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divendres, 29 de febrer del 2008

La niña

LA NIÑA

En el taller literario de los miércoles alguien propuso que comentáramos La niña de Rajoy para desentrañar si se trataba de un relato de humor o de terror, pues había quien al escucharlo se había tronchado de la risa y quien se había muerto de miedo. No hubo acuerdo. Tampoco fuimos capaces de valorar la influencia de la expresión desquiciada de Rajoy en los oyentes. El hecho de que lo leyera mirando con inquietud hacia los lados, como si le persiguieran, pero que salivara en exceso, como si le gustara que le persiguieran, no contribuyó a aclarar las cosas. Una de las participantes logró ponernos los pelos de punta al relatar que la noche del lunes había soñado que la niña de Rajoy, al hacerse mayor (y psicópata), se aparecía a la niña de Otegi (que había escrito un cuento idéntico, pero con una niña vasca), a la que susurraba en medio de la noche: "Tengo un título profesional cotizado, sé idiomas y pertenezco a una nación vieja". A lo que la niña de Otegi respondía con un baile regional andaluz, y no vasco, como cabría suponer, porque también se había vuelto loca.

Alguien propuso que nos centráramos en la construcción del personaje, pues causaba asombro que en tan sólo un minuto, y con la enumeración de apenas cuatro rasgos, el líder del PP hubiera construido una protagonista de tanto carácter. Tras estudiar el asunto, estuvimos de acuerdo en que la niña, pese a tener todo lo que su creador había imaginado para ella (casa, familia, orgullo español, etcétera), era profundamente desdichada, otra contradicción enormemente eficaz desde el punto de vista narrativo. El miércoles próximo estudiaremos el porqué de su infelicidad, que en principio podría deberse al consumo de fármacos, al hecho de que sus padres cenen los viernes con Zaplana, a que sean del Opus o a la combinación diabólica de todas esas posibilidades.

divendres, 22 de febrer del 2008

Tomo nota

TOMO NOTA

Crecí en la cultura de las verdades reveladas (yo soy el que soy y todo eso), por lo que me he pasado la vida esperando una carta, un telegrama, una llamada de teléfono. No se trataba de una espera consciente, desde luego. Me he dado cuenta ahora, de mayor, al reflexionar sobre mi existencia y advertir que siempre he atendido de forma un poco ansiosa el teléfono, que nunca he dejado de revisar la correspondencia (aunque fuera del banco), que he abierto la puerta de mi casa a todos, fueran testigos de Jehová o vendedores de aspiradoras. Incluso he invitado a los segundos a merendar, por si fueran portadores de un mensaje. He sufrido también la variante más cruel de esa espera: la de creer que podría serme revelada una novela genial, un poema único, una teoría científica definitiva. Pero jamás he tenido la suerte de escribir al dictado. Todo ha salido de mi pluma, a veces de manera harto dolorosa. Ocasionalmente, he sufrido destellos significativos, pero de apenas dos o tres segundos, y me cogían siempre fuera de la mesa de trabajo. Nada comparable a la alucinación continuada que permitió a Dante escribir La Divina Comedia o El Quijote a Cervantes. No he escuchado voces ni he visto apariciones. No he intuido nada que haya ocurrido días o semanas después. Ese silencio cósmico me ha hecho sentirme como una persona poco querida por los dioses. Visto, sin embargo, con la perspectiva que dan los años, casi es una bendición. No debe de ser fácil estar a la altura de la Teoría de la relatividad, de la Odisea, de la Interpretación de los sueños. Es un alivio saber que puedes dejar de atender el teléfono, de leer la correspondencia del banco o de abrir la puerta a los vendedores ambulantes sin que se pierda nada trascendental para la humanidad. Quizá he recibido la revelación de que no hay revelación, de la que tomo nota.

divendres, 15 de febrer del 2008

La columna

LA COLUMNA

Me desperté en medio de la noche y miré el reloj de la mesilla con un solo ojo. Eran las tres de la mañana, la hora en la que uno parece un extraño en su propia casa, en su propia cama, incluso en su propio cuerpo. Cerré de nuevo el ojo y manteniendo un pie en el sueño y otro en la vigilia logré entrar en un estado de aturdimiento lúcido desde el que escribí mentalmente una columna periodística perfecta, pues en el interior de sus párrafos se agitaba el sentido como un gato rabioso dentro de una media de nailon. Pensé que si lograba mantenerla viva hasta el amanecer y enviarla al periódico, crearían un Nobel sólo para premiarla. Cuando sonó el despertador corrí a mi mesa y la escribí. Pero al poco de haberle puesto el punto final, noté que empezaba a amarillear por los bordes, como las alas de una mariposa muerta. Yo publico los viernes y era miércoles, así que llamé al director de Opinión para pedirle que me permitiera adelantarla al jueves, pero me dijo que no, que era un lío mover a todos los colaboradores por el capricho de uno. La publicaremos el viernes, como siempre, concluyó un poco preocupado por mi salud mental.

Quizá debería haberla dejado morir y olvidarme de ella, pero me gustaba tanto que inyecté en su red venosa una solución gramatical conservante, cuya receta me había dado un poeta que escribe sonetos antiguos, y la envié el jueves, a la hora acostumbrada. Tal como me temía, el viernes apareció completamente muerta. Supuse que me llamaría mucha gente, si no para darme el pésame, para recriminarme el hecho de enviar al periódico columnas fallecidas, por lo que no cogí el teléfono en todo el día. Esa noche soñé con una columna muerta que escribí también nada más levantarme de la cama. Envié el cadáver al periódico, donde sorprendentemente resucitó al ser publicada. No sabe uno cómo acertar.

divendres, 8 de febrer del 2008

Títeres

TÍTERES

El ventrílocuo y su muñeco son enemigos porque compiten por los mismos aplausos. No se trata, pese a las apariencias, de una relación fácil. Hay temporadas en las que el muñeco es más listo que su dueño, más brillante también, más ingenioso, más agudo, más veloz en las réplicas. Por decirlo rápido, hay temporadas en las que el muñeco es el ventrílocuo. Quizá el Vaticano naciera como una suerte de muñeco de Dios, pero hoy es su dueño. La naturaleza diabólica del títere le empuja a ocupar el puesto de su creador (Lucifer). Si ustedes se fijan, hasta en la expresión del pelele más tosco se advierte ese instinto de autonomía, ese afán por seducir que tanto gusta e inquieta al respetable. Entre los mejores artistas sale tarde o temprano a relucir este conflicto de intereses con sus monigotes.

Al principio de la legislatura, la Conferencia Episcopal parecía un eco político del PP. Un monseñor Rouco como de medio metro, ataviado con las ropas de colores propias de su rango, aparecía sentado en los muslos de Rajoy, que lo manipulaba por la espalda con la habilidad de un artista ducho en la materia. Rouco se limitaba entonces a ampliar el mensaje de su dueño con la gracia y el desparpajo que le faltaban a él. Mas de repente, como suceden estas cosas, el muñeco devino en persona y ahora es un Rajoy de madera el que aparece sentado sobre las rodillas de Rouco, obligado a decir cosas sobre el aborto, el divorcio o el matrimonio que ponen en evidencia a su partido. El debate entre Zapatero y Rajoy (si finalmente se ponen de acuerdo) promete mucho, no decimos que no, pero lo que pulverizaría todas las marcas de audiencia conocidas sería un encuentro televisivo entre Rajoy y Rouco (o entre Zaplana y monseñor Camino). Hay un problema: quizá no se pusieran de acuerdo en quién debería aparecer en las rodillas de quién.

divendres, 1 de febrer del 2008

Desconcierto

DESCONCIERTO

Cuando se abandona la lectura de un libro a la mitad, algo le ha ocurrido al libro. O al lector. Quizá a ambos. Cuando se abandona la vida a la mitad, algo le ha ocurrido a la vida. O a su usuario. Quizá a ambos. Durante una temporada fui vendedor de pisos. Lo mejor de aquel trabajo era visitar las casas vacías de cuyas virtudes tenías que convencer luego a tus clientes. Cada vez que introducía la llave en una puerta sentía una excitación semejante a la de abrir un libro. La lectura de una casa, incluso aunque esté amueblada, dura menos que la de una novela (jamás tuve la oportunidad de vender un castillo), aunque a veces más que la de un cuento. Por lo general, seguía el orden de lectura que proponía la disposición arquitectónica. Pero no siempre. En ocasiones caminaba a ciegas hasta el final del pasillo y recorría la casa al revés, como el que comienza una novela por el final. Me detenía mucho en los cuartos de baño, donde no era difícil encontrar restos curiosos de sus antiguos moradores: un peine torturado, un bote vacío de crema de manos, un cepillo de dientes con las púas aplastadas, una pestaña postiza...

De repente, un día comencé a dejar algunos pisos a medias. Al llegar al centro del pasillo era alcanzado por un desaliento mortal que me obligaba a dar la vuelta con el mismo gesto de derrota con el que decides abandonar en la página 100 una novela de 200. A veces el problema no era de la casa, ni de la novela, sino mío. La pérdida de interés por un piso que había comenzado a visitar con entusiasmo, o por un libro que había abierto con pasión, me sumía en la confusión. Lo peor, con todo, fue el descubrimiento de que puede ocurrir lo mismo con la vida. Un día, de súbito, ya no quieres abrir más puertas ni leer más capítulos. Y te mueres sin saber si la culpa fue tuya o de la puta vida. O de los dos.