CONFERENCIAS DE UN MINUTO
Fui al centro de la ciudad y estaba a rebosar, lo que me molestó, sin darme cuenta de que yo era uno de los que la rebosaban. Quiere decirse que los que rebosan son siempre los otros. Al darme cuente, frente a un gin tonic, de que también yo era un rebosador, me convertí momentáneamente en otro. Yo era uno de esos tipos que habían acudido al centro a comprar lotería, o libros, o a ver los adornos horteras del ayuntamiento. Yo era uno más. Molesto por este asunto, cuando el camarero pasó cerca de mí le pedí que me cambiara los hielos, pues los que me había puesto se deshicieron en seguida aguándome el gin tonic y la tarde.
-La culpa –dijo- la tiene el agua, que es de muy mala calidad.
Jamás se me habría ocurrido pensar en el agua en términos de calidad. Para mí todas las aguas son iguales. Pero el camarero me explicó que no, que hay aguas que hacen mejor hielo que otras.
Como el asunto me resultara curioso, el hombre me dio una conferencia, breve, porque el bar estaba lleno, pero conferencia al fin. Me pregunté si el término conferencia implicaba duración y deduje que no, pues si uno tenía habilidad para ello podía dar conferencias de uno o dos minutos, como la que me acababa de largar el camarero. Busqué el término «conferencia» en el diccionario de la RAE, que llevo siempre encima gracias al iPhone y encontré lo siguiente: «Disertación sobre algún asunto doctrinal». No aludía para nada a la duración. Quiere decirse que todas esas conferencias de hora y media en las que hemos perdido la vida podrían haber sido de diez minutos sin salirse de la definición. Repasé someramente (qué rayos querrá decir someramente) las conferencias a las que había asistido a lo largo de mi existencia y me arrepentí de la mitad de ellas (las que yo había dado). Salí a la calle convertido en uno de esos tipos que habían decidido invadir el centro de la ciudad precisamente aquel día y al poco empecé a disfrutar de la situación. La gente tenía su gracia. Como yo me había vuelto gente, tenía mi gracia también. En esto me crucé con un tipo malhumorado, un tipo como mi «yo» anterior, molesto por la cantidad de personas, y me pareció un idiota. Felices fiestas.
Fui al centro de la ciudad y estaba a rebosar, lo que me molestó, sin darme cuenta de que yo era uno de los que la rebosaban. Quiere decirse que los que rebosan son siempre los otros. Al darme cuente, frente a un gin tonic, de que también yo era un rebosador, me convertí momentáneamente en otro. Yo era uno de esos tipos que habían acudido al centro a comprar lotería, o libros, o a ver los adornos horteras del ayuntamiento. Yo era uno más. Molesto por este asunto, cuando el camarero pasó cerca de mí le pedí que me cambiara los hielos, pues los que me había puesto se deshicieron en seguida aguándome el gin tonic y la tarde.
-La culpa –dijo- la tiene el agua, que es de muy mala calidad.
Jamás se me habría ocurrido pensar en el agua en términos de calidad. Para mí todas las aguas son iguales. Pero el camarero me explicó que no, que hay aguas que hacen mejor hielo que otras.
Como el asunto me resultara curioso, el hombre me dio una conferencia, breve, porque el bar estaba lleno, pero conferencia al fin. Me pregunté si el término conferencia implicaba duración y deduje que no, pues si uno tenía habilidad para ello podía dar conferencias de uno o dos minutos, como la que me acababa de largar el camarero. Busqué el término «conferencia» en el diccionario de la RAE, que llevo siempre encima gracias al iPhone y encontré lo siguiente: «Disertación sobre algún asunto doctrinal». No aludía para nada a la duración. Quiere decirse que todas esas conferencias de hora y media en las que hemos perdido la vida podrían haber sido de diez minutos sin salirse de la definición. Repasé someramente (qué rayos querrá decir someramente) las conferencias a las que había asistido a lo largo de mi existencia y me arrepentí de la mitad de ellas (las que yo había dado). Salí a la calle convertido en uno de esos tipos que habían decidido invadir el centro de la ciudad precisamente aquel día y al poco empecé a disfrutar de la situación. La gente tenía su gracia. Como yo me había vuelto gente, tenía mi gracia también. En esto me crucé con un tipo malhumorado, un tipo como mi «yo» anterior, molesto por la cantidad de personas, y me pareció un idiota. Felices fiestas.
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