ACTIVIDADES ASMÁTICAS
Era de noche en mi mundo analógico cuando adopté la apariencia de hombre digital y me introduje en la Red. Mi familia y las moscas dormían. Los peces, con los ojos abiertos, permanecían suspendidos entre dos aguas dentro de su bola de cristal. La cisterna gemía, como si se desangrara con la gota que dejaba escapar cada cuatro segundos, a veces cada cinco. La nevera, asmática, perdía el resuello en el arranque mientras el reloj del microondas parpadeaba con dos ceros, lanzando destellos verdes al pasillo, como solicitando que una mano caritativa lo pusiera en hora. De la calle, a través de las ventanas y filtrada por sus visillos blancos, llegaba una luminosidad lechosa (de leche desnatada, se entiende). Aunque la casa estaba fría, las sombras ardían.
Mi versión digital es tan rudimentaria que los nativos de la Red me detectan enseguida. Ahí va, dicen señalándome en los chats y en los foros y en las consultas médicas virtuales. Ha vuelto el analógico, se ríen, caricaturizando mi aspecto. A quién quiere engañar con ese disfraz digital del paleolítico. Yo cambio continuamente de acera, o de calle, o de página web. Pero basta que abra la boca o que escriba cuatro palabras para denunciar mi condición. Ayer estuve en un sitio de gente que ve marcianos y cosas así, y ni ahí me dejaron en paz. De todos modos, me quedé. Una muchacha de Cuenca, y a propósito de mi presencia, tan fuera de lugar, aseguraba haberse cruzado en el pasillo de su casa analógica con la versión virtual de su padre en camiseta de tirantes, lo que a todo el mundo le pareció una contradicción imposible. Yo les dije que utilizaba camiseta de tirantes, lo que les hizo gracia y me dieron un poco de cuerda.
Entonces alguien contó que estaba teniendo una visión según la cual un perro analógico estaba siendo atropellado en ese instante por un automóvil analógico en una calle analógica de Madrid. No había acabado de contarlo cuando escuché el ruido de un frenazo. Dejé el ordenador, me asomé a la ventana y vi el perro muerto y al coche dándose a la fuga en medio de la calle desierta. Cerré el portátil y regresé a la cama con mi pesado cuerpo hecho a base de átomos. En el momento de cerrar los ojos, el motor de la nevera cesó en su actividad asmática.
Era de noche en mi mundo analógico cuando adopté la apariencia de hombre digital y me introduje en la Red. Mi familia y las moscas dormían. Los peces, con los ojos abiertos, permanecían suspendidos entre dos aguas dentro de su bola de cristal. La cisterna gemía, como si se desangrara con la gota que dejaba escapar cada cuatro segundos, a veces cada cinco. La nevera, asmática, perdía el resuello en el arranque mientras el reloj del microondas parpadeaba con dos ceros, lanzando destellos verdes al pasillo, como solicitando que una mano caritativa lo pusiera en hora. De la calle, a través de las ventanas y filtrada por sus visillos blancos, llegaba una luminosidad lechosa (de leche desnatada, se entiende). Aunque la casa estaba fría, las sombras ardían.
Mi versión digital es tan rudimentaria que los nativos de la Red me detectan enseguida. Ahí va, dicen señalándome en los chats y en los foros y en las consultas médicas virtuales. Ha vuelto el analógico, se ríen, caricaturizando mi aspecto. A quién quiere engañar con ese disfraz digital del paleolítico. Yo cambio continuamente de acera, o de calle, o de página web. Pero basta que abra la boca o que escriba cuatro palabras para denunciar mi condición. Ayer estuve en un sitio de gente que ve marcianos y cosas así, y ni ahí me dejaron en paz. De todos modos, me quedé. Una muchacha de Cuenca, y a propósito de mi presencia, tan fuera de lugar, aseguraba haberse cruzado en el pasillo de su casa analógica con la versión virtual de su padre en camiseta de tirantes, lo que a todo el mundo le pareció una contradicción imposible. Yo les dije que utilizaba camiseta de tirantes, lo que les hizo gracia y me dieron un poco de cuerda.
Entonces alguien contó que estaba teniendo una visión según la cual un perro analógico estaba siendo atropellado en ese instante por un automóvil analógico en una calle analógica de Madrid. No había acabado de contarlo cuando escuché el ruido de un frenazo. Dejé el ordenador, me asomé a la ventana y vi el perro muerto y al coche dándose a la fuga en medio de la calle desierta. Cerré el portátil y regresé a la cama con mi pesado cuerpo hecho a base de átomos. En el momento de cerrar los ojos, el motor de la nevera cesó en su actividad asmática.
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