cáscara, de corteza, como si fuéramos vainas macizas, compactas, opacas. Hagan ustedes algo, por favor.

dimecres, 27 de maig del 2009

El automóvil

EL AUTOMÓVIL

Creo que he captado el mensaje del gobierno (de los gobiernos, porque los autonómicos están de acuerdo): deberíamos comprar coches. Vale, estoy dispuesto a aceptarlo, y a actuar en consecuencia, si me explican por qué. Sé lo que ocurre cuando uno consume filosofía, cine, literatura, ensayo, fabada asturiana, jamón de Jabugo o tomates ecológicos. No me cuesta entender lo que sucede cuando uno adquiere la entrada para visitar un museo o un edificio histórico. Conozco los beneficios de pagar a los hijos una carrera universitaria o un ciclo de formación profesional. Cuando me compro un ordenador portátil o una lavadora, lo hago a sabiendas de los beneficios que proporciono al fabricante, al distribuidor y a mí mismo. Quiero decir que tengo una idea más o menos aproximada de las vueltas que da el dinero antes de regresar a mi bolsillo en forma de salario.

Pero a la pregunta de para qué comprar coches, sólo encuentro la siguiente respuesta: para comprarlos. De acuerdo en lo de los puestos de trabajo indirectos. No ignoro que un automóvil tiene electricidad y cristales y tela y caucho y gasolina y acero, además de tubos de escape y alfombrillas de goma. Pero también la filosofía y la literatura y el cine y la fabada asturiana dan trabajo a sectores en apariencia alejados de sus intereses. Sabemos, en cambio, adónde nos llevan los libros, el pensamiento y la comida, pero no tenemos ni idea de adónde nos llevan los coches (además de a la muerte). Quiere decirse que, puestos a incentivar la compra de algún producto para poner en marcha la rueda, cuesta entender la elección del automóvil. Es como si de repente nos hicieran descuento en el tabaco, que también proporciona muchos puestos de trabajo indirectos.

¿Deberíamos incentivar un mundo en el que cada vez hubiera más o menos coches privados? Creo que la respuesta es evidente y también es evidente que se trata de una respuesta ideológica. La ideología, como la humedad, se cuela por todas partes. Los incentivos a la compra masiva de automóviles estimulan también una ideología en la que se prima lo individual sobre lo público, además de la ignorancia sobre la cultura.

dimarts, 26 de maig del 2009

Sueños

SUEÑOS

Yo quiero estar imputado, como Camps, para ser feliz, para reír con la franqueza con la que ríe él, para divertirme a la entrada y a la salida de los juzgados, para que la gente me aplauda y me jalee como a un actor de moda, para que la alcaldesa de Valencia o cualquier otra se muera por acompañarme, del brazo, a los tribunales de justicia. Tengo derecho a ser feliz, a que me regalen trajes y entradas para el circo, lo mismo que a mi señora y a mis hijos. Yo quiero que mis defectos se hagan públicos y que a la gente le parezcan normales, del mismo modo que parece normal no usar para nada las tarjetas de crédito.

–Querida, te cojo doce mil euros de la caja de la farmacia, para hacerme unas chaquetas.

–Vale, corazón, pero no pidas factura, que estoy de papeles hasta el gorro.

Yo quiero que las bolsas de plástico con las que la gente me ve ir y venir por la calle estén llenas de billetes de 500 euros y no de judías verdes o lechugas. Yo quiero pagar al contado mis viajes a Sudáfrica (8.000 euros) y devolver 300.000 en billetes de 50 sin que a nadie le parezca raro. ¿Qué pasa? ¿Son obligatorias las transferencias? Yo quiero estar a gusto conmigo mismo, con mi conciencia, como Trillo, que no tiene remordimiento alguno por lo del Yak 42. Lo malo es que yo no he estado implicado en nada raro, ni en estafas, ni en muertes, ni en cohechos, ni en maquinaciones para alterar el valor de las cosas, sólo en pequeñas miserias, en tonterías de andar por casa, en mezquindades que no llaman la atención de los jueces, que no van a ningún sitio. Y por eso, sospecho, sufro de tantos problemas de conciencia y de tantas dificultades para ser feliz. No tengo amiguitos como El Bigotes, como Correa, no frecuento los bajos fondos. Del trabajo a casa y de casa al trabajo, perra vida. Por eso Rita Barberá no me llama para acompañarme al juzgado y echar unas risas por el camino, como los actores cuando atraviesan la alfombra roja. Yo quiero ser un chorizo, no por los trajes, ni por los viajes a Sudáfrica ni por los 300.000 euros que me dan un día y devuelvo al siguiente en bolsas del supermercado, sino para que la gente me quiera más.

divendres, 22 de maig del 2009

En resumen

EN RESUMEN

Complejo Azca. Pavoroso incendio. Voraces llamas. Fuego devastador. Corazón financiero. Esqueleto espectral. Perímetro de seguridad. Núcleo de hormigón. Altas temperaturas. Lenguas ardientes. Catarata de lava. Escape de gas. Estrategia defensiva. Gigantesca antorcha. Inmuebles colindantes. Coloso en llamas. El Corte Inglés. Barreras cortafuegos. Estructura caliente. Enfriamiento lento. Plancha de hormigón. Amasijo de hierros. Cristales rotos. Columna de humo. Emergencias sanitarias. Cuerpo de Bomberos. Dotación policial. Autoridades municipales. Sellado hermético. Delegado del Gobierno. Sobrecogedor espectáculo. Equipos autónomos. Mangueras sin presión. Suministro eléctrico. Inmuebles aledaños. Nuevos Ministerios. Servicios de cercanías. Trenes de largo recorrido. Complejo comercial. Tráfico rodado.

Restricciones de paso. Licencia de obras. Normativa contra incendios. Situación crítica. Voladura controlada. Enorme tragedia. Licencia municipal. Genaro Alas. Pedro Casariego. Torre Windsor. Responsabilidad civil. Materiales ignífugos. Gas natural. Productos inflamables. Rociadores automáticos. Efecto chimenea. Propagación vertical. Sistemas de evacuación. Daños materiales. Heridos leves. Trama subterránea. Cristal reticulado. Estragos causados. Comportamiento ejemplar. La noche más larga. Compañías aseguradoras. Planta técnica. Carga de fuego. Pérdidas económicas. Materiales combustibles. Imperio inmobiliario. Familia Reyzábal. Valor de mercado. Buque insignia. Pool asegurador. Lluvia de cenizas.

Firmas afectadas. Importe de la póliza. Protocolos de seguridad. Zona cero. Tensa espera. Resistencia de materiales. Edificio emblemático. Visión dantesca. Actividad comercial. Gerencia de urbanismo. Hito arquitectónico. Cortocircuito eléctrico. Paseo de la Castellana. Inhalación de gases. Equilibrio inestable. Compás de espera. Informes técnicos. Comprensión ciudadana. Pasto de las llamas. Cadena de fallos. Siniestro total. Labores de extinción. Situación crítica. Virulencia sorprendente. Fuentes de la empresa. Diseño de planes. Cámaras térmicas. Número 112. Tareas de prevención. Numerosos efectivos. Evaluación de daños. Demolición inminente.

Espectros

ESPECTROS

La noche en la que ardió el Windsor, los reporteros de televisión localizaron a varios trabajadores de las empresas ubicadas en el edificio. Estaban en la calle, observando, perplejos, cómo ardían sus despachos. "Ahí, detrás de esa ventana, me sentaba yo", repetían con incredulidad. Daba la impresión, escuchándolos, de que continuaban en el interior del inmueble, inclinados sobre las mesas inflamadas, realizando, con sus cuerpos en llamas, un asiento contable o un informe. Quizá fuera así. Tal vez una presencia fantasmal de cada uno de ellos seguía, pese a ser sábado, poniendo al día los papeles. Tenemos esa capacidad de permanecer en los sitios de los que nos vamos. Hay personas que, cuando se marchan, se quedan; que, cuando salen, entran. Y se percibe su presencia, su presencia real, durante mucho tiempo.

Trabajé hace años en una oficina en la que había un individuo para el que los fines de semana constituían un destierro. Durante el sábado y el domingo apenas salía de su pequeño apartamento, donde pasaba las horas bebiendo frente a la televisión (no siempre apagada) mientras su espectro continuaba en el despacho, llevando a cabo las rutinas salvadoras de los días laborables. El fuego en el Windsor se propagó a tal velocidad porque no hay materia más combustible que aquella de la que están hechos los fantasmas. Arden como la yesca, con una llama intensa, de color azul. Lo señalaban los bomberos también: "Hemos visto llamas azules, como si hubiera gas". No era el gas, eran los espíritus de los empleados. No había más que ver sus caras por la tele para darse cuenta de que una parte de ellos estaba carbonizándose al otro lado del espejo.

No vi que entrevistaran, sin embargo, a pie de calle a los propietarios del inmueble. Quizá no habían ido. Después de todo, sólo se estaba quemando su dinero. Dentro de los cajones de las mesas que ardieron como arden las pérdidas (Gamoneda) había documentos confidenciales e informes sobre gestión y libros de contabilidad, pero había, sobre todo, fotografías personales, cartas de amor y números de teléfonos a los que, aun en pleno incendio, continuaban llamando los fantasmas durante la noche de aquel sábado.

La caca

LA CACA

Era la hora de la siesta y me encontraba tumbado en el sofá, aturdiéndome con un programa cualquiera de la tele, cuando sufrí un arrebato místico en cuyo transcurso los dioses (porque eran varios) me revelaron que el sentido de la vida del hombre era la producción de caca. La sorpresa, como comprenderán, fue superlativa, de modo que volví a preguntar y recibí idéntica respuesta. Por lo visto, hemos sido creados, al igual que el resto de los animales, para producir aquello que tomamos equivocadamente por un residuo. El residuo somos nosotros. La caca es la estrella, por eso hay tantas clases de heces, cada una con su textura moral y su tamaño físico, desde la de la mosca a la de Federico Trillo. Los dioses no nos quieren por nuestra alma, sino por nuestros excrementos, que dan lustre al mundo vegetal. El mundo vegetal, a la chita callando, resulta que es el rey de la creación, de ahí que los perros levanten la pata cuando pasan junto a un árbol: es su modo de orar, porque los perros saben a qué han venido a este mundo y quién es quién.

Una vez más, pensé en medio del arrebato místico, los sentidos nos han engañado. Decía Freud en un célebre artículo que el narcisismo del hombre ha sufrido a lo largo de su historia tres grandes heridas. La primera fue descubrir que no éramos el centro del Universo; la segunda, que descendíamos del mono; la tercera, que nuestra existencia no la dirige el "yo". Me fastidia haber dado con la cuarta, pues jamás he envidiado el destino cruel de los descubridores. Quizá algún día mi nombre figure junto al de Copérnico, al de Darwin, al de Freud, genios que supieron mirar adonde debían para no dejarse engañar por las apariencias. Bien, ¿y qué? ¿Qué importa figurar en ese cuadro de honor cuando sabes que lo único que los dioses esperan de ti es que vayas al baño con regularidad?

El chollo de Trillo

EL CHOLLO DE TRILLO

Qué estaría diciendo Federico Trillo si la chapuza criminal del Yak-42 hubiera sucedido, idéntica a como se produjo, con un gobierno socialista? ¿Qué le pediría Trillo (Federico) al ex ministro de Defensa de la época? ¿Qué adjetivación utilizaría para describir la cobardía, la indignidad, la indecencia, la obscenidad, el descaro, el impudor y la inmoralidad de ese político? ¿Acaso se imaginan ustedes a Trillo apoyándolo? ¿Son capaces de ver a Trillo asegurando que su adversario político actuó de buena fe? ¿Sería tan benévolo con él como lo está siendo consigo mismo? Es evidente que no y es evidente también que tendría razón en no ser benévolo. Resulta escandaloso que un tipo capaz de ordenar llevar a cabo aquel mejunje con los muertos continúe en la vida política y dando lecciones de moral, como es frecuente en él. Si no hay nada ni nadie capaz de obligar a Trillo a retirarse, la política es una basura de arriba abajo y hay que dar la razón a los antisistema, por doloroso que resulte.

No puede ser, no puede ser, no puede ser. No puede ser, Santo Dios, como diría la Salmones. Durante el juicio hemos escuchado testimonios de los familiares de los fallecidos que habrían puesto los pelos de punta a Jack el destripador. Lo único que le importaba al gobierno de la época era que el asunto no se prolongara demasiado. Por eso ordenó que colocaran las cabezas decapitadas sobre cualquier hombro y las manos sueltas al extremo de cualquier brazo. Deprisa, deprisa, no vaya a ser que la opinión pública se dé cuenta de las condiciones en las que se efectuaban aquellos vuelos de la muerte. Hagamos un funeral de Estado, cubramos los féretros de medallas y a otra cosa, mariposa. Y ahí sigue el cínico de Trillo, el inmoral de Trillo, el mentiroso de Trillo, el payaso de Trillo, dando lecciones de moral (de moral opusdeísta, claro) a diestro y siniestro. Qué sujeto.

Pues no, señor, no puede ser. Alguien tiene que hacer algo. Alguien debe explicar a Trillo que ha de actuar como le exigiría actuar a un adversario en idénticas circunstancias, o sea, que tiene que largarse. Y largarse contento, puesto que un general (un general detritus, si hay que decirlo todo) carga con los tres años de cárcel de la sentencia. ¿Es o no es un chollo para Trillo?

dimecres, 20 de maig del 2009

Por mentiroso

POR MENTIROSO

A veces, cuando cierro los ojos, veo caras. Me ocurre en los aviones, y en el tren. Recuesto un poco la cabeza, bajo los párpados para descansar y empiezan a desfilar por el interior rostros de personas que han pasado por mi vida: mis abuelos, mis compañeros de colegio, de universidad, mis profesores, mis novias, mis médicos, mis peluqueros, mis panaderos, mis jefes, pero también mis hijos, cuando eran pequeños… Algunos me hacen muecas de significado dudoso, otros abren la boca de un modo exagerado y pronuncian palabras sin sonido, algunos me guiñan el ojo o me observan con ironía o con piedad.

No hay pautas, pues los que en la primera vuelta me miran con piedad en la segunda lo hacen con ironía. No sé qué rayos quieren. Cuando abro los ojos, cesa el desfile, pero es muy difícil permanecer doce horas en un avión con los ojos cerrados. Entonces me resigno a verlos pasar. Lo increíble es el detalle con el que aprecio todos y cada uno de los rasgos de su rostro. Es tal el realismo con el que se manifiestan que tengo la impresión de que podría tocar sus mejillas si alargara el brazo.

Se lo conté a mi psicoanalista después de un viaje a México y me dijo que qué pensaba yo que significaba aquello. Siempre comenzamos así las sesiones. Yo le pregunto algo y ella me dice que qué me parece a mí, es como un rito.

-A mí —le dije— no me parecía nada hasta que comenzó a aparecérseme también su rostro.

-¿El mío?

-El suyo, sí.

Era mentira, es una de las pocas personas que no se me aparece, no sé por qué dije aquello. El caso es que comenzamos a darle vueltas al asunto y llegamos a la conclusión de que quizá tenga yo una deuda moral con toda esa gente que pasa por el interior de mi cabeza. Tal vez me dieron algo que no les devolví, por lo que la culpa me atormenta. Sentí que era una buena explicación y pensé en la forma de saldar mis deudas. Cuando terminó la consulta, la psicoanalista me recordó que le debía un mes. A veces, las deudas económicas son morales también. Eso me pasa por mentir.

dilluns, 18 de maig del 2009

No soy bueno

NO SOY BUENO

A veces fantaseo con la idea de que soy una persona sociable, de que tengo muchos amigos, en todas las partes del mundo, con los que intercambio una correspondencia intensa. Imagino que no me da pereza telefonear a Fulano e invitarle a comer, para estrechar lazos. Invento que la comida resulta apasionante, que no me vengo abajo en el segundo plato, que no estoy deseando volver a casa, con mis libros, mi ordenador, mis cuadernos, mi soledad, mi rabia, mi odio, mi frustración, mi desasosiego, mi gin tonic de media tarde, mi aturdimiento nocturno... Imagino también que soy feliz con lo que la vida me ha dado, que no envidio a nadie, imagino que me gusta la música y que puedo pasar la tarde entera tumbado en el sofá, escuchando una ópera (o dos, ignoro cuánto duran). Imagino que ordeno mis libros por orden alfabético (o por cualquier otro, qué más da) y que encuentro siempre el que busco (por lo general, doy con el que no busco).

Pero no nos desviemos de la sociabilidad. No aburrirse en la compañía de los otros, no preguntarse qué hago yo aquí, Dios mío, no renegar de tus congéneres y por lo tanto ser bueno, ser una buena persona, no en el sentido idiota de la palabra, sino en un sentido que quizá no se haya descubierto todavía. Quizá para ser bueno haya que ser un poco malo. Lo ignoro porque no soy bueno, quizá tampoco malo, pues los malos son también, en el fondo, un poco buenos. Y decir la verdad siempre, siempre, siempre, y no sólo los domingos y fiestas de guardar. Decir la verdad, ahora, sería inviable porque tengo pensamientos horribles acerca de los demás (aunque también acerca de mí mismo).

Por lo general, estas fantasías bondadosas me atacan en el metro, rodeado de gente que, como yo, cree saber adónde va por esos túneles de Dios. El otro día, un hombre sentado junto a mí (un ecuatoriano, creo) me preguntó si aquella línea era la de Callao. Iba justo en la dirección contraria y se lo dije. El hombre dudó unos segundos y al final exclamó: «¡Y qué más da!». Me sobrecogió aquella indiferencia que tomé por un rasgo de sabiduría, incluso de heroísmo. Al día siguiente, bajé de nuevo al metro e intenté viajar sin saber adónde, pero no me salió. Y es que no soy bueno, coño, no soy bueno.

divendres, 15 de maig del 2009

Formularios

FORMULARIOS

Al despertar, vi que la azafata había dejado sobre el brazo de mi asiento el formulario que era preciso rellenar para entrar en el país al que nos dirigíamos. El resto del pasaje dormía en medio de la penumbra, pues era de noche y sólo permanecían encendidas las luces que indicaban la situación de los baños y las que en los bajos de los asientos delimitaban el pasillo. Comencé a rellenar el formulario y todo fue bien hasta que debajo de la línea en la que se solicitaba la fecha de nacimiento encontré otra donde había que anotar la de la muerte. Sobrecogido, levanté el rostro y vi avanzar a una azafata en medio de aquella atmósfera espectral. Por favor, le dije en voz baja cuando llegó a mi altura, ¿qué hay que poner en esta casilla? ¿Usted qué cree?, respondió ella observándome con ironía, como si me estuviera haciendo el ingenuo.

Suponiendo entonces que me había sorprendido la muerte mientras dormía, puse la fecha en la que había salido de Madrid, y en la que aún nos encontrábamos. Luego rellené el resto del formulario, tumbé el respaldo del asiento, cerré los ojos y di un par de cabezadas. Me despertó el ajetreo de las azafatas, que comenzaban a servir el desayuno. Las ventanas estaban abiertas (había amanecido) y las luces encendidas. Vi el formulario, pero preferí (por miedo, supongo) no comprobar si lo de la casilla de la muerte había sido una alucinación. Llegué a destino, entregué el impreso en el control de policía, tomé un taxi, fui al hotel, hice en aquella ciudad lo que se esperaba de mí y regresé a casa con regalos en la maleta. Mis rutinas son desde entonces las de siempre, mi relación con las personas y con el trabajo también. Todo sigue igual, pero de algún modo misterioso todo es diferente, como si, en vez de vivir, imitara la vida que llevaba antes del viaje. No es desagradable, sólo raro.

He visto

HE VISTO

Ahora que soy mayor, lamento no haber escrito un diario de los hoteles por los que he pasado a lo largo de mi vida (escribo estas líneas desde uno) y de las cosas que he visto desde sus ventanas. He visto, por ejemplo, un cementerio rodeado de edificios altos. He visto agonizar a un anciano en el edificio de enfrente, lo he visto morir. He visto un patio interior oscuro en el que había anidado una golondrina. He visto un callejón con un sex shop al que entraban hombres con la cabeza agachada y las solapas del abrigo subidas. He visto llorar a una adolescente y pelear a una pareja de novios. He visto un domingo por la tarde desolado, con familias paseando de la mano. He visto el mar y he visto la luna. He visto un río por el que pasaban barcazas perezosas que no parecían de verdad. He visto a un perro devorando a un gato. He visto a un mendigo construyendo una casa de cartones. He visto a mi madre pasear conmigo de la mano, porque desde las ventanas de los hoteles se ven muchas alucinaciones. He visto temblar las copas de los árboles por influencia del viento. He visto aviones que despegaban y aterrizaban sin cesar. He visto un mercado con el techo roto. He visto puestos de verduras y de frutos secos. He visto una ciudad entera, a mis pies, he visto sus tejados y sus ventanas pequeñas y las humedades de sus paredes. He visto un edificio de oficinas con sus oficinistas, todos Clips de Famóbil. He visto un campo de fútbol y una plaza de toros, muy desasosegantes los dos. He visto a un policía acariciando su pistola. He visto descampados. He visto vacas (sagradas y profanas). He visto desfiles militares. He visto manifestaciones de estudiantes. He visto una plaza de piedra con una fuente en medio. He visto cúpulas de iglesias que parecían flotar a la puesta del sol. He visto antenas de televisión. He visto cables de la luz. He visto zopilotes y cigüeñas. He visto restaurantes caros y baratos. He visto terrazas de verano. He visto jóvenes y viejos. He visto la selva y el desierto. He visto una muralla. He visto a un hombre tirando de una cabra. He visto un atraco. He visto a dos muchachos transportando un espejo gigantesco en el que se reflejaba la puerta de mi hotel…

dimecres, 13 de maig del 2009

Tribus primitivas

TRIBUS PRIMITIVAS

El Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha aceptado que quizá la multa que la justicia impuso a Janet Jackson por mostrar un seno en un concierto (550.000 dólares) fue excesiva. Lo están estudiando, repasando, considerando. Para eso sirven los tribunales supremos, para corregir los fallos de los tribunales inferiores. Y si el tribunal inferior se equivocó, se equivocó. Los señores del Supremo son jueces supremos. Saben más que los jueces inferiores, de ahí que se recurra a ellos en caso de duda. Llamamos a Dios el Ser Supremo porque el resto de los seres, a su lado, somos enanitos. Algo así sucede en la relación de los jueces supremos con los jueces normales. El caso de Dios es curioso, porque se valora a sí mismo más que a su obra, al contrario que cualquier novelista que se precie. Tolstoi tenía mejor opinión de sus novelas que de sí mismo, igual que Dostoievski o Flaubert. Nuestras obras son mejores que nosotros hasta el punto de que en ocasiones no estamos a su altura. No se entiende, por lo tanto, el caso de Dios, para quienes sus hijos somos unos miserables pecadores. Tal es, al menos, la opinión de la Iglesia, que se arroga la representación del Supremo Hacedor.

Pero estábamos hablando del seno de Janet Jackson, mostrado al público como sin querer en un concierto multitudinario, por lo que la chica fue severamente criticada y multada. Ahora, los jueces del Tribunal Supremo tendrán que revisar el vídeo y decidir si lo que enseñó valía 550.000 dólares o menos. Quizá lleguen a la conclusión de que valía más (con los seres supremos nunca se sabe). Total, que al tiempo de imaginar a esos ancianos venerables discutiendo sobre un seno y una cantidad de dinero, me entero de que se acaba de estrenar un programa de televisión en el que varias familias conviven con tribus primitivas (¿qué rayos querrá decir «tribus primitivas»?). El programa ha triunfado ya en otros países porque a la audiencia le gusta ver cómo sus contemporáneos comen escarabajos para ganar un concurso. Digo yo que para primitivo, el caso de Janet Jackson y el Tribunal Supremo. A mí me cuentan de un sitio donde los ancianos deciden en cónclave cuánto hay que pagar por enseñar un pecho e inmediatamente pienso en la Edad de Piedra. Como mucho, en la de los metales.

dilluns, 11 de maig del 2009

¿Quién lo aguanta?

¿QUIÉN LO AGUANTA?

Uno. No sabemos nada, nada en absoluto, ni de los virus, ni de la economía, ni de la educación de los hijos, ni del tiempo atmosférico, no tenemos ni idea de lo que nos conviene o nos deja de convenir. Vivimos en la oscuridad. Todo nos coge por la espalda, incluido el amor, que llega cuando ni está ni se le espera. Quiere decirse que nos arruinamos sin querer y nos enriquecemos sin querer y cogemos la gripe porcina o mexicana (que quizá no sea ni porcina ni mexicana) sin querer. Vas a pasar el puente a tu pueblo, porque el hombre del tiempo ha dicho que hará sol, y llueve. Inviertes en petróleo y suben las farmacéuticas; dejas de fumar y te sale un papiloma… Todo es azar, azar, azar. Ahora mismo, mientras le damos vueltas a la posibilidad de retrasar la edad de la jubilación, se está prejubilando a la gente con 50 años. ¿En qué quedamos, pues? ¿Conviene prejubilar o posjubilar? ¿Hay que llevar o no hay que llevar mascarilla?

Dos. Todos los empleados del aeropuerto llevaban mascarilla. Algunos se habían colocado un pañuelo sobre la boca, al modo de los atracadores del antiguo oeste. Entre los pasajeros, se contenía la respiración. Respirábamos, inconscientemente, la mitad de lo habitual con la idea de que así entrarían la mitad de virus de los que entran normalmente. Aguantar un vuelo de 12 horas (Buenos Aires-Madrid) sin respirar, o respirando poco, es agotador. Llega un punto en el que te parece que has perdido los pies, y no es que los hayas perdido, continúan ahí, en el extremo de tus piernas, sólidamente unidos a ellas por el invento de los tobillos, lo que pesa es que no les llega el oxígeno, pobres, y están como cadáveres. Por eso los metemos en zapatos que parecen ataúdes. Lo curioso es que ni los auxiliares del vuelo ni los pilotos llevaban mascarillas. ¿Por qué los funcionarios del aeropuerto sí y ellos no? Porque en el fondo no creemos en nada, como en aquel cuento de Rulfo, creo, en el que un caballo se estampa sobre el muro que debía saltar.

—Este caballo está ciego –dice el comprador.

—No está ciego –asegura el vendedor–, es que le importa todo un carajo.

Nosotros tampoco estamos ciegos, es que nos importa todo un carajo. Si no había crisis y hubo crisis; si había pandemia y no hubo pandemia; si la lotería no tocaba y tocó; si todo depende del azar, en fin, para qué llevar mascarilla, o para qué dejar de llevarla. Lo que usted diga, señor. ¿Que me la pongo en unos sitios y me la quito en otros? Ningún problema. ¿Que un día me jubilo y al siguiente me desjubilo? A mandar.

Tres. Cojo el periódico y me salto toda la información acerca del virus, y no porque no tenga interés en aprender, sino porque cuanto más leo menos sé. También me salto el suplemento de Economía, por las mismas razones, y los editoriales, porque razonan demasiado en un mundo que se mueve por emociones. Me quedan las cartas al director, las esquelas, los anuncios por palabras y poco más. También me quedan las farmacias de guardia, donde se han agotado las mascarillas, de modo que salgo a la calle con un pañuelo, no por miedo a los virus, sino porque toda mi vida soñé con disfrazarme de bandolero sin llamar la atención. Un sueño infantil cumplido gracias a una pandemia que de momento no es pandemia ni nada que se le parezca.

Cuatro. También echo un vistazo a las páginas de Cultura, donde leo que Dostoievski, a mi edad, ya estaba muerto, lo que me produce sentimiento de culpa. Ningún escritor que se precie debería sobrevivir a Dostoievski. Tampoco deberíamos sobrevivir a nuestros padres. Una amiga mía, a punto de cumplir la edad en la que falleció su madre, está convencida de que se va a morir, aunque goza de buena salud, porque no le cabe en la cabeza la idea de sobrevivirla. Es, dice, como si pusieras un vaso debajo del grifo y el agua no se saliera después de que se hubiera llenado.

Cinco. Pero mi amiga sobrevivirá a su madre. O no. No tenemos ni idea, no sabemos nada de nada. Todo es puro azar. Otra amiga mía fue al hospital a recoger los resultados de los análisis de sangre de su marido y en uno de los pasillos la detuvo un médico, un dermatólogo, que le había visto en la pantorrilla una mancha que le pareció un melanoma. Era un melanoma del que se curó por cogerlo a tiempo. Si mi amiga hubiera llevado ese día pantalones, estaría ahora criando malvas (o nalgas, como decía el otro). O sea, que a ver si se aclaran los científicos, que en los últimos años nos hemos muerto varias veces, unas por la gripe aviar y otras por las vacas locas. Y ahora nos estamos muriendo por la gripe porcina. ¿Quién lo aguanta?

Por algo será

POR ALGO SERÁ

Obama se comió una hamburguesa en un bar, lo que nos permitió descansar un poco del atracón informativo de Patxi López e Ibarretxe. ¿Cómo se puede estar dos semanas hablando del mismo asunto y en idénticos términos? Pues copiándose unos a otros. Daban ganas de entregarse a la prensa deportiva, pero ya no tiene uno edad. ¿Y de lo mío, qué, oiga? Lo suyo, ¿qué es lo suyo, amigo? Que me comí un muslo de pollo ayer, con ensalada, en un momento en el que dejé de vender pañuelos de papel en el semáforo. Eso no cuenta, amigo. Lo importante no es la hamburguesa, ni el muslo de pollo, sino Obama, y usted no es Obama, qué le vamos a hacer. ¿Y esa hamburguesa saldría en los periódicos si se la hubiera comido Patxi López? Quizá sí, porque la hamburguesa, pese a sus orígenes USA, es más española (y quizá más españolista) que vasca. No sé cómo caería que un lehendakari se tomara públicamente una carne española, pero lo que sería un escándalo de tomo y lomo es que se la tomara Ibarretxe. Ahí sí que desplegaríamos todos los medios, ahí sí que pondríamos en marcha nuestra maquinaria de investigación. Gracias a un equipo de investigación norteamericano hemos conocido los ingredientes de la hamburguesa de Obama, lo que nos ha hecho más sabios. O más idiotas, ahora no caigo.

Obama, por cierto, fue a tomarse la hamburguesa en un coche al que llaman la bestia. Ya ven ustedes para qué nos han servido tantos siglos de cultura. Grecia, Roma, Egipto, la vieja Europa, el Románico, el Gótico, la Ilustración… Todo lo que ustedes quieran, pero ese camino evolutivo nos ha llevado a que el mayor representante de la cultura occidental viaje en una bestia. Dan ganas de mirar hacia otro lado. Pero si mira uno hacia otro lado se tropieza con Berlusconi, un tipo que está ahí porque le votan sus contemporáneos y del que no sabemos, por fortuna, qué comió ayer ni qué vehículo utilizó para llegar al restaurante. ¿Estoy apocalíptico yo o está apocalíptica la realidad? No sé, no sé, no sé. Menos mal que el Barça continúa imbatible. No he logrado aficionarme al fútbol, no sé qué rayos significa esa racha de éxitos, pero si vienen en primera página, por algo será. O tampoco.

divendres, 8 de maig del 2009

Confesión

CONFESIÓN

Yo he tenido una suerte enorme de que no me hayan acusado nunca de un asesinato. A mí, viene la policía a buscarme y me pone las esposas por un crimen cometido en Australia, adonde no he viajado nunca, y me lo creo, creo que he sido yo porque habiendo matado imaginariamente a granel, y no teniendo siempre claras las fronteras entre el pensamiento y la acción, ignoro a veces en qué lado de la raya me encuentro. Con frecuencia, caigo en ensueños criminales o artísticos (también económicos) cuya textura es idéntica a la de la realidad, de modo que si viene un hispanista norteamericano a darme coba por haber escrito La Regenta, me lo creo también, pese al desfase cronológico, y es que me ha faltado el canto de un duro para escribirla, lo mismo que para matar a alguien. Es más, quizá he cometido algún crimen que ha pasado inadvertido o he escrito una obra maestra de la que nadie me acusa. Entonces, si voy a una ventanilla de Hacienda y el funcionario me habla en francés, le respondo en francés (aunque no sepa), convencido de que tal es mi verdadera nacionalidad, mientras que la española fue un sueño. Y si estoy tirado en el sofá y veo acercarse a mi mujer con la correa del perro en la mano, soy capaz de ponerme dócilmente a cuatro patas, por si mi condición de hombre hubiera sido un delirio del que me tengo que apear (mi perro los tiene, pero sólo él y yo lo sabemos). Observo mi existencia con la perspectiva que dan los años y me parece un milagro que haya sido siempre, más o menos, la misma cosa, que no haya dejado, en fin, de ser quien soy, quizá para ocultar que en realidad soy un perro, un asesino, un eximio escritor (¿qué rayos querrá decir eximio?). De todas formas, no crean que me siento a salvo. Cada vez que suena el timbre de la puerta, me acojono, por si fuera la policía. O un hispanista norteamericano.

Amor y gula

AMOR Y GULA

Carne, carne, carne… Resulta que España exporta (o exportaba hasta ayer mismo) miles de toneladas de carne de cerdo a Rusia. Son cosas que suceden y a las que uno no presta atención. Pero hay un tráfico mundial de carne, un tráfico increíble de carne de todos los animales que podamos imaginar. Seguramente, ese avión que sobrevuela ahora nuestros tejados va lleno de pollos muertos en dirección a Finlandia, no sé, o a Pakistán. Criamos las carnes en un sitio y nos las comemos en el otro. Cerca de mi casa hay un restaurante de carnes argentinas al que yo iba de vez en cuando, ingenuamente, a comer. Veía mi solomillo argentino y no me imaginaba que hay barcos que se dedican a transportar solomillos a toneladas, apretados los unos contra los otros, para no ocupar espacio. Barcos, lógicamente, dotados de neveras para que la carne resista, para que aguante, para que no se pudra, porque tal es una de las virtudes de la carne, que se descompone a fin de no durar eternamente. Sería horrible que los cadáveres de las vacas y de los caballos y de los seres humanos se mantuvieran tal cual después del óbito. No sabríamos dónde colocar tantos cuerpos inertes, con sus extremidades y sus vísceras y sus cabellos.

Resulta que esta carne que me estoy comiendo ahora en Madrid se ha dejado el esqueleto en Buenos Aires. Qué separación cruel, qué desgarro tan grande, qué raros somos. Nos han hecho de carne y necesitamos carne para continuar vivos. Carne de cerdo, de gallina, de calamar, de lubina, de conejo. Carne. A veces, carne humana, si no para comer, para acariciar al menos, para besar, para penetrar, para entrelazarnos con ella, para llenar el universo de carne, carne dotada de pensamiento o de instintos, lo mismo da con tal de que la fiesta de la carne no se detenga.

Los vegetarianos son mejores personas que los carnívoros, del mismo modo que los poetas son más importantes que los novelistas. Pero para modelo de hombre, el asceta, el santo, el que se retira a una cueva y se dedica al ayuno, ese hombre escuálido, con todos los huesos a la vista, que de vez en cuando toma una hormiga del suelo y se la mete en la boca, más que por gula, por amor.

dimecres, 6 de maig del 2009

La mujer del autobús

LA MUJER DEL AUTOBÚS

Soñé que tenía un moscardón amaestrado con el que sacaba dinero de los cajeros automáticos. Me ponía delante del aparato, y soltaba al animal, que se introducía por la ranura de los billetes apareciendo al poco arrastrando uno de cincuenta euros. El sueño resultaba muy turbador porque no sabía quién había amaestrado al moscardón ni por qué me pertenecía. Al llegar a casa con el dinero obtenido de este modo, premiaba al insecto con una porción de carne picada, pues era carnívoro. Lo que más me molestaba en el sueño era no poder comunicarme con él como con un cómplice. Trabajaba para mí, pero pertenecíamos a dimensiones distintas. Entre tanto, la casa se iba llenando de billetes de 50 euros que dejaba en cualquier parte, pues empezaban a sobrarme.

Un día se me ocurrió coger la lupa y mirar al moscardón cara a cara, para ver si de su expresión se deducía algo. Entonces comprobé con asombro que su rostro era humano, como en una película de terror que vi cuando era niño. Tenía dos ojos y una nariz y una boca perfectamente conformados, aunque carecía de orejas. La cara era idéntica a la de una mujer con la que coincido por la mañana, en el autobús, cuando me dirijo a la oficina. Se trata de una mujer que me gusta mucho y a la que observo con disimulo durante todo el trayecto, aunque jamás me he atrevido a dirigirle la palabra. El hecho de que la mujer tuviera en el sueño cuerpo de moscardón me turbó, y creo que me desperté por eso, por la turbación misma. Abrí los ojos, en fin, miré el reloj de la mesilla y vi que eran las cuatro de la mañana. La boca me sabía mal, a ala de moscardón, de modo que me cepillé los dientes y se me quitó el sueño, por lo que encendí el ordenador para dejar constancia de lo que acababa de soñar.

En éstas, escuché un zumbido, levanté los ojos y vi un moscardón revoloteando cerca de mí. Enseguida se posó sobre un libro de Sándor Márai. Cogí un periódico y le aticé fuerte. El cadáver quedó tendido boca arriba, sobre la portada del libro. Tomé la lupa y observé su rostro, pero no era el de la mujer del autobús. Era un rostro de moscardón normal y corriente. Volví a la cama inquieto, pensando que quizá podía haberlo amaestrado para obtener billetes de 50 euros. Esa mañana no vi a la mujer en el autobús.

dilluns, 4 de maig del 2009

Un adverbio se le ocurre a cualquiera

UN ADVERBIO SE LE OCURRE A CUALQUIERA

Hemingway cobraba los artículos por palabras. A tanto el término, lo mismo daba que fueran adjetivos que sustantivos, preposiciones que adverbios, conjunciones que artículos. No recuerdo de dónde saqué esa información, hace mil años (cuando ni siquiera sabía quién era Hemingway), pero me impresionó vivamente. En mi barrio había una tienda de ultramarinos, una mercería, una droguería, una panadería, una lechería… Pero no había ninguna tienda de palabras. ¿Por qué, tratándose de un negocio tan lucrativo, como demostraba el tal Hemingway? Para vender leche o pan, pensaba yo, era preciso depender de otros proveedores a los que lógicamente había que pagar, mientras que las palabras estaban al alcance de todos, en la calle o en el diccionario.

Imaginé entonces que ponía una tienda de palabras a la que la gente del barrio se acercaba después de comprar el pan. Sólo que yo las vendía a precios diferentes. Las más caras eran los sustantivos, porque sustantivo, suponía yo, venía de sustancia. Si la sustancia de una frase dependía de esta parte de la oración, lo lógico era que valiera más. Después del sustantivo venía el verbo y, tras el verbo, el adjetivo. A partir de ahí, los precios estaban tirados. Cuando un cliente, en mis fantasías, compraba tres sustantivos, le reglaba cuatro o cinco conjunciones, para fidelizarlo. Mi padre, que era agente comercial, utilizaba mucho el verbo fidelizar. ¿De dónde, si no, iba a sacar yo esa rareza gramatical? En mi tienda imaginaria había también un apartado de palabras inexistentes, para gente caprichosa o loca. Aún recuerdo algunas: copribato, rebogila, orgáfono, piscoteba, aguhueco, escopeja…

El negocio imaginario iba bien. Todo el mundo necesitaba mis palabras. Al poco de inaugurar la tienda tuve que contratar dos empleados porque no daba abasto. Luego compré el piso de arriba para ampliar el negocio, pues llegó un momento en el que la gente me pedía también frases. Puse en el sótano un taller con cuatro gramáticos que se pasaban el día construyendo oraciones. Las había de muchos precios, claro. Las frases hechas eran las más baratas. Recuerdo, entre las que tuvieron más éxito, en boca cerrada no entran moscas y no rascar bola, pero a mí me gustaban mucho también leerle a alguien la cartilla, ser un hueso duro de roer, chupar cámara, pelillos a la mar, o mi sastre es rico. El precio de las frases aumentaba a medida que resultaban menos comunes, o más raras. Por alguna razón que no llegué a entender, había mucha demanda de frases absurdas. Me duelen los zapatos, por ejemplo, los espejos fabrican harina orgánica, o las cremalleras son menos sentimentales que los botones. Con el tiempo tuve que crear un departamento dedicado de manera exclusiva a la construcción de frases absurdas.

La idea de la tienda de palabras y frases me resultó muy liberadora, pues siempre pensé que ganarse la vida era condenadamente difícil. El mayor miedo de mi infancia era el de acabar en una esquina, vendiendo pañuelos de papel. Un día que mi madre, tras suspirar con expresión de lástima, se preguntó en voz alta qué iba a ser de mí, le dije que no se preocupara, pues había decidido que iba a poner una tienda de palabras. Tras meditar unos instantes, me dijo que eso era un disparate y que debía poner mis energías en cuestiones prácticas. Ahí acabó mi sueño de vender palabras. Luego, de mayor, comprobé que los anuncios por palabras constituían un capítulo muy importante en la cuenta de resultados de los periódicos. Pero no le dije nada a mamá, para que no se sintiera culpable.

De todos modos, acabé viviendo de las palabras. No tengo una tienda abierta al público, tal como soñaba entonces, pero me levanto por las mañanas, las ordeno en un papel, las envío al periódico o a la editorial y me pagan por ellas. A tanto la pieza. Una pieza es un artículo. El término pieza se utiliza también entre los cazadores para denominar a los animales abatidos. La semejanza es correcta, pues escribir un texto se parece mucho a cazarlo. De hecho, con frecuencia se nos escapa. La otra noche, en la cama, con los ojos cerrados, pasó volando por mi bóveda craneal un artículo estupendo. Me levanté, cogí un cuaderno que tengo en la mesilla, apunté con el bolígrafo, pero la pieza había desaparecido. Desde la utilización masiva de los ordenadores, contamos los artículos por palabras. Éste que están ustedes leyendo tendrá unas 4.700. Puedo calcular a cuánto me sale la palabra y decir que cobro en plan Hemingway. Pero me sigue pareciendo mal que me paguen lo mismo por un sustantivo que por un adverbio. Un adverbio se le ocurre a cualquiera.

Pareja de marcianos

PAREJA DE MARCIANOS

Me llama por teléfono una amiga de toda la vida y me cuenta que su marido le ha confesado que es un extraterrestre infiltrado en nuestro mundo.

-Al principio —añade mi amiga— creí que se trataba de una broma, ya sabes cómo es Pedro, pero luego advertí que hablaba completamente en serio y me asusté, aunque procuré disimular.

-¿Qué hiciste?

-Fingir que le creía, ¿qué iba a hacer?

El marido le confesó su procedencia porque por lo visto sus contactos extraterrestres, con los que venía reuniéndose de forma periódica para informarles acerca de nuestras costumbres, habían desaparecido, dejándolo más solo que la una en este planeta absurdo habitado por gente irracional. El hombre (o el marciano) estaba un poco deprimido por este abandono y sintió la necesidad de contárselo a alguien. Le pregunté si en todo lo demás su comportamiento era el de siempre y mi amiga me dijo que sí. Iba y venía de trabajar, se tomaba un whisky a media tarde, veía el telediario de la Primera y los sábados hacía la Primitiva.

Me pareció un síndrome extraño, por lo que llamé al tal Pedro y quedé con él (comíamos juntos una o dos veces al mes). Reservé en un restaurante japonés, pues es muy aficionado a todo lo oriental, y le pregunté qué tal iban las cosas, para ver si se animaba a revelarme a mí también su procedencia. En el segundo plato, tras anunciarme que iba a hacerme partícipe de un secreto, me contó que Pilar (su mujer, mi amiga) le había confesado que era extraterrestre.

-Como puedes imaginar —añadió—, al principio pensé que se trataba de una broma, ya sabes cómo es Pilar, pero luego advertí que me hablaba completamente en serio. Asegura que se encontraba en la Tierra en una misión especial, pero que ha sido abandonada por sus contactos, lo que la tiene un poco deprimida.

Observé a Pedro atentamente, para ver si hablaba en serio, y comprendí que sí. Como no sabía qué hacer, fingí creerle y le animé a sobrellevar la situación. Desde entonces, cada uno de ellos me llama con regularidad para acusar al otro de marciano.

divendres, 1 de maig del 2009

Deseos

DESEOS

Todos los sueños se cumplen. Quizá no en quien los ha soñado, pero sí en otros. No hay un solo sueño por cumplir. ¿Que quisiste escribir una obra maestra? La historia de la literatura está llena de obras maestras. ¿Que habrías dado la mano derecha por ser un gran pintor? La historia del arte está llena de genios. ¿Que un gran arquitecto? Ahí tienes a Foster, a Calatrava, a Zumthor. ¿Que hubieras preferido ser famoso a secas, sin demostrar ningún mérito? Enciende la tele y la verás llena de gente que alcanzó tu sueño, que quizá no era el suyo. Muchas personas han destacado en esto o lo otro por casualidad, sin habérselo propuesto. No estaba en mi horizonte, dicen, jamás pensé que me convertiría en actor o en neurocirujano o en cómico o en obispo. Sin duda, fueron sueños de otros que se cumplieron en ellos.

También los deseos malos se cumplen. Si has imaginado disponer de un sótano secreto, con una presa a la que violabas a discreción, ahí tienes al monstruo de Amstteten. Si has fantaseado con la posibilidad de bombardear una población civil y enviar luego ambulancias a recoger los restos, ahí tienes a Bush. Si en sueños te has visto provocando una catástrofe económica de carácter planetario, ahí tienes a Madoff. ¿Que todos estos deseos que nacieron en ti no se han cumplido en ti? De acuerdo, pero seguro que tú has realizado algún sueño que pertenecía a otro. Quizá aprobaste a la primera las oposiciones a juez o a notario. Tal vez te tocó la lotería sin que nunca hubieras pensado en esa contingencia. Es posible que el ascenso a director general, que ni se te había pasado por la cabeza, se fraguara en la imaginación de un compañero que lo deseaba de verdad. La mayoría de las ambiciones no se cumplen en quien las alimenta. Cada cuerpo, sin embargo, es dueño de su digestión y de su hambre y de su dolor. ¿Por qué?

Métodos anticonceptivos

MÉTODOS ANTICONCEPTIVOS

Quién tiene hijos con este panorama?, le decía un hombre a una mujer, en la mesa de al lado, a la hora del gin tonic de media tarde. Se ve que no hay mejor condón que la crisis económica, respondía la mujer.

Yo estaba leyendo el periódico, pero la conversación me distrajo al hacerme comprender que la verdadera noticia se encontraba fuera de sus páginas: no se puede tener hijos. En otras palabras, la crisis como método anticonceptivo. Pensé en el reloj biológico de las mujeres, en esas chicas que hasta ayer eran mileuristas y que hoy ni eso y que se encuentran en el límite de la edad aconsejable para parir. ¿Adónde irá toda esa frustración, toda esa rabia? ¿Adónde los hijos no nacidos? Del mismo modo que el célebre apagón de Nueva York dio a luz a toda una generación de gente real, el apagón económico alumbrará, valga la paradoja, a una generación de personas inexistentes, individuos a los que sus abuelos no cuidarán, a los que no se le pondrá la vacuna contra el sarampión, niños que no harán la ESO, que no conocerán la formación profesional ni la universidad, que no tendrán novias, ni angustias ni afanes, que no fracasarán ni triunfarán ni leches en vinagre.

Se le ponían a uno los pelos de punta pensando en la gente que no nacerá en los próximos dos años, o en los próximos cuatro años, pues nadie sabe lo que durará esto ni la fragilidad que nos dejará. La fragilidad, tal es el sentimiento más injusto de una crisis que no hemos provocado ni usted ni yo ni la pareja que en la mesa de al lado, mientras yo daba cuenta de mi gin tonic, alcanzaba la conclusión de que estaba a punto de pasárseles la edad de ser padres.

-Pues si no podemos tener hijos, nos separamos —dijo ella.

-¿Y qué hago yo sin ti? —dijo él.

Y yo me levanté y me fui, más triste que un armario, a otra mesa, donde abrí otro periódico y comencé a leerlo hasta que en la mesa de al lado un hombre le dijo a una mujer algo de la hipoteca que tampoco fui capaz de escuchar, de modo que pagué mi gin tonic y me fui a la calle y aunque hacía un día espléndido de primavera llegué a casa hecho polvo.

Perra vida.