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dissabte, 19 de març del 2011

Una olla exprés

UNA OLLA EXPRÉS

Calculo que de las 30 personas que viajamos en este vagón de metro, a esta hora exacta de la tarde, 28 van pensando en Japón. Japón funciona dentro de nuestras cabezas como una de esas melodías que entran en las meninges un martes y no se van hasta el domingo. Formulada la estadística anterior, que carece de rigor científico (lo mismo que la seguridad de las centrales nucleares), me pongo a buscar a los dos viajeros capaces de no pensar en lo que piensa todo el mundo. Uno de ellos, imagino, es esa mujer de unos 40 años que lee un libro de poemas de León Felipe.

Antología rota, tal es el título del volumen, que regaló hace poco un periódico de ámbito nacional. Buen título. Se nota que la mujer mueve la lengua dentro de la boca, como si degustara los versos. El otro viajero que no piensa en Japón es un adolescente alucinado que mueve la rodilla al compás de la canción que escucha (lleva puestos unos enormes casos). Antología rota. Realidades rotas. Vidas rotas. Noches rotas. Parece que vamos a sufrir una suerte de corralito energético: menos horas de luz, apagones eléctricos, quizá una vuelta a las velas. Resulta que donde creíamos tener equis vatios, tenemos equis menos 30, o equis menos 40, no lo sé. De momento será una cosa voluntaria. Así, el próximo día 26, y dentro de la campaña La hora del planeta, mucha gente apagará las luces de su casa. Un acto simbólico en medio de estos excesos de la realidad. En la siguiente parada se apea la mujer de los versos que movía la lengua al leer y entra una pareja de inmigrantes asiáticos, arrastrando una maleta gigantesca cada uno, las dos a punto de reventar. Se nota que en esas maletas llevan sus vidas (sus vidas a punto de reventar, también eso se nota). Pesa más la existencia cuando cabe en una maleta que cuando necesitas, para transportarla, un tren de mercancías. Y pesa todavía más, diga lo que diga el tópico, cuando te cabe en los bolsillos del pantalón, sobre todo si están rotos.

A medida que nos acercamos al centro de la ciudad, el vagón se va llenando de gente. Le cedo mi asiento a una embarazada y sigo jugando a imaginar cuántos de todos estos viajeros llevan dentro de la cabeza la imagen de una central nuclear silbando como una olla exprés enloquecida.

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