DESMAYOS REPARADORES
Para algunas culturas la muerte no es un hecho cerrado definitivo. En Bailando sobre la tumba, Nigel Barley cuenta que en cierta ocasión preguntó a un dowayo por su mujer. «Murió anoche», respondió el hombre con naturalidad. En ese momento, Nigel Barley vio a la muerta avanzar por el camino, recogiendo hojas de un lado y otro.
En realidad, se había desmayado, pero en esa cultura llamaban muerte al desmayo, de modo que la gente fallecía y resucitaba como el que entra y sale de una habitación. No había una frontera clara, en fin, entre el más allá y el más acá. Se podía ir y regresar, como debe ser. Piensa uno que los ritos de muerte y renacimiento guardan alguna relación con esa idea. Hay que morir, siquiera sea simbólicamente, para volver a vivir. La muerte deviene así en una especie de descanso.
En cierto modo, los períodos de vacaciones equivalen a un fallecimiento atenuado. Los cuerpos, en la playa, tienen algo de seres de otro mundo, sobre todo al principio, cuando conservan la blancura invernal, la extrañeza frente a la desnudez propia y ajena. Cada una de las personas con las que uno se cruza en la orilla del mar, vistas a esta luz, son auténticos aparecidos, gente que se encuentra fuera de su lugar natural: muertos. Muertos que a primeros de septiembre resucitarán en su ciudad de origen.
La muerte, como el sueño, es un descanso. Morimos mil veces a lo largo de la vida para ser capaces de volver a nacer. Esa persona que deja de afeitarse durante cuatro días ha cedido a la tentación de morir, aunque sea un poco, para retomar el placer de salir luego a la calle perfectamente rasurado. Las enfermedades, en la medida en que nos obligan a abandonar nuestras ocupaciones de siempre, constituyen un pequeño óbito.
La convalecencia simboliza el renacimiento. Quienes sufren lipotimias con alguna frecuencia aseguran que al salir del desmayo tienen la sensación de estrenar el cuerpo, la vida, la realidad. Ahora bien, una cosa es la muerte y otra la agonía. Y lo de estas vacaciones no está siendo un desmayo reparador, sino una congoja permanente.
Y es que también hay que descansar de la prima de riesgo y del acoso de los mercados y de los planes de rescate. Quiere decirse que al telediario le vendrían muy bien unas vacaciones, incluso una muerte súbita.
Para algunas culturas la muerte no es un hecho cerrado definitivo. En Bailando sobre la tumba, Nigel Barley cuenta que en cierta ocasión preguntó a un dowayo por su mujer. «Murió anoche», respondió el hombre con naturalidad. En ese momento, Nigel Barley vio a la muerta avanzar por el camino, recogiendo hojas de un lado y otro.
En realidad, se había desmayado, pero en esa cultura llamaban muerte al desmayo, de modo que la gente fallecía y resucitaba como el que entra y sale de una habitación. No había una frontera clara, en fin, entre el más allá y el más acá. Se podía ir y regresar, como debe ser. Piensa uno que los ritos de muerte y renacimiento guardan alguna relación con esa idea. Hay que morir, siquiera sea simbólicamente, para volver a vivir. La muerte deviene así en una especie de descanso.
En cierto modo, los períodos de vacaciones equivalen a un fallecimiento atenuado. Los cuerpos, en la playa, tienen algo de seres de otro mundo, sobre todo al principio, cuando conservan la blancura invernal, la extrañeza frente a la desnudez propia y ajena. Cada una de las personas con las que uno se cruza en la orilla del mar, vistas a esta luz, son auténticos aparecidos, gente que se encuentra fuera de su lugar natural: muertos. Muertos que a primeros de septiembre resucitarán en su ciudad de origen.
La muerte, como el sueño, es un descanso. Morimos mil veces a lo largo de la vida para ser capaces de volver a nacer. Esa persona que deja de afeitarse durante cuatro días ha cedido a la tentación de morir, aunque sea un poco, para retomar el placer de salir luego a la calle perfectamente rasurado. Las enfermedades, en la medida en que nos obligan a abandonar nuestras ocupaciones de siempre, constituyen un pequeño óbito.
La convalecencia simboliza el renacimiento. Quienes sufren lipotimias con alguna frecuencia aseguran que al salir del desmayo tienen la sensación de estrenar el cuerpo, la vida, la realidad. Ahora bien, una cosa es la muerte y otra la agonía. Y lo de estas vacaciones no está siendo un desmayo reparador, sino una congoja permanente.
Y es que también hay que descansar de la prima de riesgo y del acoso de los mercados y de los planes de rescate. Quiere decirse que al telediario le vendrían muy bien unas vacaciones, incluso una muerte súbita.
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