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dilluns, 11 de maig del 2009

¿Quién lo aguanta?

¿QUIÉN LO AGUANTA?

Uno. No sabemos nada, nada en absoluto, ni de los virus, ni de la economía, ni de la educación de los hijos, ni del tiempo atmosférico, no tenemos ni idea de lo que nos conviene o nos deja de convenir. Vivimos en la oscuridad. Todo nos coge por la espalda, incluido el amor, que llega cuando ni está ni se le espera. Quiere decirse que nos arruinamos sin querer y nos enriquecemos sin querer y cogemos la gripe porcina o mexicana (que quizá no sea ni porcina ni mexicana) sin querer. Vas a pasar el puente a tu pueblo, porque el hombre del tiempo ha dicho que hará sol, y llueve. Inviertes en petróleo y suben las farmacéuticas; dejas de fumar y te sale un papiloma… Todo es azar, azar, azar. Ahora mismo, mientras le damos vueltas a la posibilidad de retrasar la edad de la jubilación, se está prejubilando a la gente con 50 años. ¿En qué quedamos, pues? ¿Conviene prejubilar o posjubilar? ¿Hay que llevar o no hay que llevar mascarilla?

Dos. Todos los empleados del aeropuerto llevaban mascarilla. Algunos se habían colocado un pañuelo sobre la boca, al modo de los atracadores del antiguo oeste. Entre los pasajeros, se contenía la respiración. Respirábamos, inconscientemente, la mitad de lo habitual con la idea de que así entrarían la mitad de virus de los que entran normalmente. Aguantar un vuelo de 12 horas (Buenos Aires-Madrid) sin respirar, o respirando poco, es agotador. Llega un punto en el que te parece que has perdido los pies, y no es que los hayas perdido, continúan ahí, en el extremo de tus piernas, sólidamente unidos a ellas por el invento de los tobillos, lo que pesa es que no les llega el oxígeno, pobres, y están como cadáveres. Por eso los metemos en zapatos que parecen ataúdes. Lo curioso es que ni los auxiliares del vuelo ni los pilotos llevaban mascarillas. ¿Por qué los funcionarios del aeropuerto sí y ellos no? Porque en el fondo no creemos en nada, como en aquel cuento de Rulfo, creo, en el que un caballo se estampa sobre el muro que debía saltar.

—Este caballo está ciego –dice el comprador.

—No está ciego –asegura el vendedor–, es que le importa todo un carajo.

Nosotros tampoco estamos ciegos, es que nos importa todo un carajo. Si no había crisis y hubo crisis; si había pandemia y no hubo pandemia; si la lotería no tocaba y tocó; si todo depende del azar, en fin, para qué llevar mascarilla, o para qué dejar de llevarla. Lo que usted diga, señor. ¿Que me la pongo en unos sitios y me la quito en otros? Ningún problema. ¿Que un día me jubilo y al siguiente me desjubilo? A mandar.

Tres. Cojo el periódico y me salto toda la información acerca del virus, y no porque no tenga interés en aprender, sino porque cuanto más leo menos sé. También me salto el suplemento de Economía, por las mismas razones, y los editoriales, porque razonan demasiado en un mundo que se mueve por emociones. Me quedan las cartas al director, las esquelas, los anuncios por palabras y poco más. También me quedan las farmacias de guardia, donde se han agotado las mascarillas, de modo que salgo a la calle con un pañuelo, no por miedo a los virus, sino porque toda mi vida soñé con disfrazarme de bandolero sin llamar la atención. Un sueño infantil cumplido gracias a una pandemia que de momento no es pandemia ni nada que se le parezca.

Cuatro. También echo un vistazo a las páginas de Cultura, donde leo que Dostoievski, a mi edad, ya estaba muerto, lo que me produce sentimiento de culpa. Ningún escritor que se precie debería sobrevivir a Dostoievski. Tampoco deberíamos sobrevivir a nuestros padres. Una amiga mía, a punto de cumplir la edad en la que falleció su madre, está convencida de que se va a morir, aunque goza de buena salud, porque no le cabe en la cabeza la idea de sobrevivirla. Es, dice, como si pusieras un vaso debajo del grifo y el agua no se saliera después de que se hubiera llenado.

Cinco. Pero mi amiga sobrevivirá a su madre. O no. No tenemos ni idea, no sabemos nada de nada. Todo es puro azar. Otra amiga mía fue al hospital a recoger los resultados de los análisis de sangre de su marido y en uno de los pasillos la detuvo un médico, un dermatólogo, que le había visto en la pantorrilla una mancha que le pareció un melanoma. Era un melanoma del que se curó por cogerlo a tiempo. Si mi amiga hubiera llevado ese día pantalones, estaría ahora criando malvas (o nalgas, como decía el otro). O sea, que a ver si se aclaran los científicos, que en los últimos años nos hemos muerto varias veces, unas por la gripe aviar y otras por las vacas locas. Y ahora nos estamos muriendo por la gripe porcina. ¿Quién lo aguanta?

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