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dilluns, 28 de novembre del 2011

Un hombrecillo a escala

UN HOMBRECILLO A ESCALA

Lunes. El domingo pasado, después de que se cerraran los colegios electorales, me acerqué a un tanatorio cercano a mi casa, para ver el ambiente, y estaba muy caldeado también. No por los muertos, a quienes importaba un pito ya quién había ganado, sino por los vivos que preguntaban en voz baja por las primeras encuestas. Parecía la noche de los transistores, pues muchos deudos andaban con el pinganillo en la oreja. Por primera vez en mucho tiempo, los protagonistas, excepto para los deudos muy cercanos, no eran los muertos, ya ves tú, sino los vivos. Lo de los vivos es un decir, pues tanto el perdedor como el ganador de las elecciones tenían cara de difuntos, el fracasado por fracasado y el triunfador por triunfador. Rajoy debe de estar llamando todavía al infierno para que le digan a las órdenes que quién debe ponerse, pues ya está demostrado que los políticos electos mandan lo que mandan, o sea, nada. Confiemos en que el diablo no tarde demasiado en atenderle.

Martes. La resaca electoral es peor que la de nicotina, de modo que me voy al baño turco, que es lo mejor para combatir las resacas, y me acurruco en mi rincón preferido, en postura fetal. No hay nadie más. En esto la maquinaria se pone en marcha y empiezan a salir cantidades ingentes de vapor que parecen proceder del fondo de la Tierra. No se ve nada a dos palmos, qué bien, me dejo llevar. Al poco, escucho el ruido de la puerta y sé, por sus voces, que las que entran son dos mujeres jóvenes que se instalan en el rincón más alejado del mío. Debido a la niebla y a mi silencio creen que están solas y empiezan a hablar sin censura alguna de sus cosas.

—He empezado a inyectar cortisona al perro de mi madre, a ver si la palma de una vez.

—¿Y eso?

—Le he cogido asco. ¿Querrás creer que quiere más al perro que a mi hermano y a mí?

—Bueno, pasa más tiempo con él que con vosotros.

—Es que nosotros no podemos estar todo el día en su casa.

—Por lo que sea, pero pasa más tiempo con él.

—Parece que te pones del lado de ella.

—No me pongo del lado de ella, Gloria, me pongo del lado del perro, porque a mí me pusieron cortisona durante una temporada y lo pasé fatal, por los efectos secundarios. Ya sabes que la cortisona afecta al sistema inmune. Me parece una crueldad lo que estás haciendo con el animal.

—Pero no te pareció mal que te ayudara a envenenar al hámster de tu hijo.

—No es lo mismo un hámster que un perro.

Aterrorizado por la conversación, carraspeo un poco, para que se den cuenta de que no están solas, y se callan en seco. Luego miran hacia mi rincón y ven mi silueta porque la niebla ha comenzado a disminuir, y yo veo la de ellas. Los tres estamos sudando a chorros, en parte por el calor y en parte por el miedo. Me levanto y salgo de la cabina.

—Buenas tardes –digo educadamente al abrir la puerta.

—Buenas tardes –responden al unísono.

¡Qué mundo!, pienso luego bajo la ducha.

Miércoles. Le digo a mi psicoanalista que tengo, desde hace unos días, un hombrecillo dentro de la cabeza.

—¿Qué clase de hombrecillo? –pregunta.

—Una versión reducida, aunque a escala, de mí mismo.

—¿No escribió usted una novela con ese argumento?

—Sí –respondo–, pero entonces era ficción. Ahora es real, un hombrecillo real que se mueve con enorme habilidad entre mis pliegues cerebrales. Ahora mismo se encuentra en este lado, en el área del lenguaje, creo que buscando una palabra.

—¿Qué palabra?

—¿Cómo voy a saberlo si no la ha encontrado todavía?

—¿Le da órdenes ese hombrecillo? –pregunta preocupada.

—Se las doy yo a él, pero no siempre me obedece.

—¿Ha dejado usted la medicación? –pregunta.

—No, pero creo que le hace más efecto al hombrecillo que a mí. Con los somníferos, por ejemplo, yo ya no me duermo. En cambio, él cae fulminado y ronca de tal modo que no me deja pegar ojo.

—Quizá convenga cambiar la medicación –dice ella.

—Quizá –digo yo, y permanezco un rato más en el diván, sin decir nada, hasta que mi psicoanalista dice que ha llegado la hora.

—¿La hora de qué?

—Usted lo sabe, la de irse.

diumenge, 27 de novembre del 2011

Media metáfora

MEDIA METÁFORA

El cigarrillo que se apaga solo todavía no es obligatorio, pero casi. De momento, ya está inventado y si bien es cierto que no todos los inventos se imponen hasta ese punto, éste tiene todas las cartas para establecerse porque guarda relación con la seguridad. La seguridad, dada la inconsistencia propia del ser humano, es el gran negocio de todas las épocas. De ahí las estadísticas sobre las vidas que salva el cinturón cuando los coches se estrellan o sobre las fábricas que arden por falta de extintores. La seguridad debería ser obligatoria y de hecho lo es en muchísimos casos. He ahí el seguro obligatorio del automóvil y el ierrepeefe y etcétera.

Ahora viene el cigarrillo que se apaga solo, al que han implantado una pequeña conciencia para que deje de arder cuando los amantes, al caer en el sopor consecuente al esfuerzo amoroso, vuelquen sin querer el cenicero entre las sábanas. En ese instante, el cigarrillo, en vez de aprovechar la oportunidad para incendiar la cama y la casa, que sería lo suyo, pues tal es su vocación, se dice a sí mismo: apaguémonos para evitar la catástrofe. El cigarrillo que se apaga solo ha de luchar contra su propia naturaleza, de ahí el mérito del invento. Podríamos decir que se trata de un cigarrillo moral en la medida de que es capaz de poner el interés de los otros por encima del suyo. Se trata de un cigarrillo empático, como el que dice. Es como si un jilguero dispusiera de un resorte anímico que le impidiera escapar de la jaula que la ancianita a la que hace compañía se ha dejado abierta por descuido. En principio, la obligación del pájaro es escapar como la del cigarrillo es abrasar.

Servidor de ustedes conserva la cicatriz de una quemadura en el muslo derecho por haberse quedado dormido una vez, sin amante al lado, en la cama, con el cigarrillo entre los dedos. Si aquel cigarrillo hubiera tenido un poco de conciencia, se habría apagado voluntariamente, como los que parece que vienen. Ahora solo nos falta inventar el cigarrillo que se encienda solo. Sería la metáfora perfecta de la vida, que se enciende sola y se apaga sola, cuando le da la gana, sin pensar en lo que nos conviene a nosotros, que navegamos por ella como un barco a la deriva. El cigarrillo actual no llega a media metáfora, y eso no es.

divendres, 25 de novembre del 2011

Gansterismo

GANSTERISMO

Díganme, por favor, si es que uno no entiende nada o si el asunto es como sigue: tenemos un Estado visible y otro invisible, paralelos entre sí. Dos cuerpos, como el que dice. El Estado visible posee los poderes que se esperan de un Estado, cada uno con su correspondiente cacharrería. No nos falta de nada, ni Rey ni presidente del Gobierno ni ministros ni magistrados ni cámaras de representación... Que necesita usted un subsecretario, los tiene a docenas; que una ventanilla para hacer cola, en Hacienda las hay a centenares. Lo mismo cabe decir de las pólizas, de los impresos por triplicado y de los vuelva usted mañana. Todo lo que se puede esperar de un Estado normal, en fin, del mismo modo que de un cuerpo normal esperamos su cabeza, su tronco y sus extremidades. Ahora bien, y aquí empieza lo raro, el Estado visible recibe órdenes de otro Estado invisible. Aun sin haber tomado posesión, Rajoy ya está recibiéndolas por teléfono, por carta y personalmente. En previsión de que saliera díscolo, el Estado paralelo ha hecho coincidir su triunfo electoral con unos cuantos destrozos económicos. Si no te portas bien, han venido a decirle, te rompemos las piernas. El Estado invisible, como el subconsciente, no se anda con bromas. Suele guardar las formas para hacernos creer que aquellos a los que votamos toman decisiones, pero a veces actúan a cara descubierta. Ya se lo dijeron a Zapatero: ni democracia ni hostias, ahora mismo congelas las pensiones y reformas la Constitución porque nos sale de aquí. El Estado paralelo, como el subconsciente, tiene algo de gánster, de modo que si Rajoy o Artur Mas se presentan en su negocio de usted exigiéndole una pasta a cambio de una supuesta protección, ya sabe lo que tiene que hacer, apoquinar. Y cuando a los mercados les parezca bien, montamos otras elecciones, por el qué dirán.

dilluns, 21 de novembre del 2011

El aparato urinario es de risa

EL APARATO URINARIO ES DE RISA

Lunes. En la mesa de al lado donde me inyecto en boca el gin-tonic de media tarde, una mujer le dice a su hijo adolescente:

—El pulpo está carísimo, pero él no lo sabe. A veces uno es muy querido y no se da cuenta.

—¿Qué quieres decir? –pregunta el chaval con expresión de extrañeza.

—Pues que te queremos mucho, hijo, aunque tú no te des cuenta.

—¿Y qué tengo yo que ver con el precio del pulpo?

—No es que tengas que ver, es que esta mañana, en el mercado he visto que el pulpo estaba muy caro y he pensado: pobre animal, no tiene ni idea de lo que cuesta.

—¿Pero yo os cuesto mucho?

—No es que cuestes, es que eres carísimo en el sentido del queridísimo.

—¿Entonces una cosa cara y querida es lo mismo?

—En algún sentido, sí, hijo.

La madre estaba evidentemente angustiada por los problemas de su hijo, que se encontraba a su vez confuso por esta introducción del pulpo y del precio de las cosas en relación al amor. Al final, el muchacho dijo:

—Pareces mi profesora de lengua.

Al llegar a casa, todavía con los efluvios del gin-tonic en el encéfalo, tomé nota de la conversación entre la madre y el hijo y luego escribí un artículo sobre el aparato urinario para una revista de humor. A las revistas de humor, no sé por qué, les hace mucha gracia el aparato urinario. Me salió un artículo un poco tétrico, pero al poco de enviarlo me llamó el redactor jefe diciendo que se había “meado de la risa”.

—Es lo que tiene escribir sobre el aparato urinario –dije yo y ahí quedó todo.

Martes. Me llaman de la revista de humor y me piden ahora un artículo sobre el aparato excretor, a lo que les digo que no. Me da miedo escribir sobre el aparato excretor y que me salga algo gracioso, jamás me lo perdonaría. Entonces me proponen como alternativa el aparato pulmonar:

—¿Pero qué os pasa con el cuerpo humano? –pregunto ya un poco molesto.

—Pues que nos hace gracia.

—Ya –digo.

Como se trata de una revista que paga muy bien, me pongo a ello y me sale un artículo fúnebre que, aunque sin mearse de risa, porque no va de uréteres, también les gusta. Cuanto más tétrico me pongo, más gusto a este tipo de publicaciones. Cuanto más me desprecio, más me aprecian los otros. Todo esto es muy sutil y muy brutal al mismo tiempo.

Miércoles. Decido desprenderme de un montón de libros que ya no sé dónde meter porque mi casa, como mi cabeza, tiene sus limitaciones. Llamo a la biblioteca de mi barrio, para ofrecérselos gratuitamente, como una donación, pero no los aceptan. Me digo que es como si en el banco no te aceptaran el dinero. Sería absurdo. O como si fueras al Museo del Prado con un Goya y te dijeran que gracias, pero que les crea muchas complicaciones, pues hay que ficharlo, clasificarlo, colgarlo y cuidar de él. Llamo a otras bibliotecas públicas y tropiezo con idéntica negativa pese a que les estoy ofreciendo autores de primera calidad. Entiendo que las bibliotecas son las únicas instituciones que reniegan de lo que hacen. Tienen los libros por obligación, porque no les queda más remedio, porque lo que les gustaría de verdad es convertirse en bancos. De hecho, estoy seguro de que si en lugar de las obras completas de Shakespeare encuadernadas en piel les ofreciera un millón de euros envueltos en papel de periódico, los aceptarían con una sonrisa de oreja a oreja.

Jueves. Como no sé qué rayos hacer con los malditos libros que me impiden circular normalmente por el pasillo de mi casa, los meto en el maletero del coche y los llevo a un punto blanco, solo que en vez de abandonarlos en el contenedor de papel los meto en el de vidrio. Me gusta la idea de que Baudelaire, Tolstoi, Dostoievski, Cervantes y compañía se reciclen en botellas de vino. Algo de sabor le darán.

Viernes. Dolor de cabeza y malestar de conciencia. Me arrepiento un poco de haberme desprendido de los libros. Además, no encuentro uno de Rilke que creía tener repetido. Buscaba aquel epitafio que ahora no tengo más remedio que citar de memoria: “Rosa, oh pura contradicción, voluptuosidad de no ser el sueño de nadie bajo tantos párpados”.

diumenge, 20 de novembre del 2011

Malas noticias

MALAS NOTICIAS

Bajo al comedor del hotel para desayunar y pregunto al camarero si han llegado los periódicos. Me dice que no, pero que están a punto. Tomo mi zumo de naranja, mi fruta, mis cereales y ocupo una mesa junto a un tipo rubio, nórdico sin duda, que se está comiendo un par de huevos fritos con beicon, transgresión dietética que no practico desde hace años, los mismos que llevo sin fumar aproximadamente. Pido un té verde a la camarera y el hombrecito que se mueve por el interior de mi cabeza (yo mismo a tamaño escala) intenta recordar los sueños de esta noche. El hombrecito se mueve con dificultades entre la niebla de la bóveda craneal, que es como de puré de guisantes, la que más temen los pilotos de avión. En esto, en lugar de dar con un sueño, el hombrecito da con un recuerdo: el de la primera vez que estuve en un hotel y lo que disfruté con el bufé. Iba con un amigo que me aconsejó probarlo todo para ahorrarnos la comida, pues estábamos haciendo un viaje cultural con muy poco dinero y cuando había una oportunidad de comer, nos hartábamos. Dado que no estaba acostumbrado a desayunar aquellas barbaridades, caí enfermo y se arruinó la mitad del viaje.

En éstas, se acerca el camarero y me dice:

-Ya han llegado los periódicos, pero traen malas noticias. Usted verá.

Permanezco atónito durante unos segundos, igual que el hombrecito a escala del interior de mi cerebro. Jamás nos había ocurrido nada semejante. Tampoco se detecta en el camarero un tono de broma que pudiera justificar su salida.

-Tráigamelos de todos modos, por favor.

Al rato, vuelve con un par de periódicos deportivos. En efecto, en la primera página de los dos viene que la selección española de fútbol ha empatado un partido, pero no pensé, tal como está el patio, que se refiriera a ese tipo de malas noticias. Tampoco se me pasó por la cabeza que me trajera periódicos deportivos. O sea, que el hombrecillo y yo estamos francamente desconcertados.

El nórdico se ha levantado y ha vuelto con un par de salchichas. ¿En qué ciudad estamos?, pregunto, extrañado, al hombrecillo. No me acuerdo, dice él.

dissabte, 19 de novembre del 2011

Madrid me mata

MADRID ME MATA

Dicen algunos ecologistas que vivir en Madrid acorta la vida dos años, debido a la contaminación. Servidor está en contra de la contaminación (y algunos lunes en contra de la vida), pero también está en contra de este tipo de cálculos basados en no sabemos qué. Cuando uno era pequeño, se decía que cada cigarrillo acortaba la vida 20 minutos. No explicaba si la acortaba por delante o la acortaba por detrás, pero si fuera por detrás, que es lo lógico, o bien uno tendría que haber muerto hace veinte años o bien uno es Matusalén. En el patio del colegio, a veces, nos fumábamos solo medio cigarrillo para acortar la vida diez minutos en lugar de veinte. Nos pasábamos el día haciendo cálculos de este tipo. Dos calada venían a ser cuatro o cinco segundos.

El problema es que tú dices que vivir en Madrid acorta la vida dos años y la gente te oye como el que oye llover, o sea, que no sirve para hacer campaña de nada. Hay que denunciar la contaminación, de acuerdo, pero de otras maneras: la duquesa de Alba no es que viva en Madrid, es que vive en el puro centro, en la zona más contaminada de la ciudad, y ya ven, acaba de casarse a sus años con la ilusión de una veinteañera. Durante la movida había una revista, creo, o un eslogan, ahora no caigo, que decía así: «Madrid me mata». Pero se trataba de un titular irónico, de los que expresan lo contrario de lo que dicen. Madrid, lejos de matarnos, nos daba una vida que ya la quisiéramos para nuestros descendientes. O sea, que nos divertíamos.

Los ecologistas, en general, nos caen muy bien, pero si por ellos fuera no saldría uno a la calle, ni comería carne de vacuno, ni pescados con metales pesados. A un servidor, los pescados que más le gustan son los que contienen metales pesados, en parte porque le gusta la expresión «metal pesado» y en parte porque le gusta el atún, que últimamente parece que lleva bastante mercurio en sus entretelas. Con el mercurio del atún me tomo la temperatura. Quiere decirse que cuando no me apetece un tartar, es que tengo fiebre. Si juntamos lo que matan la carne, el tabaco, el pollo de granja, los peces metalizados y vivir en Madrid, resulta que no nos daba tiempo a nacer, y eso es imposible.

divendres, 18 de novembre del 2011

Lava volcánica

LAVA VOLCÁNICA

Fíjate en ese señor, quizá tu propio padre, tu hermano o el vecino de abajo. Son gente ya madura, de mediana edad, que lleva una existencia homologada, como la de cualquiera de nosotros. Gente que sale a trabajar y que vuelve de trabajar y que los sábados va al supermercado y los domingos al fútbol y que educa como buenamente puede a sus hijos, etcétera. Gente también con sus manías, claro: el que guarda los chasis de los rollos de papel higiénico, por ejemplo, o el que cada vez que escucha la palabra cáncer cruza los dedos a escondidas, o el que mete barcos en botellas de cristal. Todo eso forma parte de la normalidad, ahí el volcán no ha actuado todavía, ni siquiera sabes si hay volcán. Pero un día estás tomándote una cerveza en casa con una de estas personas y resulta que tienes la televisión encendida, con el telediario. Entonces tu padre, o tu hermano, o el vecino de abajo, quien quiera que sea aquel al que que has invitado, se vuelve y te dice: ¿por qué el locutor me acusa de haber huido? Tras recuperarte del estupor consecuente y antes de que te dé tiempo a hablar, el otro, confuso, como advirtiendo que se le ha escapado algo que no debía, cambia de conversación. He ahí una primera emisión de lava del volcán que ese hombre lleva dentro. ¿Por qué el locutor me acusa de haber huido? Quizá no se produzca en años otra manifestación de esa naturaleza. O sí, no lo sabemos. A veces el volcán de locura sobre el que permanecemos en pie estalla y no deja títere con cabeza. Tú mismo habrás notado en alguna ocasión el ascenso de materias intrusivas, al rojo vivo, en dirección a tu cerebro. Quizá hayas escuchado voces que abrasan. Vienen de las profundidades que nos constituyen. Somos de origen volcánico y estamos llenos de cráteres invisibles. Que permanezcan en reposo o no depende de variables que apenas controlamos.

dimarts, 15 de novembre del 2011

El eterno retorno

EL ETERNO RETORNO

Un día, en la campaña del 82, que ganó el PSOE, le preguntaron a Felipe González en qué consistía el cambio, que era su lema. "En que España funcione", respondió a la velocidad del rayo. La frase tuvo fortuna porque veníamos de un mundo en el que los coches no arrancaban por la mañana, los semáforos se fundían por la noche y las puertas que debían abrir hacia dentro abrían hacia fuera. No funcionaba nada, ni la policía, ni los jueces ni la Seguridad Social ni el tostador de pan. De ahí el éxito de la respuesta. Nos parecía imposible que de un día para otro dejaran de gotear las cisternas de los retretes, que Hacienda recaudara lo que tenía que recaudar o que el ministerio de Agricultura se dedicara a la agricultura. Pero bueno, González ganó las elecciones y Guerra pronunció aquella frase de que a España, tras el paso por el socialismo, no la reconocería ni la madre que la parió. Fue cierto. Con reconversiones industriales y todo, el país se puso a funcionar y eso lo reconocen incluso aquellos a los que la mera mención de Guerra les provoca urticaria.

Por eso, todo programa electoral debería poderse resumir en una frase. Se cuenta que cuando el productor de Los Soprano preguntó a su creador de qué iba la seire, éste respondió: "De las relaciones de un gánster con su psicoanalista". Y se la compró en el acto porque con ese argumento se la habría comprado cualquiera que se dedicara a la tele y que tuviera pasta. Por eso los electores compraron en su día la frase de González, porque prometía un huevo, con perdón. Triunfó con ella varias temporadas en cartel y con una audiencia masiva. Hasta mis padres llegaron a votar al PSOE, y no solo por las vacaciones del INSERSO, con eso está dicho todo.

Ahora Rajoy ha copiado el lema que usó el PSOE en aquella campaña: Por el cambio. Pero nadie le ha preguntado en ninguna rueda de prensa (entre otras cosas porque no las da) en qué va a consistir el cambio. Pero nosotros lo sabemos: en que España no funcione. De hecho, ya empieza a no funcionar en las comunidades donde gobiernan los suyos. O sea, el eterno retorno.

diumenge, 13 de novembre del 2011

A ver qué haces

A VER QUÉ HACES

Maldita sea, si mi cuerpo fuera un Guggenheim o un Niemeyer, o un Musac, si mi cuerpo fuera un museo de última hora, levantado por un arquitecto de prestigio, la exposición permanente serían los intestinos, el estómago, el corazón, el hígado, el bazo… Tengo todo lo que se espera de un museo del cuerpo humano como el Museo del Prado tiene todo lo que se espera del Museo del Prado. Pero lo que da vidilla a estas instituciones son las exposiciones temporales. La gente hace colas para las temporales porque piensa que lo permanente estará ahí toda la vida y que ya irá mañana o pasado, aunque luego no vaya nunca. Para que acudamos en masa a ver las exposiciones permanentes han de convertirlas en temporales, ya ves tú lo contradictorio del caso.

Si mi cuerpo fuera un museo, y en alguna medida lo es, todos los son, qué clase de exposición temporal podría exponer en él ahora mismo. Ninguna. No tengo nada en la cabeza, paso por unos momentos de terrible sequía mental. Me levanto por las mañanas, me siento en el borde de la cama, cierro los ojos, penetro en la sala de exposiciones temporales de mi cuerpo, situada en la bóveda craneal, y no veo un solo cuadro colgado, no veo una sola fotografía, una sola instalación, no veo nada más que un vacío enorme, un silencio atronador, como si fuera un hombre hueco, un edificio sin amueblar, un bosque recién talado, una nave industrial clausurada por el juzgado, una urbanización fantasma.

Voy por la calle, me fijo en las personas que se cruzan conmigo y noto que, en el peor de los casos, tienen la cabeza llena de pájaros. Las sigo, a ver si se les escapa uno de esos pájaros y se mete en la mía. Quien dice pájaros dice ideas, si no ideas para exponer, ideas de andar por casa, por favor, ideas que le ayuden a uno a levantarse y a acostarse y a soportar con humor la campaña electoral. Todos los museos del mundo pueden vivir durante más o menos tiempo de sus fondos permanentes, pero de vez en cuando deben ofrecer a los visitantes los tesoros del Hermitage, por poner un ejemplo. Pero cuando la cabeza dice que no dice que no. Y la mía está en esas, a ver qué haces.

dissabte, 12 de novembre del 2011

La locura anda suelta

LA LOCURA ANDA SUELTA

Carmen Martín Gaite me contaba un día la perplejidad que le había producido, de pequeña, ver a su padre leyendo unlibro titulado Elogio de la locura. Se refería, claro, al volumen de Erasmo de Rotterdam, también traducido en otras ediciones como Elogio de la estupidez. El padre de Carmen Martín Gaite era notario y los notarios, ya se sabe, son un poco el paradigma de la cordura extrema, que constituye también un modo de extravío. Le dije si no se le había ocurrido preguntar a su padre por qué leía aquello y me respondió que le dio miedo. Pensaba que bajo la apariencia de persona convencional, quizá su padre pudiera ocultar a un desequilibrado. Se trata de una sensación que padecen todos los niños con una vida feliz: la de que debajo de esa normalidad acecha un mundo de tinieblas y que lo que nos separa de ese mundo es frágil como una membrana. El niño feliz posee pruebas de la existencia de ese submundo. Un día se levanta y sus padres le dicen que no irá al colegio.

-¿Por qué?

-Vamos al médico, a que te vea la garganta.

El niño se regodea ante la jornada de asueto que le regala el destino. El día es soleado y él camina de la mano de sus mayores, protegido de todo lo malo. Llegan a la consulta, donde el olor a fármacos le pone un poco en guardia, y al poco es arrastrado por un par de enfermeros a una habitación donde un loco, sin mayores explicaciones, le coloca un hierro en la boca y le mete unas tenazas en la garganta, arrancándole las amígdalas. El niño regresa llorando a los brazos de sus padres que le reciben con todo el amor del mundo, per él ya sabe que tienen un lado enemigo, un lado peligroso, ya sabe que no se puede fiar al cien por cien de ellos. Fingirá, incluso ante sí mismo, que los quiere como antes, pero en el futuro vigilará sus movimientos, por si acaso. Esta escena de la operación de amígdalas la cuenta magistralmente Arthur Koestler en el primer tomo de sus memorias. Dice que desde ese día comprendió que el mundo estaba dominado por dos fuerzas, una de ellas terrible, que actuaba al azar, provocando desgarrones inesperados en el tejido de la normalidad. Uno nunca sabe cuándo le va a partir un rayo.

divendres, 11 de novembre del 2011

Gasolineras y loterías del estado

GASOLINERAS Y LOTERÍAS DEL ESTADO

Lunes. Esta mañana, cuando iba por el periódico, me falló el tobillo derecho, y caí cuan largo era, casi sin darme tiempo a parar el golpe con las manos. Me golpeé en la mejilla izquierda y escuché el ruido de mi calavera contra el suelo. Aunque apenas me ha quedado señal, me obsesiona la idea de haberme astillado un poco el hueso. Me falla el tobillo con una frecuencia preocupante. He tenido en los últimos meses un par de episodios parecidos. Lo peor es la sensación de ridículo. Cuando me caí, pasaba cerca de un colegio en el momento en el que los críos entraban. Algunos de los padres vinieron a echarme una mano, pero yo rechacé su ayuda de un modo, creo, un poco grosero. Mañana, por si acaso, compraré el periódico en otro quiosco.

Martes. Estaba poniendo gasolina, cuando llegaron dos coches juntos que se detuvieron en la zona donde se inflan las ruedas. El conductor del segundo se bajó y se subió al primero, donde intercambió unas palabras con la persona que lo ocupaba. Luego regresó a su automóvil y partieron los dos como habían venido. Me recordó la cita de José Blanco con el tal Dorribo en una gasolinera. De repente, la gasolinera me pareció un microcosmos raro. Me demoré por si veía algún otro movimiento sospechoso, pero no pasó nada. Al pagar, el de la caja intentó venderme un décimo de lotería de Navidad, pero dije que no porque el recargo me pareció excesivo (tres euros). Dijo que era para ayudar a un equipo de fútbol de un colegio cercano.

—No me gusta el fútbol –dije zanjando la cuestión.

Luego me sentí culpable pensando que no había actuado con cordialidad. Estuve antipático, como ayer con las personas que me ayudaron a levantarme cuando me falló el tobillo. A ver si se me está agriando el carácter, me dije preocupado, y noté un pinchazo en la calavera, donde el golpe. Lo malo es que por una de esas rarezas de la memoria se me quedó grabado el número del décimo. Era el 3012. ¿Qué hacer? Regresé a la gasolinera por la tarde y el hombre, rencoroso, me dijo que los había vendido todos, aunque yo los estaba viendo expuestos detrás de él. La vida está hecha de pequeñas miserias de este tipo y las gasolineras son lugares especialmente aptos para su manifestación. Calculo, por ejemplo, que es imposible enamorarse en una gasolinera, por eso José Blanco hizo muy mal en citarse allí con su primo y con el amigo de su primo. Por mi parte, casi me alegro de no haber comprado el 3012: aunque tocara, sería un dinero maldito. Que le den.

Miércoles. He ido al médico para contarle lo del golpe del lunes y mi sensación de que tengo la calavera astillada. El hombre me ha tocado la mejilla y dice que a simple vista no aprecia nada, pero que me pueden hacer una radiografía. La idea de sacarme una radiografía de la cabeza me espanta, de modo que le digo que vamos a esperar, a ver qué pasa, y me da la razón. Al salir de la consulta tropiezo con una administración de lotería, donde entro y pregunto si tienen el número 3012. La lotera, que se está comiendo una ración de calamares, me dice que no, pero me ofrece un número también muy bajo que termina en 2. Me lo enseña y se me queda grabado, es el 102. Como estoy francamente autodestructivo, y porque me revienta que la mujer coma calamares mientras atiende al público, lo rechazo también. De modo que estas navidades no juego ya a dos números, el 3012 y el 102. Bien pensado, se trata de un modo inverso de jugar a la lotería, lo que es muy propio de mi puto carácter, con perdón.

Jueves. Me llaman de una revista de fumadores pertinaces solicitándome un artículo de 40 líneas sobre el papel de fumar y no digo que no. Cuando cuelgo el teléfono, me pregunto por qué rayos no he dicho que no y soy incapaz de darme una respuesta satisfactoria, de modo que para liquidar el asunto cuanto antes entro en Google, escribo los términos “papel de fumar” y me sale, como siempre, y busque lo que busque (es mi destino), una página de pornografía (quizá por lo de “cogérsela con papel de fumar”). Total, que me sale un artículo guarro y me lo devuelven diciendo que no era eso lo que esperaban. Un día perdido.

Ironías

IRONÍAS

Entre parado y preparado no hay más que un prefijo, distancia que, si nunca fue excesiva, con la crisis se ha reducido hasta extremos insoportables. De hecho, ahora todos los trabajadores somos, en potencia, preparados. La recomendación tradicional de los padres ("hijo, debes formarte para estar preparado") ha devenido en una ironía sangrienta, igual que la expresión "jamás hemos tenido una juventud tan preparada". En efecto, nunca hemos tenido una juventud tan cerca de quedarse en el paro; la mitad de los que acaben sus estudios este año se encuentran ya en situación de preparados. El significado se desliza por debajo de las palabras con el sigilo de una sombra asesina. Estar preparado, que en otro tiempo quiso decir haber estudiado dos carreras y cuatro idiomas, significa hoy encontrarse en la situación previa al desempleo, en el umbral del paro, en la frontera de la desesperación laboral. Ahora que habíamos logrado vivir como si no fuéramos a morir nunca, vamos a la oficina con la certidumbre de que nuestro empleo es la antesala del desempleo. Por eso hay también más trabajadores prejubilados que jubilados y contribuyentes más preocupados que ocupados. Hubo un tiempo, ¿recuerdan?, en el que el prefijo de moda fue pos: nos encontrábamos de súbito en la posmodernidad, en la poshistoria, en la era posindustrial o posanalógica. Parece mentira que un cambio de prefijo implique un cambio tan grande de cultura. Ahora todo es más premeditado que meditado, hay también más prejuicios que juicios y presentimos las cosas antes de sentirlas. Perdido su prestigio el pos, nos hemos dado de bruces con el pre. Pero no imaginábamos, la verdad, un pre tan duro, un pre de premonición, sobre todo sabiendo como sabemos desde el principio de los tiempos que no hay presentimientos buenos, pues no existen los profetas de la dicha.

diumenge, 6 de novembre del 2011

La pregunta del millón

LA PREGUNTA DEL MILLÓN

Resulta difícil no odiar a Papandreu con lo que los periódicos y los tertulianos dicen de él estos días. Ayer mismo, en una comida de trabajo (hay más comidas de trabajo que trabajo), salió a relucir el tema del referéndum griego y todo el mundo se posicionó en contra a cien por hora. De súbito, parecía que habíamos encontrado al responsable de nuestras desgracias. Por fin, ahora que había que compadecer a Madoff debido al suicidio de su hijo y al libro autobiográfico de su nuera, teníamos un chivo expiatorio de recambio, Papandreu, pobre, al que se le ha puesto una cara de opositor a notarías que da asco. Pero el odio sale o no sale, y a mí no me sale. Por alguna razón incomprensible, me resulta más fácil odiar a Merkel o a Sarkozy que a Papandreu. Se lo dije a mi psicoanalista:

-Soy un desplazado.

-¿Y eso?

-Porque no odio a quien debo.

-¿Y a quién debería odiar?

-A Papandreu, ¿no lee usted los periódicos ni ve los telediarios?

Mi psicoanalista permaneció en silencio, como si el asunto no fuera con ella. Jamás confesaría sus odios a un paciente, pero vive en el mundo y digo yo que a la hora de la cena repetirá, como todos, lo que lee en los editoriales o escucha en la radio. Esto es lo que me fastidia de odiar a Papandreu, que no lo siento como un odio personal, propio, sino como un odio vicario. Lo odiamos de oficio, igual que el que ficha por las mañanas al entrar en la oficina. Lo odiamos de nueve a una y media y de cinco a siete, excepto en los grandes almacenes, donde lo odian en horario continuo. Por si fuera poco, lo odiamos gratis, aunque hay un montón de gente que se forra con ese odio del mismo modo que un día se forraron con el odio a Madoff. Obama tiene de asesores a todos los ricos que nos ordenaban odiar a Madoff. No sé, no sé, hay algo en estos odios inducidos que huele a hipoteca basura. La pregunta del millón es qué votaría yo en ese referéndum griego que está hundiendo nuestras bolsas. Y la pregunta del medio millón es qué votaría Angela Merkel.

divendres, 4 de novembre del 2011

¿Tiene usted gato?

¿TIENE USTED GATO?

Martes. Sueño que un chino, mientras duermo, me manipula la cabeza colocándome el ojo izquierdo en la cuenca del derecho y al revés. Al levantarme, pierdo el equilibrio y estoy a punto de caer al suelo. Luego, durante el afeitado, dudo lógicamente del lado del espejo en el que me encuentro. Ver desde el lado izquierdo lo derecho y lo derecho desde el izquierdo, si lo piensas, complica la vida. No me abandona en todo el día la sugestión de que tengo los ojos cambiados de lugar, quizá también los testículos por algo que prefiero omitir.

Miércoles. Ha amanecido lloviendo y la temperatura ha bajado de golpe cinco o seis grados, así que decido encender la calefacción. Llegada esta época, siempre es un misterio saber si funcionará o no. También es un misterio saber si yo me acordaré o no de cómo se programa. Ni me acuerdo ni encuentro el libro de instrucciones, de modo que llamo a mi hermano Lucio, experto en problemas domésticos de esta naturaleza, y me recomienda que busque las instrucciones en internet, donde las encuentro enseguida. Descubro al mismo tiempo que en la Red están publicados todos los folletos de instrucciones de todos los aparatos del mundo, y en varios idiomas. El hallazgo, que me parece asombroso, me tiene entretenido el resto del día. Me fascina, no sé por qué, este tipo de literatura práctica imposible ya de almacenar en su versión papel. Por cierto, que la calefacción funciona a pleno rendimiento, lo que me proporciona un sentimiento de orgullo absurdo, como si fuera mérito mío.

Jueves. Sobre el mediodía suena el teléfono fijo, lo cojo, digo diga y no dicen nada. Pregunto entonces quién es y tampoco se manifiestan. Cuelgo y al rato vuelve a sonar.

—¿Tiene usted gato? –pregunta ahora una mujer.

—No –respondo.

—Entonces, nada –dice y cuelga.

La llamada me ha roto la concentración, de modo que ya no puedo seguir trabajando. Me inclino hacia atrás y trato de imaginar qué habría ocurrido de responder que sí tenía gato. Quizá habrían tratado de venderme una comida especial, un collar, no sé. Pero la mujer no tenía voz de vendedora. Parecía insegura, como si me preguntara algo demasiado privado. El caso es que cojo el teléfono, doy a la rellamada y digo:

—En realidad, sí tengo gato.

La mujer se pone contenta y me ofrece lo que ella llama una “especie de mando a distancia para manipular al animal”. Cuando le digo que no me gusta manipular a nadie, ni siquiera a los gatos, asegura que me equivoco, pues a estos animales, pese a su apariencia, les gusta ser sometidos por sus dueños.

—Nada crea más estrés a un felino –añade– que la libertad absoluta. Lo que pasa es que no todos los medios de sometimiento son de su gusto.

Enganchado a la conversación, doy cuerda a la vendedora y me explica que es preciso implantar al animal una especie de chip comunicado inalámbricamente con el mando a distancia. Luego no hay más que darle a un botón o a otro para que el gato haga pis, coma, se siente, corra o salte.

—Se trata de una tecnología nueva, japonesa, que tarde o temprano se utilizará también en las personas, especialmente en los niños y ancianos.

La mujer insegura empieza a darme un poco de miedo, así que le digo que no me interesa y cuelgo, pero soy incapaz de volver al trabajo. Casualmente, por la noche me llama una amiga cuya gata ha tenido hijos, para ofrecerme uno. Dice que ha logrado colocar a toda la camada, menos a éste, que tiene un defecto en la oreja derecha. Le digo que se me ha manifestado recientemente una alergia al pelo de gato (mentira). Al colgar, sé que el sacrificio del animal, de producirse, caerá sobre mi conciencia, pero mi conciencia lo resiste sin mayores problemas.

Viernes. La novela en la que llevo trabajando seis o siete meses no avanza. Peor aún: retrocede. Me pregunto si este retroceso podría ser su argumento. Hay muchas novelas que cuentan el proceso de escritura de una historia, pero ninguna, que yo sepa, que cuente un proceso de desescritura. La idea me gusta y justifica el día, así que cierro el ordenador y enciendo la tele, que es un modo de desescribirme a mí mismo.

Difuntos

DIFUNTOS

A los 60 años de edad, a los 75 años de edad, a los 81 años de edad, a los 93 años de edad... Las calles del cementerio repiten como una cantinela la edad de los ocupantes de los nichos y tumbas que si de algo carecen ya es precisamente de edad. Desde que expiraran, cumplen los años al revés. Fallecido a los 70 años de edad, a los 55 años de edad, a los 35 años de edad... De súbito, el ritmo se quiebra y aparece un muerto de 20 años de edad, o de dos años de edad, incluso de unos meses o unos días de edad. Se libraron de la vida, o se la perdieron, no hay forma de adivinar qué habría sido de ellos o de nosotros si hubieran resistido hasta los 95 años de edad y hubieran tenido descendencia de equis años de edad...

Abundan las flores de plástico, que no presuponen un muerto artificial, ni siquiera un dolor falsificado. Tampoco las frescas son la prueba de un difunto auténtico o de unos deudores genuinos. La arquitectura mortuoria, tan monótona y pese a ello tan diversa, genera también diseños emocionales tópicos e inauditos a la vez. Se va uno volviendo de mármol a medida que recorre los callejones de la necrópolis.

Tú mueres extrañamente en los difuntos mientras ellos reviven extrañamente en ti. En cuanto a los nombres, muchos evocan el de algún familiar o amigo, el de algún adversario, muchos muertos se llaman como tú y tuvieron de vivos las edades por las que tú has pasado.

Llama la atención sin embargo que una mujer, de nombre Prudencia, falleciera a los 18 años. Quizá no era tan cuerda como sugiere su nombre.

Por encima de la tapia asoma de pronto el cartel de una autopista en el que aparece escrita, sobre el fondo azul característico de estas señales de tráfico, la siguiente leyenda: "Todas las direcciones". ¿Todas?