LA VIDA MISMA
Estaba dando cuenta de mi gin tonic de media tarde, cuando un tipo que regresaba de los servicios se quejó en voz alta de que los urinarios estuvieran demasiado altos. A continuación, pidiendo un café, se quejó de que la barra estuviera demasiado baja. El camarero, dirigiéndose a él con ironía, añadió:
—Lleve cuidado, estoy seguro de que el café le parecerá demasiado caliente.
El tipo gruñó y pidió un vaso con hielo en el que dejó caer el café recién hecho.
Entonces me di cuenta de que lo conocía. Se trataba de un compañero de la facultad al que hacía mil años que no veía. Él también me reconoció y, para mi vergüenza, vino a sentarse a mi mesa. Tras los saludos de rigor, me preguntó si me había fijado en el problema de los urinarios.
—Francamente, no —dije—, pero creo que si te resultan altos, la barra no te puede parecer baja. Es contradictorio.
—¿Y no puedo yo tener contradicciones? —preguntó con agresividad.
Comprendí que estaba hablando con un loco y le dije que sí, que yo mismo estaba lleno de ellas.
—Señálame una —dijo.
—Ahora no caigo —respondí.
—¿Estás lleno de contradicciones y no eres capaz de mencionar una sola? —preguntó con sorna.
—He ahí una —dije.
—¿Cuál?
—La de estar lleno y no recordar ninguna.
El tipo se hundió en un silencio rencoroso. Luego, tras averiguar que lo que yo tomaba era un gin tonic, preguntó si me había vuelto alcohólico.
—Un poco —dije por no decir ni que sí ni que no.
A continuación se fue al servicio y volvió quejándose ahora de que los urinarios estuvieran demasiado bajos. Y la barra demasiado alta, claro. Recordé que en la facultad parecía un tipo listo, con mucho futuro. Tras dejarse invitar, salió corriendo porque el aire acondicionado, dijo, estaba demasiado fuerte. Pero desde la calle me hizo un gesto de que el calor, allí, era excesivo. La vida, pensé yo.
Estaba dando cuenta de mi gin tonic de media tarde, cuando un tipo que regresaba de los servicios se quejó en voz alta de que los urinarios estuvieran demasiado altos. A continuación, pidiendo un café, se quejó de que la barra estuviera demasiado baja. El camarero, dirigiéndose a él con ironía, añadió:
—Lleve cuidado, estoy seguro de que el café le parecerá demasiado caliente.
El tipo gruñó y pidió un vaso con hielo en el que dejó caer el café recién hecho.
Entonces me di cuenta de que lo conocía. Se trataba de un compañero de la facultad al que hacía mil años que no veía. Él también me reconoció y, para mi vergüenza, vino a sentarse a mi mesa. Tras los saludos de rigor, me preguntó si me había fijado en el problema de los urinarios.
—Francamente, no —dije—, pero creo que si te resultan altos, la barra no te puede parecer baja. Es contradictorio.
—¿Y no puedo yo tener contradicciones? —preguntó con agresividad.
Comprendí que estaba hablando con un loco y le dije que sí, que yo mismo estaba lleno de ellas.
—Señálame una —dijo.
—Ahora no caigo —respondí.
—¿Estás lleno de contradicciones y no eres capaz de mencionar una sola? —preguntó con sorna.
—He ahí una —dije.
—¿Cuál?
—La de estar lleno y no recordar ninguna.
El tipo se hundió en un silencio rencoroso. Luego, tras averiguar que lo que yo tomaba era un gin tonic, preguntó si me había vuelto alcohólico.
—Un poco —dije por no decir ni que sí ni que no.
A continuación se fue al servicio y volvió quejándose ahora de que los urinarios estuvieran demasiado bajos. Y la barra demasiado alta, claro. Recordé que en la facultad parecía un tipo listo, con mucho futuro. Tras dejarse invitar, salió corriendo porque el aire acondicionado, dijo, estaba demasiado fuerte. Pero desde la calle me hizo un gesto de que el calor, allí, era excesivo. La vida, pensé yo.
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