ESCRITURA EMBALSAMADA
Al contrario que en otros tiempos, en la actualidad se escribe para caducar, para morir. La literatura, que era un pasaje para la eternidad, ha devenido en un billete para la evaporación. Algunos libros duran en la mesa de novedades menos que una pastilla de ácido en la puerta de un colegio. Eso, que a primera vista parece doloroso, puede constituir también un acicate (qué rayos significará acicate). Jamás ha habido tantos libros muertos, llegan difuntos ya a las librerías. Como están maquillados, los compradores no se dan cuenta de que se llevan un cadáver. Hay libros momia de los que se tiran un millón de ejemplares, todos debidamente embalsamados. No me pregunten cómo se embalsama la escritura porque no tengo ni idea. Pero distingo un libro finado a dos kilómetros. Los libros muertos están escritos por escritores vivos al modo en que muchos libros listos salen de la cabeza de novelistas tontos. La vida está llena de contradicciones de este tipo. Hay más cordura en un frenopático que en una reunión del G-20.
Con la proliferación de los nuevos soportes de lectura, los libros devienen también en chatarra cósmica que gira por los cielos de la red. Como piratear un libro no cuesta nada, muchas tabletas electrónicas están llenas de títulos que jamás se leerán, de música que nunca se escuchará, de películas que etcétera. La abundancia, paradójicamente, está conduciendo a la escasez al modo en que la vida conduce a la muerte.
– Tengo todo el barroco musical en este trasto.
– ¿Y lo escuchas?
– Qué va, no me gusta la música clásica.
Parece una contradicción que la inmortalidad tuviera fecha de caducidad, pero lo único inmortal entre nosotros es la caducidad. Lo perenne era una fantasía loca. Por eso hay que escribir para la muerte. Cada palabra, cada frase, cada párrafo ha de ser, de aquí en adelante, un paso hacia el abismo. La única garantía que podemos ofrecer al lector es que al cerrar el libro será más viejo que antes de abrirlo. No hay estadísticas sobre la gente que se muere leyendo, pero servidor siempre ha leído muriéndose. O sea, lo que decíamos ayer.
Al contrario que en otros tiempos, en la actualidad se escribe para caducar, para morir. La literatura, que era un pasaje para la eternidad, ha devenido en un billete para la evaporación. Algunos libros duran en la mesa de novedades menos que una pastilla de ácido en la puerta de un colegio. Eso, que a primera vista parece doloroso, puede constituir también un acicate (qué rayos significará acicate). Jamás ha habido tantos libros muertos, llegan difuntos ya a las librerías. Como están maquillados, los compradores no se dan cuenta de que se llevan un cadáver. Hay libros momia de los que se tiran un millón de ejemplares, todos debidamente embalsamados. No me pregunten cómo se embalsama la escritura porque no tengo ni idea. Pero distingo un libro finado a dos kilómetros. Los libros muertos están escritos por escritores vivos al modo en que muchos libros listos salen de la cabeza de novelistas tontos. La vida está llena de contradicciones de este tipo. Hay más cordura en un frenopático que en una reunión del G-20.
Con la proliferación de los nuevos soportes de lectura, los libros devienen también en chatarra cósmica que gira por los cielos de la red. Como piratear un libro no cuesta nada, muchas tabletas electrónicas están llenas de títulos que jamás se leerán, de música que nunca se escuchará, de películas que etcétera. La abundancia, paradójicamente, está conduciendo a la escasez al modo en que la vida conduce a la muerte.
– Tengo todo el barroco musical en este trasto.
– ¿Y lo escuchas?
– Qué va, no me gusta la música clásica.
Parece una contradicción que la inmortalidad tuviera fecha de caducidad, pero lo único inmortal entre nosotros es la caducidad. Lo perenne era una fantasía loca. Por eso hay que escribir para la muerte. Cada palabra, cada frase, cada párrafo ha de ser, de aquí en adelante, un paso hacia el abismo. La única garantía que podemos ofrecer al lector es que al cerrar el libro será más viejo que antes de abrirlo. No hay estadísticas sobre la gente que se muere leyendo, pero servidor siempre ha leído muriéndose. O sea, lo que decíamos ayer.
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