REMORDIMIENTOS DE CONCIENCIA
Me levanto de la cama con un pinchazo en la garganta. No es lo suficientemente grave como para acudir al médico ni tan leve como para no tomar alguna decisión. Se trata de un pinchazo fronterizo. Si evoluciona hacia allá, acabaré con fiebre; si hacia acá, mañana estaré como nuevo. Acudo a una comida de trabajo. Mientras mi interlocutor habla de nuevos proyectos, yo me meto en la boca bolitas de miga de pan de diversos tamaños, para tomar nota del daño que me producen al atravesar la garganta y evaluar la situación. A los postres, voy al servicio, me coloco frente al espejo, y abro la boca, para observarme la faringe. Pero la luz es muy mala. Al regresar a la mesa, la persona con la que comparto mantel me pregunta si me sucede algo.
-¿Por qué? -digo yo- ¿me ves mala cara?
-Es que no has atendido a nada de lo que te he dicho.
De vuelta a casa, entro en una farmacia y compro unas pastillas que venden sin receta y que no sirven para nada. Sé que no sirven para nada porque ya he incurrido en ellas en otras ocasiones. La garganta es uno de mis puntos débiles. A veces sueño que se me cierra y no puedo respirar. He mirado en Internet cómo se hace una traqueotomía en plan doméstico, por si acaso. Tengo un cuchillo de cocina permanentemente desinfectado, para cuando llegue la ocasión. Ya que estoy en la farmacia, me peso. He cogido tres quilos. Lo sabía, pero no me había atrevido a afrontarlo. Mal asunto, cada día me cuesta más adelgazar. Descubro también un aparato para medir la tensión, pero paso de la tensión. Bastante tengo con el sobrepeso y la garganta.
Llego a casa y compruebo que el cuchillo de la traqueotomía se encuentra en condiciones. Me como una manzana a mordiscos y noto que entra bien. Los trozos de la fruta, muy duros, no me producen daño alguno. Qué raro. Estoy acostumbrado a que los síntomas aparezcan de golpe, no a que se esfumen de repente. Menos mal que no he ido al médico, me digo. Abro el ordenador con idea de trabajar un poco, pero ¿por qué no celebrar que me encuentro bien? Dicho y hecho. Cierro el ordenador y dedico la tarde a ver capítulos antiguos de La sala oeste de la Casa Blanca. Por la noche, al remorderme la conciencia, vuelvo a notar un pinchazo en la garganta.
Me levanto de la cama con un pinchazo en la garganta. No es lo suficientemente grave como para acudir al médico ni tan leve como para no tomar alguna decisión. Se trata de un pinchazo fronterizo. Si evoluciona hacia allá, acabaré con fiebre; si hacia acá, mañana estaré como nuevo. Acudo a una comida de trabajo. Mientras mi interlocutor habla de nuevos proyectos, yo me meto en la boca bolitas de miga de pan de diversos tamaños, para tomar nota del daño que me producen al atravesar la garganta y evaluar la situación. A los postres, voy al servicio, me coloco frente al espejo, y abro la boca, para observarme la faringe. Pero la luz es muy mala. Al regresar a la mesa, la persona con la que comparto mantel me pregunta si me sucede algo.
-¿Por qué? -digo yo- ¿me ves mala cara?
-Es que no has atendido a nada de lo que te he dicho.
De vuelta a casa, entro en una farmacia y compro unas pastillas que venden sin receta y que no sirven para nada. Sé que no sirven para nada porque ya he incurrido en ellas en otras ocasiones. La garganta es uno de mis puntos débiles. A veces sueño que se me cierra y no puedo respirar. He mirado en Internet cómo se hace una traqueotomía en plan doméstico, por si acaso. Tengo un cuchillo de cocina permanentemente desinfectado, para cuando llegue la ocasión. Ya que estoy en la farmacia, me peso. He cogido tres quilos. Lo sabía, pero no me había atrevido a afrontarlo. Mal asunto, cada día me cuesta más adelgazar. Descubro también un aparato para medir la tensión, pero paso de la tensión. Bastante tengo con el sobrepeso y la garganta.
Llego a casa y compruebo que el cuchillo de la traqueotomía se encuentra en condiciones. Me como una manzana a mordiscos y noto que entra bien. Los trozos de la fruta, muy duros, no me producen daño alguno. Qué raro. Estoy acostumbrado a que los síntomas aparezcan de golpe, no a que se esfumen de repente. Menos mal que no he ido al médico, me digo. Abro el ordenador con idea de trabajar un poco, pero ¿por qué no celebrar que me encuentro bien? Dicho y hecho. Cierro el ordenador y dedico la tarde a ver capítulos antiguos de La sala oeste de la Casa Blanca. Por la noche, al remorderme la conciencia, vuelvo a notar un pinchazo en la garganta.
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