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dimarts, 20 de setembre del 2011

Una resaca de autómata

UNA RESACA DE AUTÓMATA

Miércoles. Asisto a una cena en la que me comporto como un robot, aunque no me doy cuenta de que estoy programado hasta el segundo plato, cuando la señora de al lado me pregunta qué pienso sobre el impuesto especial a los ricos y le respondo lo que he leído en el periódico de esa mañana. Luego saca el tema del azar y lo mismo: tiro de mis archivos y le proporciono cuatro tópicos almacenados en mi encéfalo acompañados de una cita culta, nada menos que de Borges: “El azar es un modo de causalidad cuyas leyes ignoramos”.

—¡Qué bello! –exclama la señora.

—Sí –digo yo, y permanecemos en silencio, rebuscando material para continuar hablando. Entonces advierto que la señora es también un robot. Ella sin embargo no lo sabe y ahí es donde la conversación se descompensa, pues yo siento asco de mí al tiempo que la autoestima de ella crece. Me disculpo y voy un momento a los servicios, que están muy limpios, pues nos encontramos en un restaurante de lujo. Mientras hago pis, reviso mis circuitos. Todo en orden, incluida la próstata, quizá la tensión un poco baja. También percibo una ligera obstrucción en la fosa nasal derecha, tal vez el preludio de un catarro. Como soy uno de esos robots programados para lavarse las manos después de tocarse el pene, coloco mis manos bajo el grifo, que es electrónico, y dejo que el agua discurra entre mis dedos y a continuación me seco con una pequeña toalla que arrojo a un cesto de mimbre. Entre tanto, reflexiono sobre mi condición mecánica, recién descubierta, y siento nostalgia de no ser completamente humano. ¿Pero en qué consistiría ser humano?

Regreso al comedor y ocupo mi sitio junto a la señora robot, que es muy atractiva. Tiene un escote en pico que al moverse deja ver el borde de su ropa interior, de color calabaza. Continúa comiendo y hablando a la vez, sin que lo uno le impida lo otro, posee una mecánica de primera calidad. Dice que vivió ocho años en Australia y que está pensando en escribir un libro sobre su experiencia. Yo tengo una hija que vive en Australia, pero prefiero no decírselo.

—¿Qué clase de libro? –pregunto.

—Un libro de cuentos –dice ella.

—¿Y cómo se titulará?

—Ocho cuentos australianos.

Asiento con la cabeza, fingiendo que el título me parece un acierto, pero como estoy programado para lamentar la escasa repercusión de ese género cada vez que escucho la palabra cuento, añado:

—El cuento no está suficientemente valorado en España.

—¿Y eso?

—Los lectores creen que es más rentable invertir en la lectura de las novelas.

Me doy cuenta entonces de que estoy hablando con una robot que no tiene, impresos en sus circuitos, tópicos literarios e intento cambiar de conversación, pero ella insiste en que continúe emitiendo lugares comunes sobre el relato breve y decido satisfacerla durante diez minutos de reloj al cabo de los cuales saco el asunto de la adopción de niños, sobre el que dispongo de siete u ocho opiniones que parecen originales. Casualmente, ella está pensando en adoptar, de modo que llegamos sin problemas al postre. Entonces, el organizador de la cena da unos golpecitos en la copa en demanda de silencio y suelta un breve discurso acerca del futuro de la edición digital. Inmediatamente, me doy cuenta de que es un robot también, y no solo él, sino todos los asistentes a la cena. Observo uno por uno los rostros recién comidos y bebidos y no hay uno solo que escape a esa condición. Abandono el restaurante aturdido por la revelación, aunque también por la ingestión masiva de alcohol, y tomo un taxi conducido por otro robot que saca el tema de Mourinho, sobre el que los dos disponemos de opiniones perfectamente acuñadas.

Jueves. Despierto con resaca, pero soy un autómata programado para esta posibilidad, de modo que diluyo un sobre de ibuprofeno en medio vaso de agua y al cuarto de hora no solo me encuentro bien, sino feliz. Estoy programado para que el ibuprofeno me proporcione dicha. Luego tomo la prensa y comienzo la labor diaria de introducir información tópica en mis circuitos, para hacer frente a la siguiente cena.

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