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divendres, 22 de juny del 2007

Espías

ESPIAS

Presa de un ataque de insomnio, me encontraba a las tres de la mañana frente al ordenador, en el trance de decidir si me ponía a escribir o no, cuando el puntero comenzó a moverse solo por la pantalla. Fascinado por la intrusión, dejé hacer al pirata informático y vi cómo entraba impunemente en mi procesador de textos, desde el que abrió la novela que tenía en marcha para introducir algunas modificaciones que (mentiría si dijera otra cosa) no me parecieron mal. El puntero iba de un lado a otro de la página con movimientos nerviosos, como si el intruso, pese a la hora, temiera ser descubierto. La operación duró unos veinte minutos.

Até cabos y comprendí entonces el origen de aquellas modificaciones que venía advirtiendo en mis textos y que no era consciente de haber realizado. Desde que un técnico me dijo que los momentos más difíciles para un ordenador son los de apagado y encendido, jamás lo desconecto, de modo que mientras yo dormía alguien entraba como un sueño en él y alteraba su contenido. Durante las siguientes noches, me levanté a la misma hora y comprobé que era así. Podría haber ordenado que limpiaran el disco duro para eliminar el troyano, pero, embrujado como estaba por la situación, lo dejé estar. Terminé (o terminamos) la novela (que curiosamente contaba la vida de alguien que ocupaba clandestinamente una vivienda ajena), la publiqué y eso fue todo. El pirata desapareció o entra a horas a las que no soy capaz de localizarlo.

El otro día estaba leyendo una novela policíaca cuando noté un movimiento extraño en el interior de mi cuerpo, a la altura de los pulmones. Sin abandonar del todo la lectura, permanecí atento a lo que ocurría en esas profundidades orgánicas y sentí que un fantasma ascendía por mi cuello hasta alcanzar los ojos, desde donde se puso a leer el libro que yo tenía entre las manos. A los diez minutos le pregunté mentalmente quién era y descendió apresuradamente hacia el pecho, donde sentí como el batir de una puerta que se abría y se cerraba. Dándole vueltas, he llegado a la conclusión de que, siempre que leo, alguien lee también a través de mí, pero ni se me habría ocurrido de no ser por la experiencia del ordenador.

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