AMOR Y GULA
Carne, carne, carne… Resulta que España exporta (o exportaba hasta ayer mismo) miles de toneladas de carne de cerdo a Rusia. Son cosas que suceden y a las que uno no presta atención. Pero hay un tráfico mundial de carne, un tráfico increíble de carne de todos los animales que podamos imaginar. Seguramente, ese avión que sobrevuela ahora nuestros tejados va lleno de pollos muertos en dirección a Finlandia, no sé, o a Pakistán. Criamos las carnes en un sitio y nos las comemos en el otro. Cerca de mi casa hay un restaurante de carnes argentinas al que yo iba de vez en cuando, ingenuamente, a comer. Veía mi solomillo argentino y no me imaginaba que hay barcos que se dedican a transportar solomillos a toneladas, apretados los unos contra los otros, para no ocupar espacio. Barcos, lógicamente, dotados de neveras para que la carne resista, para que aguante, para que no se pudra, porque tal es una de las virtudes de la carne, que se descompone a fin de no durar eternamente. Sería horrible que los cadáveres de las vacas y de los caballos y de los seres humanos se mantuvieran tal cual después del óbito. No sabríamos dónde colocar tantos cuerpos inertes, con sus extremidades y sus vísceras y sus cabellos.
Resulta que esta carne que me estoy comiendo ahora en Madrid se ha dejado el esqueleto en Buenos Aires. Qué separación cruel, qué desgarro tan grande, qué raros somos. Nos han hecho de carne y necesitamos carne para continuar vivos. Carne de cerdo, de gallina, de calamar, de lubina, de conejo. Carne. A veces, carne humana, si no para comer, para acariciar al menos, para besar, para penetrar, para entrelazarnos con ella, para llenar el universo de carne, carne dotada de pensamiento o de instintos, lo mismo da con tal de que la fiesta de la carne no se detenga.
Los vegetarianos son mejores personas que los carnívoros, del mismo modo que los poetas son más importantes que los novelistas. Pero para modelo de hombre, el asceta, el santo, el que se retira a una cueva y se dedica al ayuno, ese hombre escuálido, con todos los huesos a la vista, que de vez en cuando toma una hormiga del suelo y se la mete en la boca, más que por gula, por amor.
Carne, carne, carne… Resulta que España exporta (o exportaba hasta ayer mismo) miles de toneladas de carne de cerdo a Rusia. Son cosas que suceden y a las que uno no presta atención. Pero hay un tráfico mundial de carne, un tráfico increíble de carne de todos los animales que podamos imaginar. Seguramente, ese avión que sobrevuela ahora nuestros tejados va lleno de pollos muertos en dirección a Finlandia, no sé, o a Pakistán. Criamos las carnes en un sitio y nos las comemos en el otro. Cerca de mi casa hay un restaurante de carnes argentinas al que yo iba de vez en cuando, ingenuamente, a comer. Veía mi solomillo argentino y no me imaginaba que hay barcos que se dedican a transportar solomillos a toneladas, apretados los unos contra los otros, para no ocupar espacio. Barcos, lógicamente, dotados de neveras para que la carne resista, para que aguante, para que no se pudra, porque tal es una de las virtudes de la carne, que se descompone a fin de no durar eternamente. Sería horrible que los cadáveres de las vacas y de los caballos y de los seres humanos se mantuvieran tal cual después del óbito. No sabríamos dónde colocar tantos cuerpos inertes, con sus extremidades y sus vísceras y sus cabellos.
Resulta que esta carne que me estoy comiendo ahora en Madrid se ha dejado el esqueleto en Buenos Aires. Qué separación cruel, qué desgarro tan grande, qué raros somos. Nos han hecho de carne y necesitamos carne para continuar vivos. Carne de cerdo, de gallina, de calamar, de lubina, de conejo. Carne. A veces, carne humana, si no para comer, para acariciar al menos, para besar, para penetrar, para entrelazarnos con ella, para llenar el universo de carne, carne dotada de pensamiento o de instintos, lo mismo da con tal de que la fiesta de la carne no se detenga.
Los vegetarianos son mejores personas que los carnívoros, del mismo modo que los poetas son más importantes que los novelistas. Pero para modelo de hombre, el asceta, el santo, el que se retira a una cueva y se dedica al ayuno, ese hombre escuálido, con todos los huesos a la vista, que de vez en cuando toma una hormiga del suelo y se la mete en la boca, más que por gula, por amor.
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