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dimarts, 4 de juliol del 2006

La luna

LA LUNA

Algo me despertó en la mitad de la noche. Abrí los ojos y vi la Luna al otro lado de la ventana. Me di cuenta de que tenía costuras, como un balón de fútbol, y recibí la visión como un mensaje. Al día siguiente fui a una tienda de deportes y pedí un balón blanco de primera calidad. Me mostraron uno cuyas costuras, más que cicatrices, parecían las señales de una operación de cirugía estética. Pregunté si lo había cosido un cirujano plástico, pero me dijeron que no, que era obra de un niño indio o coreano, no estaban seguros. Me lo dieron deshinchado, porque tal era la costumbre, pero me indicaron la cantidad de aire que debía introducir en él y cómo hacerlo. Fue una sorpresa, pues yo creía que los balones nacían inflados. Creía, de hecho, que la inflación constituía uno de sus rasgos constitutivos, pero no me atreví a protestar por miedo a hacer el ridículo (la tienda estaba llena).

Lo inflé en lo alto de una montaña, para que el aire estuviera limpio, pues me pareció, al acariciar su piel, que poseía cierta textura de pulmón. Además, en lo alto de las montañas hay menos oxígeno. Se me ocurrió que, ante tal escasez, la pelota se movería con un poco de angustia, lo que le daría más viveza.

No me equivoqué. De vuelta a casa, jugué un poco en el pasillo y el balón daba, en efecto, tres botes donde yo había calculado que daría dos. Nunca antes había jugado al fútbol, de manera que era como aprender a deletrear o a escribir. Enviaba la pelota contra la pared con la delicadeza del que escribe una frase en el cuaderno de caligrafía. Mi mamá me mima, parecía decir el balón cuando regresaba hasta mis pies. Recordé la infancia de los grandes jugadores brasileños y comprendí que, cuando daban patadas a una pelota de trapo en las calles de su barrio, estaban realmente aprendiendo a leer. Un buen partido de fútbol es un recital, una lectura. Cuando Ronaldo se interna en las filas del adversario da sentido al movimiento, crea una sintaxis. Si además mete gol, cambia de párrafo.

A veces me despertaba en medio de la noche. Ahora, en vez de mirarme la Luna, me miraba el balón que había colocado sobre una silla, al lado de la cama. Estaba deseando moverse en busca de esa pizca de oxígeno que le faltaba. Comprendí entonces que había descubierto un secreto que podría haber sido de gran utilidad para la selección de mi país. No deberían haber jugado con un balón inflado en Alemania y a poca altura respecto al nivel del mar, donde hay un aire que evidentemente nos perjudica. Telefoneé a la Federación para decírselo a Luis Aragonés, pero no se puso al teléfono. Peor para él.

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