UN MISTERIO MÁS
Cuando las aceitunas eran olivas, tenían un misterio que han perdido. Un plato de olivas era un tesoro; uno de aceitunas no pasa de ser un aperitivo, sobre todo si se acompañan de boquerones en vinagre. El vinagre, decía mi padre, se come los glóbulos rojos. Por aquella época, aun sin tener una idea muy clara de los glóbulos rojos, me resultaba perfectamente verosímil que el vinagre, acabara con ellos. Teníamos un vecino avinagrado al que no le cabía un solo glóbulo rojo (o de otro color) en el cuerpo. Entonces no conocíamos más vinagre que el del vino, al que cogí un asco histórico. Todavía pongo cara de repugnancia cuando escucho la palabra vinagre. En cambio, me gusta la palabra limón, pese a la cercanía entre el zumo de esta fruta y el vinagre. Aderezo las ensaladas con limón. Punto.
Mis padres guardaban las aceitunas en una tinaja de barro oculta en el lugar más oscuro y fresco de la casa. Antes de llegar a ese recipiente, se les practicaban varios lavados (con sosa cáustica, creo) para que perdieran ese sabor y ese tacto tan desagradables que tenían nada más caer del árbol. A lo largo de todo este proceso (de toda esta tortura, quizá) las aceitunas se iban ablandando. Perdían rebeldía, como el que dice. Cuando estaban totalmente entregadas a la causa (a nuestra causa), se les practicaba una herida. Yo disfrutaba mucho inflingiéndoles aquellas llagas. Se trataba de una actividad absorbente. Colocaba las olivas en grupos de diez en iba tomándolas una a una con la mano izquierda para clavarles el cuchillo que tenía en la derecha. Mi padre decía que no era preciso llegar hasta el hueso, lo que a mí me conmovía enormemente. Cuando llegaba hasta el hueso, me sentía culpable.
Tras esta operación, se introducían en la tinaja, donde se había vertido previamente una salsa hecha a base de agua, cebolla, ajo, tomillo y otras hierbas. Ayer, mientras recordaba esta parte de mi vida, en la tele hablaban de Obama y de Zapatero y de Sarkozy. Mi hijo notó que estaba abstraído y me preguntó que en qué pensaba. En nada, dije regresando al G-20. Al poco, misteriosamente, mi mujer trajo de la cocina un plato de olivas.
Cuando las aceitunas eran olivas, tenían un misterio que han perdido. Un plato de olivas era un tesoro; uno de aceitunas no pasa de ser un aperitivo, sobre todo si se acompañan de boquerones en vinagre. El vinagre, decía mi padre, se come los glóbulos rojos. Por aquella época, aun sin tener una idea muy clara de los glóbulos rojos, me resultaba perfectamente verosímil que el vinagre, acabara con ellos. Teníamos un vecino avinagrado al que no le cabía un solo glóbulo rojo (o de otro color) en el cuerpo. Entonces no conocíamos más vinagre que el del vino, al que cogí un asco histórico. Todavía pongo cara de repugnancia cuando escucho la palabra vinagre. En cambio, me gusta la palabra limón, pese a la cercanía entre el zumo de esta fruta y el vinagre. Aderezo las ensaladas con limón. Punto.
Mis padres guardaban las aceitunas en una tinaja de barro oculta en el lugar más oscuro y fresco de la casa. Antes de llegar a ese recipiente, se les practicaban varios lavados (con sosa cáustica, creo) para que perdieran ese sabor y ese tacto tan desagradables que tenían nada más caer del árbol. A lo largo de todo este proceso (de toda esta tortura, quizá) las aceitunas se iban ablandando. Perdían rebeldía, como el que dice. Cuando estaban totalmente entregadas a la causa (a nuestra causa), se les practicaba una herida. Yo disfrutaba mucho inflingiéndoles aquellas llagas. Se trataba de una actividad absorbente. Colocaba las olivas en grupos de diez en iba tomándolas una a una con la mano izquierda para clavarles el cuchillo que tenía en la derecha. Mi padre decía que no era preciso llegar hasta el hueso, lo que a mí me conmovía enormemente. Cuando llegaba hasta el hueso, me sentía culpable.
Tras esta operación, se introducían en la tinaja, donde se había vertido previamente una salsa hecha a base de agua, cebolla, ajo, tomillo y otras hierbas. Ayer, mientras recordaba esta parte de mi vida, en la tele hablaban de Obama y de Zapatero y de Sarkozy. Mi hijo notó que estaba abstraído y me preguntó que en qué pensaba. En nada, dije regresando al G-20. Al poco, misteriosamente, mi mujer trajo de la cocina un plato de olivas.
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