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divendres, 27 de gener del 2006

La diferencia

LA DIFERENCIA

Lo mejor del arte es su capacidad para hablar de una cosa cuando finge hablar de otra (o quizá al mismo tiempo que habla de otra). Eso explica que algunos libros en apariencia dirigidos a minorías se conviertan en superventas, o que algunas películas pensadas para circuitos reducidos invadan las salas comerciales. No es previsible que los productores de Brokeback Mountain pensaran que podían ganar cuatro Globos de Oro con una historia de vaqueros gays en una sociedad puritana e intolerante, donde se puede aplicar la inyección letal a un reo sordo, ciego y paralítico sin que ocurra una conmoción social. En la propia película, uno de los personajes recuerda con espanto el día en que su padre le llevó a ver, de niño, para que aprendiera, cómo había acabado sus días un vecino sospechoso de comportamiento homosexual. Y había terminado mal, muy mal, pues la gente virtuosa del pueblo (quizá su propio padre) se habían ensañado con él, antes de asesinarlo y arrojarlo a las alimañas del desierto. A priori, en fin, el guión de Brokeback Mountain no tenía muchas posibilidades de salir adelante ni de triunfar como lo que está haciendo.

Pero es que no es una historia de vaqueros gays, o no es sólo eso. Cualquier persona un poco más evolucionada que Swarzenegger puede haber sentido la soledad de esos dos vaqueros, pues lo que la película muestra es el odio de los biempensantes a la diferencia. Narra una historia, sí, pero a través de esa anécdota cuenta las relaciones del que se siente distinto frente al poder establecido, a la costumbre, a las normas sociales. Curiosamente, las escenas más desgarradoras de esos dos hombres condenados a ocultar su amor, son aquellas con las que más fácilmente se puede identificar (y se identifica sin duda) el espectador heterosexual. Ésa es su virtud. Ése es su secreto: su capacidad de representación. Venderla o hablar de ella como una historia de homosexuales es (aunque también lo sea) reducirla, hacerla más pequeña, condenarla a ser una mera historia de costumbres. Cuando una película tiene la capacidad de trascender su peripecia argumental, como es el caso, el público la consagra como está consagrando la de Ang Lee.

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