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divendres, 28 d’octubre del 2011

Brazos cortos

BRAZOS CORTOS

Lunes. Huelo la depresión como un buitre la carroña. He ahí un hombre deprimido. Se encuentra en la estación de Atocha, en Madrid, a unos pasos de mí, que finjo leer el periódico mientras le observo. Tiene en los párpados la pesadez que proporciona un cóctel de ansiolíticos. Se ha levantado a las siete de la mañana (ahora son las diez), se ha sentado en el borde de la cama y ha observado el día que tenía por delante como si fuera un túnel negro, negro, negro, cuya luz, paradójicamente, aparecería al cerrar de nuevo los ojos, por la noche. Lleva un traje gris que se le ha quedado estrecho (está un poco hinchado por la medicación) y sostiene en la mano izquierda (es zurdo) una cartera absurdamente amarilla. El hombre va de un lado a otro, sin separarse más de tres o cuatro metros del panel de información, al que consulta con ansiedad en cada una de las vueltas, como si no se fiara de él. También mira el reloj cada poco, como si recelara de su modo de dar la hora. Desconfía del reloj, del panel de información y de su propia capacidad para sincronizar los movimientos de su cuerpo y de su mente con los de una realidad que se ha tornado líquida, aunque espesa, como el mercurio, una realidad mercurial. Todo a su alrededor se mueve con la pereza de un metal blando, a punto de fundirse en frío. En esto anuncian la salida de mi tren y abandono el seguimiento.

Martes. Regreso de Barcelona, donde he participado en una mesa redonda titulada Literatura e infierno. El tipo al que se le ocurrió el título nos llevó a cenar después del acto y nos dio su propia conferencia sobre el asunto de la mesa redonda. Se notaba a la legua que estaba deprimido, como el de la estación de Atocha, pero en este caso se trataba de una depresión eufórica, valga la contradicción. Sus invitados le escuchábamos sin intervenir porque daba un poco de miedo su grado de desesperación. En los postres se vino abajo y nos pidió consejo acerca de su madre, a la que no sabía si ingresar o no ingresar en una residencia. Comprendí que el mundo está mal, muy mal, y me juré (en vano) que el mundo no lograría contagiarme su malestar. En el tren ponen una película sin gracia con la que mi compañero de asiento se muere sin embargo de la risa. Me pregunto qué rayos habrá fumado.

Miércoles. Si todas las mangas de todas las chaquetas te están largas, lo más probable es que tengas los brazos cortos. Las mangas se pueden arreglar; los brazos, no. Sin embargo, creo que nos empeñamos en arreglar los brazos, lo que ocasiona un sufrimiento innumerable. A propósito de sufrimiento, en California acaban de prohibir el foie porque un hígado graso es una crueldad. Hay crueldades que con un poco de mermelada de grosella están para comérselas. La idea del foie me abre el apetito y decido comer fuera, en un restaurante cercano donde lo sirven con mucho gusto, se me hace la boca agua. Al ponerme la chaqueta para salir, veo que las mangas me quedan largas. Lo advertí al comprármela, pero me dio pereza solicitar que la arreglaran, lo que significaba volver a recogerla. Quiere decirse que arreglar las mangas tampoco está al alcance de cualquiera.

Jueves. Me deja un mensaje mi psicoanalista. Está enferma y no podrá atenderme hoy. Tengo un amigo cuya psicoanalista falleció en mitad del tratamiento. No es lo mismo, pero también molesta, claro. Le resta omnipotencia y yo, hoy por hoy, necesito una psicoanalista omnipotente, como mi madre. Sé que lo analizaremos en la próxima sesión, si no se muere (cruzo los dedos), y que ella me dirá por qué necesito recordar a mi madre como una mujer que lo pudiera todo. Yo le diré que mi madre lo podía todo y ella me preguntará si estoy seguro de lo que digo y entonces yo diré, al borde de las lágrimas, que no, que en realidad mi madre era muy frágil, pero que reconocerlo me fragiliza a mí. Para sustituir la sesión, me voy al baño turco, donde permanezco más tiempo del aconsejado. El baño turco, conmigo desnudo dentro, me recuerda el útero materno. Procuro ir una o dos veces por semana y salgo nuevo, aunque con la tensión baja, lo que me ayuda a relativizar las cosas.

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