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divendres, 30 d’octubre del 2009

Enjuagues

ENJUAGUES

El espectáculo al que estamos asistiendo con Caja Madrid de protagonista no es nada, piensa uno, con lo que ocurrirá una vez que el afortunado jure el cargo de presidente y se dedique a devolver favores. Usted y yo somos unos ingenuos y no nos enteramos de nada, pero a lo mejor resulta normal poner un piso en la Gran Vía a quienes te proporcionaron la bicoca. Lo mismo tienes que meter todos los días la mano en la caja para pagar esa deuda de gratitud. Vaya usted a saber a qué se compromete el agraciado. Si te entrego la Caja, ¿serás mi esclavo el resto de tu vida, regalarás hipotecas a mis hermanos, colocarás a mi cuñado, recogerás a los hijos de mi hermana de la guardería, sacarás a pasear al perro de mi madre?

Para presidir una Caja has de tener una vocación de servicio a prueba de bombas, pues las tentaciones de pillar, dadas las facilidades aparentes, deben de ser continuas. Ignoramos cómo funcionan las demás, pero Caja Madrid tiene la pinta de ser lo más parecido a la caja de la farmacia de la señora de Camps, donde todo el mundo metía mano sin control, fuera para hacerse unos trajes o para tomarse unas cañas. O sea, un chollo, de otro modo no se entiende esa lucha a muerte por conquistar su presidencia. Es muy fuerte que un partido político con posibilidad de gobernar se rompa por ver quién manda ahí. O los beneficios personales son muy altos o los contendientes son idiotas. Como llevan toda su vida viviendo de los Presupuestos Generales, muy idiotas no son. Quiere decirse que el que logre encaramarse a ese sillón se forra. En otras palabras, que esto huele fatal. Y no nos referimos a la guerra entre Gallardón y Aguirre, que tiene su lado pintoresco, sino a esa paz que tarde o temprano ha de sobrevenirle y bajo cuyo manto se llevarán a cabo enjuagues económicos que ahora no podemos ni imaginar.

No tenemos ni idea

NO TENEMOS NI IDEA

A estas alturas resulta ya imposible decidir qué hay de ficción y qué de realidad en todo lo que nos han contado sobre la gripe A y sus remedios. La historia ha evolucionado con tantos altibajos, tantas versiones, tales cambios de definición y de abordaje que cualquiera de las versiones en circulación, incluidas las más delirantes, nos parece igual de verosímil. Y menos mal que está resultando benigna porque de haber sido tan agresiva como se preveía al principio, el descontrol narrativo al que asistimos sería de risa. Frente a los excesos de realidad, la literatura retrocede. Es lo que ocurrió, por poner un ejemplo doméstico, en la España de 1936, donde la novela se fue al carajo y no volvió hasta unos años después de que terminara la guerra. Es un hecho, en cambio, que donde la realidad se ahíla engorda la ficción. Y eso es lo que ocurre en estos momentos, que frente a una realidad sosa la imaginación ha tomado al asalto las estructuras narrativas de la gripe A para que alguien se forre a su costa. Y con ello no queremos negar la existencia de la enfermedad, sino subrayar la dificultad para separar en ella el polvo de la paja.

Total, que la ciencia se acerca cada vez más a la literatura, aunque se sigue ganando más dinero con las vacunas y el Tamiflu que con las novelas, incluso cuando venden. Si el responsable de los prospectos del Tamiflu cobrara derechos de autor, Dan Brown sería un paria a su lado. No hay libro en el mundo cuyas tiradas puedan equipararse a las de esos medicamentos fabricados bajo una ola de pánico. Lo que no hay manera de averiguar es si la ola de pánico fue natural (y lógica) o creada artificialmente, como uno de esos virus sintéticos que, según la leyenda, se fabrican en laboratorios de la CIA.

Debemos agradecer, en fin, al virus de la gripe A que nos haya dado la oportunidad de conocernos un poco mejor, aunque el conocernos incluya la certidumbre de que no tenemos ni idea de nada, ni siquiera de si conviene vacunarse o no. Lo malo es que ha dejado de ser una opción científica para transformarse en una decisión literaria. Si todavía no hemos logrado averiguar algo tan sencillo como si Ricardo Costa ha cesado o no, ¿con qué criterios decidir si esta fiebre procede de la gripe estacional o de la otra?

dijous, 29 d’octubre del 2009

Reconciliación nacional

RECONCILIACION NACIONAL

Las cartillas que dan los periódicos para apuntarse a sus promociones poseen la tristeza pegajosa de las de racionamiento. La sola idea de rescatar un cupón diario y pegarlo disciplinadamente en la cartilla para obtener a bajo precio un juego de sartenes o una cubertería, encoge el alma. Quiere decirse que estas iniciativas compensan económicamente, pero no emocionalmente. Cuando ceno en casa de un amigo cuya vajilla procede de una promoción periodística, se me pone la carne de gallina. Por lujoso que sea el plato, me parece que tomo la comida de una escudilla. De súbito, la casa de mi amigo se convierte en campo de concentración.

-¿Qué te pasa?

-No, nada, qué cubertería tan original, por cierto.

-La conseguí en una promoción del «Abc».

Lo bueno de las promociones es que seducen de forma trasversal a los votantes de todo el espectro político. Un periódico de izquierdas con una oferta adecuada puede ser comprando disciplinadamente por un lector de derechas, y viceversa. Frente a un buen juego de sartenes, no hay ideología que valga. Y eso está muy bien, sobre todo en un país, como el nuestro, donde se practica un periodismo de trincheras. El menaje de cocina, obtenido con este sistema de cartillas y cupones, ha hecho por la reconciliación nacional más que las campañas llevadas a cabo durante la transición. Si en un mismo hogar pueden convivir las soperas del «Abc o «La Vanguardia» con los tenedores de «El País» o «El Mundo», es porque aquí ya no hay dos Españas.

Pese a todo, a mí las promociones, como los fascículos, me dan cierta tristeza, ya digo, porque me remiten a épocas de menesterosidad, de agobios económicos, de indigencia. Como mi quiosquero lo sabe, jamás me ofrece una cartilla, pero me entrega los periódicos con los cupones recortados. Si no los quiero yo, pensará el hombre, que le aprovechen a otro. Y eso me molesta porque lo siento como una mutilación. Me gusta llegar a casa con el periódico entero, aunque no sé cómo decírselo sin parecer un egoísta o un excéntrico. Total, que en una de ésas me apunto yo también a las sartenes. Aunque luego me dé pena usarlas.

diumenge, 25 d’octubre del 2009

Un sueño en la cabeza

UN SUEÑO EN LA CABEZA

Pasqual Maragall sigue arriesgando: "Hicimos los Juegos Olímpicos, hicimos aprobar y refrendar el Estatuto y ahora iremos a por el Alzheimer". El que fue alcalde de Barcelona y presidente catalán le planta cara al reto más importante. Ha creado el Fondo Alzheimer Internacional para abordar la enfermedad desde nuevas perspectivas. Es lo que mejor hizo siempre: creer en los sueños. Hemos convivido dos días con él, en su casa, con su familia, sus amigos, en su querida ciudad, con sus objetos más próximos. Y este personaje entrañable ha logrado descolocar al autor con su sentido de la vida y del humor.

Si decir de alguien que fue alcalde de su ciudad y presidente de su comunidad puede parecer mucho, en el caso de Pasqual Maragall no es nada. Habría que añadir que fue el alcalde de los Juegos Olímpicos de 1992 y el presidente del nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña. Los Juegos modificaron el rostro de Barcelona, quizá también sus huesos, además de colocarla en la lista de las ciudades más hermosas del mundo. La aprobación del Estatuto marcó un antes y un después en la historia política catalana. Piensa uno que ambas realizaciones (puras quimeras en el momento de imaginarlas) fueron el producto de un "delirio" al modo en que también lo son las conquistas artísticas. Es cierto que para que un delirio se lleve a cabo es preciso añadirle planificación, racionalidad, talento práctico, recursos humanos y económicos..., pero si no hay delirio (el delirio es el alma) todo lo demás es pura exterioridad. La torre Eiffel o el Empire State Building no podrían haberse levantado sin planos ni sin raíces cuadradas, pero tampoco sin delirio. Son dos ejemplos extrapolables a cualquier otro ámbito de la actividad humana. La diferencia entre el político "delirante" y el pragmático es la que va de Maragall a Gallardón. Aunque que el alcalde de Madrid (ejemplo de voracidad política desnuda, mera ambición sin sueño) consiguiera los Juegos de 2016, haría de ellos los más convencionales de la historia.

de maragall habría que decir, pues, que, además de eficaz, fue un gestor insólito. Quizá fue eficaz por ser insólito. Su singularidad le salvó de caer en los desenfrenos propios de la corrección política, pero constituyó un arma que sus adversarios más mediocres utilizaron con vigor, y a veces con resultados prácticos inmediatos; a la larga, sin embargo, ninguna de las infamias con las que se intentó socavar su prestigio ha quedado en pie. Incluso el término "maragallada", inventado como sinónimo de algo sin pies ni cabeza, ha adquirido con el tiempo unas connotaciones amables. Nacido en enero de 1941, y tercero de una familia de ocho hermanos, pertenece a una saga entre cuyos miembros podemos encontrar empresarios, políticos, deportistas, pintores, escultores y escritores (es nieto del poeta Joan Maragall).

A nadie extrañó, por tanto, la repercusión de la rueda de prensa que ofreció el 20 de octubre de 2007 para informar públicamente de que padecía Alzheimer. Acompañado por Diana Garrigosa, su mujer, confirmó ante los medios el diagnóstico y anunció que dedicaría todas sus fuerzas a combatir esa enfermedad. "Hicimos los Juegos Olímpicos, hicimos aprobar y refrendar el Estatuto y ahora iremos a por el Alzheimer", aseguró.

"Ahora iremos a por el Alzheimer". Dicho así parece otro delirio, pero lo cierto es que la fundación que lleva su nombre ha puesto en marcha un proyecto enormemente ambicioso que aspira a convertirse en una referencia universal sobre la investigación de esta enfermedad neurodegenerativa. El Fondo Alzheimer Internacional de la Fundación Pasqual Maragall, que así se llama, está dirigido por el doctor Jordi Camí y pretender abordar el estudio de la enfermedad con nuevas técnicas y desde una mirada multidisciplinar. Dados las energías, el talento y la originalidad (el delirio, en suma) que Maragall y su entorno están poniendo en el proyecto, no sería raro que diera alguna sorpresa antes de lo previsto.

Fue una vez clausurada su etapa al frente de la Generalitat, y al percibir que algo no funcionaba como debía, cuando decidió ir al médico. La exploración no reveló nada anormal, por lo que los síntomas con los que acudió a consulta se atribuyeron a las presiones sufridas durante su mandato. No obstante, y como él insistiera en que no se encontraba bien, se le hizo un test de memoria que, sin ser determinante, levantó sospechas. Pasado el tiempo, y tras un viaje familiar a Argentina en cuyo transcurso se acentuaron algunos síntomas, el matrimonio Maragall decidió consultar de nuevo. Lo hicieron en un hospital de Nueva York, por miedo al revuelo que podría organizarse en España de producirse alguna filtración. Allí, en palabras de Diana, su mujer, "un polaco de dos metros, frío como el hielo", confirmó el diagnóstico temido.

En julio de 2007 el matrimonio volvió a EE UU, esta vez a Boston, en busca de una segunda opinión. Tras la toma de una muestra del líquido cefalorraquídeo, y a la espera de los resultados, la pareja visitó a algunos amigos e hizo turismo. Entre tanto, y dado que albergaban pocas esperanzas acerca del diagnóstico, en Maragall fue creciendo y tomando forma la idea de colocar a Barcelona en el mapa de la investigación mundial sobre el Alzheimer. Por aquellos días, según cuenta en su libro de memorias (Oda inacabada), apareció en el periódico USA Today un artículo acerca de Richard Taylord, un psicólogo víctima del Alzheimer y autor de un libro titulado Alzheimer?s from the inside out, en el que relata su experiencia y se refiere a las virtudes de compartirla con la sociedad. "El artículo", escribe Maragall, "me impactó y me convenció definitivamente del acierto de nuestra intuición: salir del armario, declarar públicamente mi nueva condición de enemigo de una enfermedad por ahora intratable, plantarle cara, buscar ayuda para los que vendrán".

nuestro encuentro con el ex alcalde de Barcelona y ex presidente de la comunidad catalana se produjo a lo largo de los días 21 y 22 de julio pasados, es decir, dos años después del viaje a Boston. Dos años, en el progreso de esta enfermedad, pueden ser mucho o poco, dependiendo de factores de toda clase, incluidos los ambientales. A lo largo de este tiempo, Maragall ha permanecido activo, dividiendo su tiempo entre la familia y sus dos despachos (el de ex presidente de la comunidad y el de la Fundación Pasqual Maragall). Ha publicado un interesante libro de memorias y está a punto de aparecer España y el federalismo, que reúne buena parte de sus escritos políticos. Tiene una agenda intensa, anotada en unas hojas pequeñas (a hoja por día de la semana), grapadas entre sí, a modo de un cuaderno, que lleva siempre en el bolsillo y que consulta con frecuencia. A petición propia, forma parte de un grupo de enfermos de Alzheimer sometidos a una terapia experimental, aunque dado que el método por el que se realiza es el denominado "doble ciego", no sabe si lo que se le administra es el preparado real o un placebo. Soporta esta ignorancia con humor e ironía, en la convicción de que si le ha tocado ser sujeto del placebo no tendrá tiempo de probar el tratamiento verdadero. El de Maragall es un caso de diagnóstico precoz y de intervención también temprana, pues su médico de cabecera, cuando los síntomas por los que acudió a consulta se atribuyeron al estrés, le administró, "por si acaso", un tratamiento que no le haría daño si no era Alzheimer, pero que de serlo aminoraría sus efectos.

Primera jornada: Los juicios previos. Nos encontramos por primera vez en un restaurante de Barcelona donde tras las presentaciones, y después de que nos liberara de darle el tratamiento de presidente, proponiendo que nos tuteáramos, comimos un arroz mientras evocábamos su trayectoria política y vital. Quince años intensos de alcalde de Barcelona y tres años turbulentos de presidente de la comunidad dan mucho de sí, de modo que el tiempo pasó volando. Al llegar a los postres, y como hubiera hecho una demostración increíble de buen juicio y de excelente memoria, me pregunté dónde estaba la enfermedad. Yo había acudido a aquel encuentro como quien viaja a un territorio fronterizo denominado Alzheimer. Esperaba encontrar en él a un individuo con un pie en el lado de acá y otro en el de allá, pues me gustaba la idea de que el recuerdo y el olvido, la memoria y la desmemoria, fueran regiones vecinas, comarcas colindantes, pero claramente diferenciadas. Y pretendía que ese hombre me contara la relación entre esos territorios, que me relatara cómo se desplazaba de uno a otro y qué ocurría en el momento de atravesar sus límites. Yo había acudido a aquel encuentro, en fin, lleno de juicios previos (de prejuicios) a los que, como se verá, no estaba dispuesto a renunciar así como así. Muchacho, no dejes que la realidad te estropee un buen reportaje.

-¿Dónde está el Alzheimer? -le pregunté entonces directamente (quizá brutalmente), sin ser capaz, creo, de reprimir un tono de decepción, de queja.

Maragall sonrió y continuamos hablando de política hasta la llegada del café. Entonces, confortados nuestros cuerpos por la comida, y ya entrados en confianza, sacó del bolsillo un móvil que acababan de conseguirle en el mercado de segunda mano y que era, según dijo, idéntico al que había venido usando hasta que se le estropeara. Estaba feliz con él porque se ajustaba perfectamente a sus necesidades y a sus aptitudes. Me pidió que sonriera, sonreí, y me sacó con el móvil una foto que en ese mismo instante envió por SMS al mío, donde sonó enseguida la alarma. Abrí el mensaje, vimos el resultado y no nos gustó, por lo que repetimos la operación. Ahí estaba yo, en fin, viajando de un móvil a otro, quizá también de un lado a otro del Alzheimer. Se trataba de un juego inocente con el que pasamos un buen rato, pero me pareció advertir en él (¡por fin!) un aspecto sutilmente inquietante, también un punto de desinhibición atribuible, según el gusto del consumidor, al carácter de Maragall o a su enfermedad (cada uno encuentra lo que busca). Tras esa breve excursión a lo que decidí que era el otro lado de la frontera, regresamos a éste, donde insistí en que me hablara de su relación con la enfermedad:

-Una cosa que yo he descubierto -dijo con paciencia- es que la actividad es buena. Crear nuevos proyectos, moverse. Cuando tú estás diagnosticado de algo, ¿qué hace la gente? Etiquetarlo, clasificarlo. Éste es un demente, éste es un tipo sin memoria, etcétera. Pero todos estamos un poco locos, un poco sin memoria. Esa manía clasificatoria hace que se pierda una de las cosas claves del pensamiento: la interacción. Los problemas no están aislados, se relacionan. ¿Son todos los enfermos de Alzheimer iguales? No, cada persona es cada persona. Los que tratan las enfermedades tienen que catalogarlas, homologarlas, hacer paquetes. Pero no hay dos enfermos iguales. Los especialistas, y el Alzheimer tiene muchos, ponen fronteras en su estudio. La especialización es un sistema de progreso con muchas limitaciones, porque las cosas ocurren a la vez. Yo intento que la especialización no mate el problema. A mí me gustaría que al lado de los físicos hubiera químicos, porque yo tengo, por ejemplo, sensaciones físicas de inmaterialidad, pero si le pregunto a mi médico no sabe nada de eso, ni le interesa. Con la especialización se avanza, pero se produce una pérdida.

Otra de las cuestiones que le llamaban la atención, y que no lograba explicarse, eran los ataques de "déjà vu". Precisamente, yo había copiado en mi cuaderno un párrafo de sus memorias relacionado con este asunto (y con el de las sensaciones de inmaterialidad). Lo busqué y lo leí en voz alta. Decía así: "Estos días, a veces, recuerdo la depresión que me causó regresar de Estados Unidos, un verano en Empuries, atravesando en diagonal el campo de alfalfa entre Ca L?Eugasser y Can Rubert, con una extraña sensación de estar y no estar, andando maquinalmente".

Maragall reconoció el párrafo y evocó la situación que lo había provocado, pues se trataba, dijo, del primer "déjà vu" (acompañado también de cierta sensación de inmaterialidad) del que tenía memoria. Hablamos, asimismo, de las paradojas de la memoria que señala con detalle en su libro: el hecho, por ejemplo, de que un camino conocido le sorprendiera a veces como nuevo. En ocasiones, y debido a la enorme fuerza de la memoria remota, tenía, al regresar a lugares antiguos, la sensación de regresar a la infancia. Experiencias extrañas, en fin, desconcertantes y con frecuencia incómodas, que él observaba con curiosidad. Quizá, pensé, gracias a esa curiosidad fuera capaz de obtener también algún placer de ellas.

para el manejo de la memoria reciente había ido adquiriendo un repertorio de trucos que denominaba "anti-Alzheimer". Así, por ejemplo, para no olvidar la chaqueta, la dejaba colgada en una silla que situaba en medio del pasillo, de modo que no tenía más remedio que tropezar con ella al salir. Y consultaba cada poco el cuadernillo que contenía su agenda semanal. Para recordar los nombres de las personas, repasaba todo el abecedario, si era necesario dando más de una vuelta; en la segunda recitaba mentalmente, ab, ac, ad... En un momento dado, hablando de un cómico recientemente fallecido cuyo nombre no nos venía a ninguno de los presentes, Maragall apuntó de súbito: Rubianes.

-He repasado todo el abecedario -explicó- y no me ha venido, pero lo he rozado, de modo que al llegar a la zeta me he dado cuatro segundos de espera y, de repente, ha saltado.

Le preocupaba la idea -muy extendida- de que la pérdida de memoria fuera acompañada de una pérdida de sensibilidad. "El Alzheimer", me diría más de una vez, "borra la memoria, no los sentimientos". De ahí su interés por programas que cuidaran los aspectos emocionales del paciente.

-Ahora -me dijo hablando de la importancia de los pequeños gestos cotidianos- yo tengo una pelea, porque hay estudios según los cuales con Alzheimer no puedes conducir, y mi hijo, con ese argumento, me ha robado el Ford Escort.

Se refería a un viejo automóvil que le ha acompañado a lo largo de media vida y al que profesa un apego casi cómico. Al hablarme de él en los términos en los que lo hizo, tuve por un momento la sensación de que en esos instantes se dirigía a mí desde el otro lado de la frontera, sobre todo porque propuso que yo telefoneara a su hijo a fin de averiguar con cualquier excusa dónde se encontraba el Ford Escort, para ir a buscarlo. Me reí por la propuesta, y él conmigo, pues incluso cuando se manifestaba el Alzheimer (si se trataba del Alzheimer) lo hacía en un registro maragalliano, pleno de ironía, de humor.

En cualquier caso, me pareció que el asunto del coche tenía un significado especial, en la medida en que conducir simbolizaba la capacidad de conducirse. Un coche propio proporciona autonomía personal; no había nada raro, pues, en que alguien cuyo horizonte era la dependencia acumulara, mientras le fuera posible, las herramientas de independencia que aún era capaz de controlar. Y aunque afirmaba de sí mismo que era un enfermo atípico porque tenía un entorno muy sólido, ya que todo el mundo lo conocía e iba con escolta a todas partes, admitía también que en esas ventajas había algo de prisión. De ahí, pensaba uno, su empeño en conducir, en recuperar su mítico Ford Escort y también en escapar de la vigilancia de los escoltas, pues se pasaba el día haciendo planes de fuga que indefectiblemente fracasaban. Me relataba estos planes con ironía, como si se trataran de un ejercicio retórico más que de un propósito real, pero no dejaba de hacerlos.

Hubo otro aspecto que también me llamó la atención en esta primera jornada. Me refiero a ciertas "ausencias" que se daban cuando alguna reunión o alguna situación se prolongaban demasiado. Entonces tenía uno la impresión de que había en el interior de la cabeza de Maragall una puerta que comunicaba la parte de delante con la de detrás (la tienda -podríamos decir- con la trastienda), de modo que, a ratos, sin dejar de estar contigo, notabas que había cruzado esa puerta, refugiándose en la parte de atrás. Cuando se encontraba en ese lado aparecía en su rostro una especie de vacío, un punto de tristeza. No logré averiguar lo que pasaba en la trastienda, pero sí que el cambio de actividad le hacía regresar de allí con bríos renovados, dispuesto a cualquier cosa.

Segunda jornada: "Este hombre es muy nervioso". La jornada empezó a las nueve de la mañana en el servicio de rehabilitación del hospital de La Esperanza, adonde Maragall acude tres veces por semana a que le den un masaje que forma parte de su tratamiento anti-Alzheimer. Habíamos quedado allí porque quería presentarnos a la masajista, Loli Díaz, de modo que los acompañé durante un rato en la estrecha cabina de masaje, donde apenas cabíamos los tres. Sin dejar de amasar el cuerpo del paciente, tumbado sobre una camilla, Loli me explicó que Maragall había llegado al servicio de rehabilitación fatigado y tenso. Le hacía, entre otros, unos estiramientos cervicales beneficiosos para la actividad mental. Maragall, por su parte, y pese a las dificultades que tenía para hablar debido a su postura (boca abajo, con el rostro introducido en un orificio de la camilla desde el que sólo veía el suelo), logró resumirme la historia del barrio en el que nos encontrábamos y me habló de una casa de okupas cercana en cuya fachada había pintadas de contenido anarquista que le hacían gracia.

al abandonar el hospital decidió que iríamos andando hasta su casa, donde habíamos quedado con Diana para desayunar. El calor aún no era excesivo, y Maragall, estimulado por el reciente masaje, se encontraba pletórico (aún no nos habíamos dado cuenta de que ése era su estado natural), de modo que comenzamos a caminar en la creencia ingenua, por nuestra parte, de que haríamos el recorrido de un modo lineal y en un tiempo razonable. Pero andar con Maragall por las calles de Barcelona es una aventura, no ya porque todo el mundo se acerca a hablar con él como si se tratara de un amigo, sino porque él mismo puede detenerse frente a una anciana y reconvenirla cariñosamente por ir tan cargada, ofreciéndose a echarle una mano con las bolsas de la compra. Daba la impresión de que se sentía responsable de cuanto ocurría cerca de él. Según íbamos calle abajo, por ejemplo, apareció una furgoneta montada sobre la acera que estorbaba el paso a los peatones. Al llegar a su altura, Maragall introdujo la cabeza por una de las ventanillas y, dirigiéndose al conductor, que permanecía al volante, exclamó cargado de razón: "¡Hombre!". El hombre miró a Maragall como si fuera un aparecido y soltó un "Hostias" contrito al tiempo que ponía la furgoneta en marcha.

Un poco más abajo se detuvo junto a nosotros un automóvil conducido por una señora que bajó la ventanilla y gritó:

-¡Presidente!, ¿cómo se encuentra?

-Muy bien -dijo Maragall-, vengo del hospital, de darme un masaje.

-Pues yo acabo de dejar allí a mi marido -dijo la señora.

-¿Podemos subir? -preguntó Maragall.

-Cómo no -dijo la señora.

De modo que subimos al coche. Maragall ocupó el asiento del copiloto, y Jordi Socías (el fotógrafo), uno de los escoltas y un servidor de ustedes, el de atrás. Le dijimos hacia dónde nos dirigíamos y la señora dijo hasta dónde nos podía acercar. Como nos pareciera bien a todos, se puso en marcha, y durante el trayecto averiguamos que se llamaba Lolet y que era de Mataró. Dos o tres días a la semana traía a su marido al hospital para un tratamiento ambulatorio. Era simpatiquísima y muy habladora. Maragall se interesó por su vida poniendo en la escucha una tensión singular, como si sus problemas le afectaran de un modo inexplicable. Al llegar a nuestro destino nos bajamos todos del coche y nos hicimos fotos mutuamente felicitándonos por aquel encuentro que presagiaba una mañana feliz. Pero no habíamos dado más de siete pasos cuando en un semáforo se nos acercó una muchacha filipina que quería que Maragall le firmara un autógrafo para sus padres. Era muy simpática también, de modo que nos sentamos en las sillas de la terraza de un bar y nos contó su vida. Se llamaba Evangelina.

Como ya he señalado que yo iba detrás del Alzheimer como un cazador tras su presa, inmediatamente atribuí esta sociabilidad extrema a la enfermedad. Qué peligro, pensé más tarde, tiene la mirada del observador, incluso la del observador informado. Todos vemos lo que esperamos ver, de modo que si uno busca en otro el Alzheimer, encontrará el Alzheimer (pero sólo el Alzheimer). He ahí los riesgos de etiquetar a los que se había referido Maragall el día anterior. Si te dicen que este señor está loco, sólo verás en él su locura; si que tiene cáncer, sólo su tumor; si que está ciego, sólo su ceguera... La sociabilidad de Maragall constituía un rasgo de carácter que la enfermedad, por fortuna, no había aminorado. Recordé que el día anterior, un taxista al que habíamos solicitado su opinión sobre el ex presidente nos dijo que en Barcelona se le sentía muy cercano.

-Tengo un primo -añadió- que es mosso d?esquadra y que perteneció a la escolta de Maragall cuando era presidente. Siempre dice que aquélla fue la época más feliz de su vida porque cada día era distinto. Nunca sabían lo que iban a hacer, ya que Maragall no respetaba las agendas.

siendo alcalde de barcelona, Maragall inició una práctica inusual para conocer de cerca los problemas de determinados barrios: de vez en cuando hacía las maletas y se iba a vivir unos días, junto a Diana, a la casa de uno de los vecinos de la zona. Se lo recuerdo mientras troto a su lado (lleva una velocidad endiablada), pues intento entender frente a qué clase de talento estoy, y me responde que si eres nieto de un poeta catalán y de un zapatero valenciano, ese tipo de iniciativas carecen de mérito. Cuando le voy a dar la réplica, porque el asunto me interesa en la medida en que guarda alguna relación con los procesos creativos, se acerca alguien de nuevo para preguntarle cómo está. Y es que la enfermedad de Maragall se vivía en la calle como un asunto comunitario. Muchas de las personas con las que hablábamos tenían también un familiar que padecía Alzheimer y nos contaban su caso, estableciendo comparaciones entre el proceso de su padre o su abuelo con el de Maragall, que escuchaba a todos sin paternalismos de usar y tirar, incluso, sin paternalismos a secas. Sus expresiones eran siempre de solidaridad, de apoyo, también de optimismo.

-Es increíble -dije- el cariño que te tiene la gente.

-Tú -respondió con un escepticismo en el que no había amargura- me coges en un momento de mi vida en el que soy un ex. Ser ex es cojonudo. Si estás en ejercicio, la gente te odia, te ama o te teme. Si eres ex, eres adorable porque no tienes poder. Además, en mi caso, yo recuerdo a muchas personas su juventud, sus mejores momentos, que coincidieron con la época de los Juegos Olímpicos.

Milagrosamente, logramos llegar a su casa, un piso acogedor y modesto en el que sólo vivía la pareja, ya que los tres hijos están independizados. A Diana no le extrañó que hubiéramos tardado tanto, pues estaba acostumbrada a estos plantones (hace años preparó para el cumpleaños de su marido una fiesta a la que el único que no acudió fue él, porque se puso a ordenar papeles en el despacho y se le fue el santo al cielo).

Jordi Socías y yo tomamos posesión de la vivienda al modo de esos parientes un poco pesados que viven cerca y que pasan de vez en cuando a matar el tiempo, pues enseguida vimos que Pasqual Maragall y Diana Garrigosa practicaban una hospitalidad en la que la frase "estás en tu casa" tenía un significado literal. A nuestros anfitriones les importaban un pito las apariencias o el qué dirán (en este caso, el qué escribirán o qué fotografiarán), pues nos dejaron libertad para movernos por la casa (por toda la casa) a nuestro antojo. Diana se ocupó del café y las tostadas, y luego desapareció porque tenía que trabajar.

-Esta casa -dijo Maragall cuando nos instalamos en la terraza- es la mejor de España, y eso se debe a que tiene una señora que se llama Diana a la que se le ocurren ideas como ésta.

la idea como "ésta" era un gran recipiente de cristal lleno de avellanas, almendras y nueces junto al que encontramos una tabla y una maza de madera para partirlas, a lo que se puso con entusiasmo. Al poco se levantó, fue al interior y volvió con un aparato de radio encendido.

-Adoro esta radio -dijo mostrándonosla- porque la compré en mi época de América y me ha acompañado media vida. Es una Sony, y esto que estáis oyendo es Radio Gladys Palmera, que va cambiando de frecuencia porque es ilegal. Me encanta porque ponen música cubana. Las letras de la música cubana son mejores que Bécquer.

Como un servidor de ustedes es un poco idiota, en vez de disfrutar del bolero que sonaba en esos instantes y de la situación, que era inédita, se dedicaba a hostigar a su anfitrión con preguntas supuestamente interesantes para su reportajito de mierda sobre el Alzheimer. Uno había ido a Barcelona a por el Alzheimer de Maragall y no estaba dispuesto a que se le escapara (de nuevo la maldita etiqueta). Pero por Dios, si el reportaje estaba ante mis ojos. Tantos años de oficio y aún no había aprendido que escribir consiste en ser capaz de ver lo que tienes delante de las narices (véase La carta robada, de Poe). Maragall llevaba con paciencia al reportero de mierda que les habla, hasta que en un momento dado se volvió a Socías y dijo señalándome:

-Este hombre es muy nervioso, no se da cuenta de que para que se dé la circunstancia del conocimiento tiene que haber tranquilidad.

Yo me sonrojé, como pillado en falta. Entonces Maragall me miró con afecto, sonrió y dijo:

-¡Estos madrileños!

En cualquier caso, la alusión a mis nervios tuvo la virtud de poner un poco de orden en mi cabeza. Una vez que comprendí que para que se diera la "circunstancia del conocimiento" tenía que haber, en efecto, tranquilidad, bajé la guardia, comencé a disfrutar de la música cubana y me di cuenta de la importancia que tenían los objetos familiares para este hombre aquejado del Alzheimer. Primero fue el móvil (tuvieron, si se acuerdan, que buscarle uno idéntico al anterior en el mercado de segunda mano). Después fue el Ford Escort que le había acompañado a lo largo de media vida y que le había "robado" su hijo. Ahora era la Sony que compró en su época americana. Por si fuera poco, Maragall estaba sentado en una mecedora -otro objeto familiar, quizá otro fetiche- que se había traído de un viaje a Costa Rica y sobre la que se balanceaba con placer asegurando que quitaba el Alzheimer. No era todo: la casa en la que nos encontrábamos era la misma en la que había nacido 68 años antes. Desde la azotea, adonde nos condujo mientras nos contaba la historia del edificio, pudimos ver, tres o cuatro pisos más abajo, el patio en el que Maragall jugaba al fútbol de pequeño con sus primos y hermanos, así como las puertas que desde ese patio daban acceso a la casa museo del poeta Joan Maragall, su abuelo. Su biografía personal y su historia familiar estaban concentradas en aquel bloque, donde también vivían su hermana pequeña y sus hermanos Jordi y Ernest, este último, actual consejero de Educación del Gobierno de la Generalitat, de quien se dice con frecuencia que es el auténtico Pasqual Maragall. No había más que subir o bajar tres o cuatro pisos, en fin, para ascender o descender por el tronco de su árbol genealógico.

-Al otro lado de ese muro -dijo señalando una tapia que había a la izquierda- había un colchonero que nos amenazaba con la vara de sacudir la lana cuando colábamos el balón en su patio.

Entonces cobró sentido otra de las frases que había pronunciado el día anterior, al contarnos la historia de una amiga enferma de Alzheimer a la que había visitado aquella misma mañana en una residencia: "Si a una persona con problemas de memoria y de identidad la sacas de su entorno y la metes en un almacén de enfermos, la estás acabando de matar".

Cuando regresamos al piso, Maragall volvió a ocupar la mecedora anti-Alzheimer y dijo que esa noche había tenido un sueño divertido del que no se acordaba.

-Cuando me despierto -añadió- intento capturar los sueños, pero no consigo retenerlos. Tendría que anotarlos.

Por un momento nos quedamos callados, a la espera de que el sueño divertido aflorara a la superficie y nos lo pudiera relatar. Pero no afloró, así que, tras unos segundos de tensión onírica, Maragall se dirigió a Socías y le preguntó si quería una Coca-Cola o media.

-Pues media -dijo Socias.

-Si dice "pues"-añadió Maragall volviéndose hacia mí-, es que la quiere entera. ¡Estos catalanes!

antes de que el fotógrafo terminara su Coca, Maragall consultó la agenda y dijo que había que salir pitando, pues tenía algo que hacer en su despacho. Pero decidió de nuevo que fuéramos andando (aunque no se encontraba cerca) porque seguía pletórico.

-La calle es un festival -exclamó con entusiasmo al pisar la acera.

Si las dependencias de su casa le servían para ir de un sitio a otro de su historia familiar, las calles de Barcelona le servían para moverse por el interior de sí mismo, como si hubiera entre su cuerpo y el cuerpo de la ciudad una extraña identificación. Conocía cada esquina, cada fachada, casi cada registro de la luz o del agua, cada boca de riego, cada edificio, cada portal, cada esquina... Nos explicaba la ciudad y la relación entre sus partes como el que explica el funcionamiento de un artefacto complejísimo a cuya construcción ha contribuido.

-Fíjate -dijo señalándome el cartel de la calle de Lincoln-, sólo tienes que ver los nombres de las calles para darte cuenta de lo grande que es esta ciudad.

A la velocidad del rayo atravesábamos plazas, cruzábamos avenidas, fotografiábamos graffitis, traspasábamos mercados y tomábamos notas de aquel viaje al corazón de Barcelona, quizá al corazón de Maragall. De repente, en una esquina, se detuvo, miró a su alrededor y sentenció de forma misteriosa:

-Esta ciudad tiene algo de japonés, de chino, fíjate en la aglomeración de comercios, en la densidad...

de vez en cuando se volvía indicándome que no dejara de controlar los coches aparcados, por si apareciera su viejo Ford Escort. ¿Lo decía desde el lado de acá o desde el lado de allá? Imposible saberlo porque acompañaba la frase con una mirada maliciosa, con una sonrisa ladina, como si le divirtiera confundir a este idiota cuyos nervios estuvieron a punto de impedir que se diera "la circunstancia del conocimiento". Por fortuna, a estas alturas, tampoco nos importaba saber desde qué lado hablaba (si había dos lados), pues ya no nos interesaba el Alzheimer de Maragall, sino Maragall, un personaje cuya compañía creaba adicción, cuya seguridad desbordaba, cuya vitalidad provocaba envidia.

Durante el resto del día, Socías y yo le acompañaríamos, más que como reporteros, como cómplices, pues también poseía la habilidad de ganarte para su causa, para sus causas, tuvieran el tamaño que tuvieran. Quizá porque fuimos capaces de adaptarnos a su ritmo vital (frenético) no huyó a la trastienda de su cabeza ni una sola vez a lo largo del día. Sólo volvimos a verle ese gesto de tristeza, quizá de desconcierto, por la noche, en su casa de Rupiá, adonde nos había invitado para que conociéramos al resto de su familia. Sucedió que un nieto le leyó delante de nosotros un cuento que acababa de escribir. A Maragall le gustó y felicitó al niño. Pero a los cinco minutos, como el cuento continuara encima de la mesa, pidió a su nieto que se lo leyera.

-Pero si te lo acabo de leer -dijo el pequeño.

Entonces Maragall se retiró desconcertado a la trastienda y cambió de conversación. Recordé que esa misma tarde yo le había preguntado qué se sentía al pertenecer a una saga familiar tan particular como la suya.

-Al final, te olvidas -dijo

Mejor la prevención

MEJOR LA PREVENCIÓN

La idea de la píldora poscoital o del día siguiente resulta muy consoladora. Tendrían que inventarse píldoras del día siguiente que sirvieran para enmendar aquello que dijiste en la cena de ayer, aquello que viste por la tele, aquellos versos que escribiste antes de irte a la cama.

-Buenas, ¿me da una píldora del día siguiente?

-Dígame qué quiere usted enmendar.

-Un soneto que perpetré antes de acostarme.

El farmacéutico, que está para ayudar, te serviría la píldora no sin advertirte de que hay métodos para no llegar esta situación, o sea, para no escribir por la noche sonetos de los que uno se arrepiente por la mañana.

-Yo también quiero una de esas pastillas.

-¿Qué hizo usted ayer, caballero?

-Estuve viendo a Belén Esteban por la tele.

-¿Mucho tiempo?

-Pues sí, bastante, la verdad.

-Bueno, ya sabe usted que esta píldora, no es abortiva, sino que impide la fecundación. Quiere decirse que lo que usted vio no se lo quita nadie. Lo que la píldora hace es evitar que Belén Esteban le haya hecho un hijo mientras la veía por la tele.

-Con eso me conformo.

-De todos modos, es mi obligación aconsejarle que utilice usted más los métodos preventivos que los curativos.

-Gracias.

De vez en cuando, no decimos que no, acudiría a la farmacia alguien que ha copulado sin preservativo, pero serían los menos. El problema que tenemos no es la copulación. De hecho, si copuláramos más, cometeríamos menos errores en el resto de las facetas de la vida. Pero somos como somos y llegamos a donde llegamos.

Una vez liberada la píldora poscoital del trámite de la receta, que nadie se crea que es como ese cigarrillo que se enciende tras el amor. Ese cigarrillo, por cierto, no se podrá fumar dentro de poco en ningún lugar cerrado. Tal vez empiecen a darlo con receta hasta comprobar que no embaraza.

Noticia y espectáculo

NOTICIA Y ESPECTÁCULO

Yo, como los de Freixenet, tampoco he escrito un libro este año por culpa de la crisis. Pero me gustaría que se hablara del que publiqué el año pasado con el entusiasmo con el que estamos jaleando el anuncio caducado de Freixenet. No digo que un corto con burbujas y deportistas de élite carezca de mérito. Vi el anuncio y me gustaron mucho las nadadoras que hacían de burbujas doradas. Y aunque no entendí muy bien el argumento, he decir que, formalmente hablando, el vídeo era irreprochable. No sé si podría decir lo mismo de mi libro del año pasado, pero trabajé mucho en él, créanme, y me molesta que haya desaparecido de las librerías tan pronto. De acuerdo en que donde esté el cava que se quite la literatura (y los toros), pero deberíamos, de vez en cuando, promocionar los productos de la cultura con la misma pasión que los de la mesa.

«Todo lo hicimos por el "show"», confesó a los periodistas el chaval norteamericano cuyo padre aseguró que viajaba a la deriva en un globo de fabricación casera. Al traducir uno el término show al castellano, comprende hasta qué punto las noticias han sido sustituidas por el espectáculo. Todo el mundo está ahora de acuerdo en que lo del globo y el niño no era una noticia, pero todos cayeron en la tentación de interrumpir sus telediarios para conectar en directo con el show. Quizá el espectáculo no sea aún noticia, pero convengamos en que toda noticia ha de tener un lado espectacular para que le hagamos un hueco. Lo de Freixenet, como noticia, carecía de sustancia, pero como show funcionaba muy bien, de modo que ha colado.
Quizá no sea noticia que un servidor publicara un libro el año pasado, pero también es cierto que si encontrara el modo de convertirlo en un show, se transformaría inmediatamente en noticia. La piedra filosofal de nuestros días no es la que convierte todo en oro, sino la que convierte todo en espectáculo. Que a Aznar, por ejemplo, lo nombren catedrático de Ética resulta tan espectacular que no hay redactor jefe que se resista a darlo. El show, el espectáculo, he ahí el secreto de la vida. El individuo del globo aerostático acabará de director en una escuela de periodismo.

divendres, 23 d’octubre del 2009

Hombres

HOMBRES

No es raro que desde el PP y desde la derecha del PSOE se ensalcen las virtudes de estadista de Felipe González para subrayar las insuficiencias del presidente Zapatero, como si hubiéramos olvidado que durante los gobiernos de González, y desde las estructuras del Estado, se robó, se secuestró, se torturó, se asesinó y se institucionalizó la corrupción. Ahí están los Vera, los Barrionuevo, los Domínguez, los Roldán, los Corcuera o los Amedo, por no citar la lista extenuante de los responsables de Filesa, Malesa y Time Export, que se lo llevaron tan crudo como Correa y Cía. También entonces se premió con el generalato a Rodríguez Galindo, condenado enseguida a 71 años de prisión por secuestro y asesinato.

Total, que llega Carlos Solchaga y dice que González (conocido entre los suyos como Dios) era, comparado con ZP, poco presidencialista, según se deduce, añade, del hecho de que se rodeaba de colaboradores más listos que él, como ha quedado probado en el primer párrafo. Por si no bastara, fue también el responsable del nombramiento del propio Solchaga, la biografía más astuta del siglo XX. Sorprende que personas en pleno uso de sus facultades mentales utilicen, para denigrar a quienes no roban, ni secuestran, ni torturan, ni asesinan, ni alientan la corrupción, un ejemplo que continúa poniendo los pelos de punta a los historiadores. Como no es posible que el PP ni la derecha del PSOE añoren el robo, el secuestro, la tortura, el crimen y la corrupción, sólo cabe pensar que tienen nostalgia de aquella testosterona rancia. Y es que, en efecto, los de entonces eran fundamentalmente gobiernos-macho, donde las cosas se discutían entre hombres y no se humillaba al jefe de la oposición obligándole a hablar de los presupuestos con una tía. Menos mal que Rajoy, listo y macho como es, ninguneó hábilmente a la ministra.

dimecres, 21 d’octubre del 2009

Hacerse el loco

HACERSE EL LOCO

A Juan Bravo Rivera, concejal de Hacienda del ayuntamiento de Madrid, le preguntaron si el nuevo impuesto de basuras con el que Gallardón ha castigado al personal tenía que ver con la deuda de siete mil millones que dicha ciudad ha contraído minuciosa e inútilmente a lo largo de los últimos años y dijo que no. Pero lejos de limitarse a la negación, la argumentó con las siguientes palabras: «El problema que tiene el ayuntamiento es un déficit estructural de su financiación que no tiene nada que ver con el volumen de la deuda». Muy hábil, el tal Bravo Rivera. Madrid se ha metido en un lío económico gordísimo por culpa de las ansias de grandeza de su alcalde, pero eso no es un problema. El problema es el déficit estructural etcétera.

Dado que los políticos son muy aficionados a comparar la economía colectiva con la doméstica, supongamos que usted, por su mala cabeza, se ha endeudado en cantidades a las que no puede hacer frente. Entonces va al banco a pedir un crédito (uno más) para salir del apuro, y el banco, tras estudiar su expediente, se lo niega.

-¿Pero por qué? –preguntará usted al señor de la ventanilla.

-Porque está usted hasta el cuello de deudas.

-Pero el crédito que ahora les pido –responderá usted astutamente- no tiene nada que ver con mi deuda, sino con un déficit estructural de financiación.

Llegados a este punto, lo más probable es que el señor de la ventanilla le mire a usted como si usted estuviera loco, o como si se lo estuviera haciendo por lo menos.

¿Cómo deberían mirar los madrileños al concejal de Hacienda de su ayuntamiento, como si le hubiera dado un brote o como si lo fingiera? Pues no es fácil de decidir, mire usted, porque la raya entre el fingimiento y la realidad tampoco está tan clara. Hay gente que empieza haciéndose la loca y acaba loca de verdad. La política actual, desde Berlusconi a Sarkozy, pasando por quienes ustedes quieran señalar, está llena de personajes raros, sobre los que no sabe uno qué decir. Pero volviendo a Gallardón, empezó fingiendo que era Napoleón y ha acabado creyéndoselo (a cargo del erario, claro).

dilluns, 19 d’octubre del 2009

Se puede caer más bajo

SE PUEDE CAER MÁS BAJO

Recuerdo el asombro que me produjo, en mi infancia, averiguar que en las corridas de toros había localidades de sol y de sombra. Me parecía extraño pagar por algo que fuera de la plaza se podía obtener gratis: si querías sol, te colocabas en esta acera; si sombra, en la de enfrente. Pero aquella distinción marcada por el precio de la entrada y aprendida de niño (un tío mío era muy aficionado a la fiesta) me hizo concebir el mundo dividido en dos mitades. Y así era como estaba hecho en realidad, lo que se advertía en todas partes, aunque en ninguna de un modo tan gráfico como en los toros. Mi tío iba siempre a sol, porque era más barato. De ahí que sus mejores tardes fueran las nubladas, pues gozaba de la comodidad de los ricos al precio de los pobres. Cuando venía a cenar a casa después de una corrida, nos contaba que los días nublados los espectadores de sol se reían ingenuamente de los de sombra, a los que llamaban paganinis.

Aquellos domingos yo me iba a la cama con la sensación de estar rozando algo importante, aunque no sabía qué. Imaginaba plazas de toros en una de cuyas mitades llovía y en la otra nevaba; en una de cuyas mitades era de noche y en la otra de día; en una de cuyas mitades había gente fea y en la otra guapa… Fue entonces sin duda cuando interioricé la dualidad como una forma de percepción homologada. Vivíamos en efecto en un mundo, en cierto modo, bipolar, un mundo de gente feliz y desdichada, de santos y demonios, de gente rica y pobre, alta y baja, negra y blanca, loca y cuerda… La misma Tierra se dividía en dos mitades por la línea del Ecuador, que separaba dos universos irreconciliables.

Tal era la educación que recibimos, quizá es la que se recibe todavía. En las democracias que admiramos por considerar que son las más avanzadas, sólo hay dos partidos, uno de sol y otro de sombra. Lo que pasa es que cuando sales a la calle el asunto se complica. Es lo que ocurrió cuando mi tío me llevó a una corrida de toros. Comprobé que había, en efecto, asientos de sol y sombra. Pero había además un animal al que picaban, banderilleaban y estoqueaban para solaz de todos los espectadores, los de este lado y los de aquel. En otras palabras, que siempre se podía caer más bajo.

divendres, 16 d’octubre del 2009

Perversión

PERVERSIÓN

De súbito hemos comprendido la obsesión enfermiza de Rajoy por el sentido común y la gente normal. Lleva años el pobre intentando gobernar un partido donde no abunda lo primero ni lo segundo. Bastante ha hecho con pastorear un equipo siempre a punto de disolverse en sus diferentes facciones. Ahí están los zaplanistas, los marianistas, los aguirristas, los gallardonistas, los ripollistas, los campistas, los costistas, los bigotistas, los aznaristas, los gürtelistas, los franquistas, los fabristas, los ramblistas, los masoquistas, los arribistas, los carteristas y los golfos apandadores en general. ¿Cómo no añorar, frente a ese panorama de locos, el sentido común y la normalidad que el líder del PP invoca todo el tiempo, al modo de un mantra cuyo recitado le conduce a arrebatos místicos que, lejos de ayudarle a coger el toro por los cuernos, lo alejan de los problemas reales de este mundo?

Ahora entendemos también cómo al acusar a Zapatero de cambiar de opinión cada dos por tres, de no tomar decisiones, de negar los datos, de dimitir de sus deberes o de mirar hacia otro lado, estaba hablando en realidad de sí mismo. Esto de atribuir a los demás las propias carencias es muy común entre la gente poco reflexiva, por no decir entre los caracteres perversos. Resulta asombroso ver a un partido descompuesto por méritos propios echando la culpa de sus males sucesivamente a los jueces, a la policía, a los fiscales o al ministro del Interior, da igual. Si usted o yo pasáramos por allí, invitarían a las masas a lincharnos asegurando que somos la causa de todos sus problemas. Y lo harían con unas buenas maneras dignas de envidia. Observen, si no, el cinismo inabarcable con el que Cospedal miente un día y otro frente a las cámaras, sin alterar un músculo de la cara. De momento dan más miedo que risa. A ver si se arreglan.

dimarts, 13 d’octubre del 2009

No me ocurre nada

NO ME OCURRE NADA

Si estás solo y te da un infarto, tienes que toser violentamente para comprimir el corazón y hacer llegar más aire a los pulmones. Es lo que recomienda un mensaje que me acaba de enviar una amiga a través del correo electrónico. Quizá usted lo haya recibido también, pues estos envíos recorren la red a velocidades de vértigo. Internet tiene algo de sistema circulatorio. Pero no se pierdan el enunciado: «Si estás solo y tienes un infarto» ¿Por qué un infarto? ¿A qué tipo de hipocondríaco se le ha ocurrido esa vulgaridad? Nos gusta la primera parte de la proposición («si estás solo»). A partir de esa oración condicional, se pueden imaginar infinidad de situaciones. Si estás solo y te quedas ciego de repente. Si estás solo y se te aparece tu madre muerta (o viva, lo que quizá sea peor). Si estás solo y te da un ataque de pánico. Si estás solo y tienes una erección. Etcétera.

Si estás solo y tienes un infarto, llamas al vecino y punto. Podría darse el caso de que el vecino estuviera solo también, e infartado, lo que parece estadísticamente muy improbable. Entendámonos: no es improbable que esté solo (todos los estamos), sino que le ocurra lo mismo que a ti, y en el mismo instante. Puede que esté solo y se haya quedado ciego, por lo que no te podrá llevar en su coche al hospital. O que esté solo y se le haya aparecido su madre muerta (o viva). O que esté solo y tenga una erección. Si estás solo y te ha dado un infarto, en fin, lo mejor es que te asomes a la ventana y grites. Si el dolor aprieta, déjate caer.

En cualquier caso, el acierto literario está en la oración condicional. Veamos otras posibilidades: Si estás enfadado con tu cónyuge y te da un infarto, ¿qué hacer? ¿Llegarás boqueando al salón y te humillarás para que te salve? ¿Y si estás enfadado con tu cónyuge y tienes una erección? ¿Y si se te aparece tu madre muerta? ¿Y si te quedas ciego en medio del pasillo? Si yo diera clases de escritura creativa (Dios no lo permita), propondría escribir un relato a partir de todas estas situaciones. Como arranque, me parece fantástico. Aunque hay que echarle mucha imaginación. Llevo cuarenta años solo y jamás me ha ocurrido nada.

dilluns, 12 d’octubre del 2009

Lo mejor del capitalismo

LO MEJOR DEL CAPITALISMO

Jaruzelski, que fue el último presidente comunista de Polonia, acaba de decir en una entrevista que lo que más le gusta del capitalismo son las tiendas llenas de cosas. Sorprende una declaración tan ingenua, pero tan acertada al mismo tiempo, en un señor tan mayor. Las tiendas llenas de cosas. Cuando el Muro de Berlín, había en el lado occidental una tienda que se hizo famosa porque tenía no recuerdo si 200 ó 300 variedades de quesos, muchas en todo caso, quizá más de las que podemos probar en 20 cenas. Esta riqueza contrastaba con la escasez de los establecimientos del otro lado. El Muro de Berlín cayó, en parte, gracias al empuje de los productos lácteos, aunque ningún historiador ha reconocido todavía este hecho. Los historiadores, al contrario que los novelistas, se fijan poco en los detalles, cuando son los detalles los que cambian la historia. Creo que era Marx el que afirmaba que para conocer un periodo histórico había que leer antes a los narradores que a los cronistas. Dicho queda.

Por cierto que Jaruzlski afirmaba también en la citada entrevista, a propósito de su transformación ideológica (ahora es socialdemócrata), que sólo las vacas no cambian de opinión. No sabemos si al mencionar a las vacas estaba pensando en la variedad de quesos occidentales o se trataba de una mera casualidad. El caso es que se da también la circunstancia, por todos conocida, de que el ser humano es el único mamífero que toma leche (o derivados) tras el destete. Podríamos pensar, pues, que aquel ardid alemán (qué rayos significará ardid) consistente en poner un escaparate de quesos frente a las puertas mismas del Muro podría ser una invitación a no dejar la teta. Como si dijéramos a los sufridos usuarios del paraíso socialista que en el capitalismo nunca abandonamos del todo el pecho materno.

Algo de cierto hay en eso, ya que el capitalismo está lleno de mamones (revisen ustedes las jubilaciones de los banqueros que dan estos días los periódicos). Pero todo esto venía a cuento de la afirmación de Jaruzelski según la cual lo mejor del capitalismo es que las tiendas están llenas de cosas. Es verdad, coño. Lo malo es que no todos los bolsillos están llenos de pasta para comprarlas.

dissabte, 10 d’octubre del 2009

No se enteran de nada

NO SE ENTERAN DE NADA

Me comería con gusto una loncha de jamón de cerdo clonado? Lo dudo. Creo que me sabría a fotocopia. Escribo esto mientras observo una fotografía de Kaká, el primer cerdo español clonado. Lo de español no sabemos si es porque ha nacido en España o porque sus padres han sido los componentes de un equipo de investigadores murcianos, quizá por las dos circunstancias. El caso es que se trata de un cerdo español, precisión necesaria cuando el mundo está lleno de nacionalidades y de cerdos. Observo, digo, la fotografía del cerdo, y no encuentro nada anormal en él. Tampoco encontrábamos nada anormal en la oveja Dolly, que en paz descanse. Y sin embargo, tanto la oveja, cuya nacionalidad no recuerdo, como el cerdo español nos producen cierto rechazo.

Nuestra aprensión, según leo, no está justificada. Kaká es tan cerdo (y tan español) como un puerco español cualquiera. La calidad de su carne dependerá ahora de su alimentación y de su calidad de vida. Si come bellotas y hace ejercicio, producirá un jamón de primera. Si se alimenta a base de piensos y se mueve poco, su carne sabrá a cartón de embalar. Cabría preguntarse qué preferiría uno comer, si manitas de cerdo español clonado o de cerdo (español también) engordado de forma artificial.

No sabemos a qué carta quedarnos, la verdad. Es como si te dan a elegir entre un Rolex falso o un reloj de marca poco conocida verdadero. O entre un bolso de Louis Vuiton auténtico y uno de imitación. El auténtico, si no te lo regala un gángster, como a Rita Barberá, te sale por un ojo de la cara. El de imitación, siendo prácticamente igual, cuesta dos duros. Podría darse, además, la circunstancia de que el de imitación fuera español mientras que el genuino fuera francés.

Difícil elección, ya que afecta de forma simultánea a la cartera y a los sentimientos. Creo que la fotografía de Kaká, el cerdo clonado y español, me turba porque remueve al mismo tiempo mis gustos gastronómicos y mis emociones patrióticas. En lo que tiene de clon me da un poco de asco. Pero en lo que tiene de español (a la par que murciano) consigue despertar mi orgullo. Lo bueno de todo esto es que él no se entera de nada.

divendres, 9 d’octubre del 2009

Invasión

INVASIÓN

Imaginen una noche en la que el cielo parece una lona negra, una cubierta opaca, un techo hondo, sin un solo punto de luz. Invisible gracias a la oscuridad reinante, y silenciosa, debido a su tecnología, una nave extraterrestre atraviesa el cielo y se posa con suavidad en algún paraje solitario de la Comunidad Valenciana. Tras unos segundos de quietud, se abre una puerta-rampa por la que descienden Francisco Camps, vestido con la versión platónica de un traje de Milano; Ricardo Costa, enfundado en una camisa arquetípica de Lacoste (y con un Franck Muller que canta más que la propia nave); y Rita Barberá, con un cardado canónico en la cabeza y un bolso de Louis Vuitton en el brazo. En efecto, vienen a conquistar la Tierra y los han disfrazado de acuerdo a informaciones parciales que los extraterrestres tienen de nosotros. No obstante, y por si se hubieran pasado con la caracterización, los hacen descender en un lugar donde la afición a las fallas ha borrado la frontera entre la caricatura y la realidad.

El caso es que el curita típico, el pijo modelo y la mujer de rompe y rasga ejemplar logran, pese a su amaneramiento, ganarse la confianza de la población a la que pretenden someter. Completada la seducción, empiezan a lanzar esporas que arraigan en cabezas como la de Álvarez Cascos, la de Ana Botella, la de Alejandro Agag, la de Bárcenas, la de Aznar, todas ellas, observadas desde la perspectiva que da el tiempo, un poco marcianas. Como todos los colonizadores, se sirven para alcanzar sus objetivos de aborígenes sin escrúpulos tipo Paco Correa, De la Rúa o El Bigotes. El asunto ha hecho metástasis por doquier y aún no conocemos el número de cabezas infectadas. Pero peor hubiera sido que conquistaran el palacio de la Moncloa y desde él hubieran invadido el mundo (de hecho, Camps ya se había fijado en Obama).

dijous, 8 d’octubre del 2009

Nos estamos pasando

NOS ESTAMOS PASANDO

Cómo reaccionaría usted si fuera director de personal o de recursos humanos de una empresa en la que la gente se suicidara como el que se toma una cerveza? Es lo que ocurre en France Télécom, donde los empleados se tiran por las ventanas, se hacen el harakiri o se meten sobredosis de barbitúricos con una naturalidad que pertenece más al mundo de los sueños que al territorio de la vigilia. En el último año han muerto 23 sin que las autoridades hayan decidido cerrar sus instalaciones para detener la sangría. Ahora parece que van a abrir una investigación, pero usted y yo sabemos lo que significa abrir investigaciones. Cuando tengan listas las conclusiones, nuestra atención informativa estará en otro sitio, pues consumimos noticias como el que consume música: a cien por hora (lo digo porque tengo un vecino que acelera a Mozart porque sus piezas le parecen largas y lentas para los tiempos que corren; el resultado es sobrecogedor).

Y bien, me tumbo en el sofá después de comer e imagino que soy el jefe de personal de France Télécom. Acabo de llegar a casa después de una jornada de trabajo.

–¿Cuánta gente se te ha suicidado hoy, querido? –pregunta mi mujer (en francés, como es de suponer).

–Dos chicas jóvenes interinas y un tipo al que estábamos a punto de prejubilar. Poca cosa.

Mi mujer lo ha preguntado con preocupación porque sabe que el sobre de fin de año depende de los muertos que sea capaz de poner sobre la mesa en Navidades. A un jefe de personal al que sólo se le matan ocho o diez empleados, lo despachan con una gratificación de mil euros. Y mil euros son una basura cuando se sale a cenar todos los sábados y se paga un hipoteca de un millón. De modo que me acuesto preocupado por el bajo índice de suicidios e imagino nuevas formas de torturar al personal para que le cojan asco a la vida. Increíblemente, dándole vueltas a esta idea me entra el sueño, me duermo y enseguida me despiertan los remordimientos. Quiere decirse que los sueños comienzan a ser más sensatos que la vigilia, quizá más realistas. Creo que nos estamos pasando todos, no sólo los de France Télécom.

dimarts, 6 d’octubre del 2009

De niños y placentas

DE NIÑOS Y PLACENTAS

En la antigüedad (ayer mismo), si comprabas un periódico te regalaban una sartén. Ahora, si compras una sartén te regalan el periódico. No está claro qué es lo que adquieres y qué lo que te obsequian. Un vecino mío que hace años arrojaba a la papelera de la esquina todo lo que venía con el diario, ahora arroja a la papelera el diario y se queda con la película, el libro, el reloj, el frasquito de colonia, el cruasán, el monopatín… Es como si en los partos tiráramos al niño por el váter y nos quedáramos con la placenta. A lo mejor es lo que estamos haciendo sin darnos cuenta. Tiempos oscuros, de confusión, difíciles. Nos preguntamos si hay vida en Marte cuando lo que tendríamos que preguntarnos es si hay vida en el cerebro.

En la antigüedad (ayer mismo), el regalo constituía una forma de elegancia social. Había precisamente un anuncio cuyo lema decía: «Practique la elegancia social del regalo.» Ahora, el regalo se ha convertido en una industria lumpen. No puedes comprarte un jabón líquido sin llevarte un champú, ni una crema de afeitar sin que te den una colonia. Muy pronto, dada la evolución de esta manía, al adquirir un kilo de chuletas de cordero te obsequiarán con una escobilla de váter. O al comprar una Biblia te entregarán las obras completas de Corín Tellado. ¿Que qué relación hay entre las chuletas y las escobillas o la Biblia y la Collado? La misma que entre un periódico y una sartén. ¿Nos extraña lo de la sartén? En absoluto. Pues eso. El regalo, decíamos. Vuelves a casa con un quilo de naranjas y lo primero que te preguntan es qué te han regalado con ellas.

-Nada, ¿qué me van a regalar?

-Pues te han engañado.

Al contrario: me engañan cuando me regalan algo. No deberíamos aceptar presentes más que en las fechas señaladas y por parte de los seres queridos. Lo demás es pura confusión, cuando no pura estafa. Pero si en el mundo analógico nos hemos acostumbrado a las dádivas, en el digital nos hemos acostumbrado a la gratuidad (libros gratis, películas gratis, música gratis…). Pues ni aquello es un obsequio, ni esto gratis. Nos lo saca el fabricante por aquí y la operadora telefónica por allá.

dilluns, 5 d’octubre del 2009

Una idea

UNA IDEA

Hay ocasiones en las que la actualidad parece una cárcel, una caja de gusanos de seda, una mazmorra de la que no se nos permite escapar. Delante de uno, los presupuestos; detrás, el caso Gürtel; a la derecha, las crisis; a la izquierda, no sé, la píldora poscoital. Vayas hacia donde vayas tropiezas con un muro que te impide salir. ¿Es que no hay más cosas en la vida? No, no las hay.

Esas cuatro cosas (o cinco o seis, lo mismo da) forman las paredes de un zulo en el que se consumen nuestros días y nuestras noches y nuestras esperanzas. Enciendes la tele, abres el periódico, pones la radio, entras en Internet y te estrellas una y otra vez, como una mosca contra el cristal, con los límites marcados por la actualidad. ¡Qué peste!

Está la vida privada, claro, pero la vida privada transcurre entre esas cuatro o seis paredes, de modo que vas a buscar a tu hijo al cole y en la puerta recibes una dosis de actualidad. Cenas con unos amigos y te dan una dosis también de actualidad. No digamos en la oficina: en la oficina recibes varias dosis de actualidad, de modo que llegas por la noche a casa actualizado, o sea, hecho polvo. Pero si te metes en la cama y enciendes la radio para coger el sueño, te inyectan en vena más actualidad. Llega un punto en el que tú mismo, aun sabiendo que te hace daño, pides más. Y si no te la dan, la mendigas, como un drogadicto.

La actualidad, como todas las drogas duras, tiene su metadona, que desde mi punto de vista son los deportes. Me voy de la actualidad sociopolítica, te dices completamente harto, dispuesto a rehabilitarte. Pero como algo de actualidad te tienes que meter en las venas, caes en la deportiva. Resulta que Alonso ha fichado por Ferrari y que Kaká ha metido un gol histórico y que el Atleti ha perdido a su portero… Al principio funciona. Pero enseguida te sabe a poco y vuelves al zulo del que querías escapar. Hay una posibilidad: llevar un diario de tu vida en el zulo, hoy he hecho esto, hoy he hecho lo otro, ayer vino a verme mi mujer y tuvimos un vis a vis, etcétera. Si reúnes 200 folios, los puedes vender en forma de libro. Las historias de cárcel funcionan (ahí está Mario Conde). No sé, la verdad, era sólo una idea. Por decir algo.

divendres, 2 d’octubre del 2009

Nostalgia

NOSTALGIA

Un día, mientras daba mi paseo matinal escuchando la radio, el receptor cambió él solo de emisora al pasar por delante de un edificio, y no recuperó la anterior hasta que salimos de su influencia. Durante los días siguientes, sucedió la misma rareza, que yo acabé aceptando como una de tantas situaciones que carecen de explicación racional. Pero una mañana, de repente, se me ocurrió la posibilidad de que no fuera la radio la que cambiara de emisora, sino yo el que cambiara de identidad. Si los aparatos de radio sufren interferencias, ¿por qué no va a padecerlas el cerebro, que funciona también a base de impulsos eléctricos? De hecho, con más frecuencia de la deseable decimos cosas o ejecutamos actos en los que no nos reconocemos, como si el vecino de arriba, que tiene muy mal carácter, hubiera producido unas ondas excepcionalmente fuertes que quizá contaminan el nuestro. Si con el mando a distancia, que funciona a pilas, somos capaces de cambiar de canal el televisor de la casa de al lado, ¿cómo no vamos a poder con las ondas cerebrales, que son potentísimas, alterar el comportamiento de un cerebro que se encuentra a siete u ocho pasos del nuestro?

El caso es que desde entonces, cada vez que pasaba por delante del edificio donde la radio cambiaba aparentemente de emisora, me detenía unos instantes y cerraba los ojos, intentando averiguar a quién pertenecía aquella identidad que intentaba ocupar parte de la mía. Al principio me hacía gracia esa penetración de la que me sentía objeto, pero cuanto más tiempo pasaba frente al misterioso edificio, más invadido y violentado me sentía. Comenzó a darme miedo y ahora paso por la acera de enfrente, donde no se produce ninguna interferencia. Pero siempre me pregunto, no sin nostalgia, quién sería ese otro (o esa otra) cuyo encéfalo emitía en la misma onda que el mío.

Así empiezan las revoluciones

ASÍ EMPIEZAN LAS REVOLUCIONES

Si usted se había preguntado por qué su banco le cobraba comisión hasta por respirar, ahí lo tiene: para pagar las jubilaciones anticipadas de ejecutivos como José Ignacio Goirigolzarri, de 55 años de edad, y consejero delegado hasta hace unos días del BBVA. El hombre se va a casa con una cantidad de dinero en el bolsillo con la que usted y yo podríamos vivir 18 ó 20 vidas, quizá más. Goirigolzarri sólo tiene una, como todos, pero se trata de una vida despiadada, tiránica, brutal, violenta, impía, una vida que no se llena con nada, una hucha sin fondo, un agujero negro que devora todo lo que cae en su interior, incluida la luz. Goirigolzarri sale a la calle y el día se oscurece porque en torno a él empiezan a suceder sucesos paranormales que sólo se combaten con euros. Y no con mil ni con cien mil, ni con un millón de euros. Hay que echarle los millones a paladas porque nada calma la ansiedad de esa vida construida a base de materia oscura.

Goirigolzarri, también al contrario que la mayoría de la gente, se jubila a una edad estupenda. Yo, a los 55 años, estaba hecho un chaval. Si hubiera tenido un yate, lo habría disfrutado como un niño. Si hubiera tenido un avión privado, no habría dejado de ir de acá para allá. Si hubiera tenido tiempo, habría escrito una obra de teatro. Pero estaba muy ocupado ganándome la vida (y en ello sigo, dita sea). No sabemos a qué dedicará ahora Goirigolzarri el tiempo libre. Le deseamos que no se aburra, porque hasta los yates y los aviones privados cansan. Por nuestra parte, cada vez que el cajero automático nos cobre unos euros de comisión, los daremos por bien empleados porque el mundo (y la banca especialmente) está lleno de goirigolzarris, con vocación de aspiradoras, que necesitan succionar pasta durante las 24 horas del día. Ahí va la nuestra, amigos. Y va por partida doble porque cuando el banco del que usted se jubila en la flor de la vida tiene problemas, el Gobierno le echa una mano con nuestros impuestos. Los damos por bien empleados, dicho queda. Sólo nos preocupa que a Goirigolzarri le paguen también el paro, por si no le llega y porque tiene derecho a él, como cualquier español que se queda en la calle. Así empiezan las revoluciones.