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dijous, 29 de desembre del 2011

Una erección de silicona

UNA ERECCIÓN DE SILICONA

Viernes. No se puede sentir la misma culpa por lo que uno imagina que hace que por lo que hace, aunque uno sea capaz, como yo, de pensar cosas horribles. Alguien que imagina que mata a su madre, por ejemplo, no está matándola en realidad. Mientras sea capaz de distinguir la diferencia entre una cosa y otra, pisará tierra firme (si hay tierra firme). Cuando pierda esa capacidad, se hundirá en las tinieblas (o en otra clase de tinieblas). Pienso en esto al leer la noticia de una abogada madrileña que pagó a un sicario para que asesinara a su ex marido. Sin duda, había imaginado muchas veces que el hombre la palmaba, incluso que la palmaba entre grandes sufrimientos, pero por qué y en qué momento atravesó la frontera que separa la fantasía del mundo real. ¿Qué ocurrió, si ocurrió algo? Resulta difícil ponerse en su cabeza porque el crimen no fue el resultado de un pronto, sino de una planificación laboriosa. Primero tuvo que contactar con un cliente suyo relacionado con los bajos fondos, que a su vez hubo de buscar a la persona adecuada para cometer el asesinato. Curiosamente, el asesino sigue libre mientras que la mujer ha sido condenada a 22 años, perdiendo la custodia de su hija, por lo que empezó todo. Un asunto de fronteras, en fin, casi todo en la vida es un problema de fronteras.

Sábado. A propósito de la nota de ayer, me pregunto, mientras el cordero se asa en el horno (es Nochebuena), si la realidad nos hace más desdichados que la imaginación o viceversa. Es evidente que resulta más gratificante comerse un cordero que imaginarlo. Aunque comérselo trae sus complicaciones (sobre todo si habitualmente cenas unas verduras) por la digestión y toda la escatología consecuente. No sé, yo he imaginado varias veces que me dan el Nobel de Física y soy muy feliz mientras lo imagino. Me lo dan porque he inventado unas gafas con las que se puede ver un mundo paralelo al nuestro, aunque no accesible a los sentidos. En ese otro mundo todo es idéntico a lo de éste, pero podemos observarlo desde fuera, como una gota de agua al microscopio.

El cordero está en su punto y comienza a llegar la familia, de modo que abandono el ordenador. Hasta mañana.

Domingo. Hoy es Navidad y no hay periódicos (periódicos de papel quiero decir), pero tengo los de ayer, que no leí pensando en hoy. Son las ocho de la mañana y parece que el mundo se ha acabado. Ni un ruido ni una música ni unos pasos en la escalera. Me abrigo y salgo a dar una vuelta a la manzana para disfrutar de esta sensación de soledad. Al poco, veo venir de frente a un tipo como yo, un poco mayor e insomne, también expulsado de la cama por los nervios. Cuando nos encontramos cerca, el otro cambia de acera, como si temiera que yo fuera a darle conversación, o quizá a darle un golpe. ¡Qué raro! Vuelvo a casa dominado por un sentimiento de irrealidad un poco siniestro y abro uno de los periódicos de ayer sobre la mesa de la cocina. Tropiezo con un reportaje sobre unas prótesis mamarias, de nombre PIP y de nacionalidad francesa, que contienen silicona de uso industrial, como la que utilizamos, supongo, para sellar las fugas de agua de los retretes y bidés. La asociación entre las tetas y los sanitarios del cuarto de baño me provoca extrañeza. Entonces recuerdo haber visto por la tele algunas imágenes de estas prótesis que se rompen dentro del cuerpo, liberando un pegamento de ferretería que se introduce en el torrente de los vasos linfáticos. Lo sé, lo sé, no es modo de comenzar un día de Navidad, pero nunca comienzo los días como debo, tengo un problema aquí dentro, en la cabeza, por eso voy a la psicóloga. El fabricante de las prótesis mamarias PIP, ahora en busca y captura, se dedicaba antes a la charcutería, lo que me lleva a preguntarme si es más lógico evolucionar desde los embutidos a la medicina que desde la medicina a los embutidos. También algunos cirujanos dedicados a la cirugía estética tienen algo de charcuteros. De hecho, los he visto, siempre en la tele, manosear los senos de las mujeres como si fueran mera mercancía. Inopinadamente, tengo una erección.

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