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dissabte, 16 de gener del 2010

Pagar por escribir

PAGAR POR ESCRIBIR

Me contó Gonzalo Suárez que Ray Bradbury escribió sus Crónicas marcianas en los sótanos de la universidad de Ucla, donde había unas máquinas de escribir que funcionaban con monedas, como los televisores de los hospitales. Echabas un dólar por ejemplo, y podías trabajar media hora. Si andabas mal de dinero, como parece que era el caso, no podías detenerte a reflexionar, pues al taxímetro la reflexión le importaba un pito. El taxímetro está para hacer dinero, no para concebir filosofías ni construir relatos, de manera que la maquinaria que medía el tiempo en los sótanos de aquella universidad continuaba corriendo de forma implacable cuando el escritor se daba un respiro. Tuve un ordenador que se calentaba mucho, apagándose de golpe cuando llevaba encendido una hora. Ese era el tiempo de que disponía para escribir el artículo y enviarlo al periódico. Recuerdo la tensión con la que me sentaba ante el teclado y el alivio que sentía cuando lograba ejecutar la tarea en los minutos previstos. Si fracasaba, tenía que esperar otra hora, hasta que sus entrañas se enfriaban lo suficiente como para volver a la vida. Guardo en una carpeta aparte todo lo que escribí con aquel ordenador. Algún día lo revisaré para ver si tiene características específicas, que creo que sí. Escribir a presión resulta agotador, pero estimulante. Las mejores obras de la literatura universal están escritas bajo una amenaza (la del alquiler, la de la medicina de los hijos, la del pan nuestro de cada día, la de la botella de vino, la del pánico al fracaso, la del terror a diluirte, la de no ser querido…). Luego de aquél, tuve otro ordenador al que enseguida le comenzó a fallar la tecla de la te. Tenía que escribir artículos sin usar esa letra, lo que resultaba agotador, pero muy creativo, como batirse en duelo con una mano atada a la espalda. También guardo aquellos artículos en otra carpeta, los repasaré un día de estos. Entre tanto, he dado con un técnico en máquinas tragaperras al que he pedido que instale en mi ordenador un mecanismo como el de la máquina en la que Bradbury escribió su obra maestra. Todavía no sé cuánto me cobraré por una hora de escritura. Aunque, bien pensado, uno no deja nunca de pagar por escribir.

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