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diumenge, 7 d’agost del 2011

Sobre la culpa

SOBRE LA CULPA


El pecado original, si lo piensas, es un gran invento, uno de los más grandes de la humanidad. El pecado original significa que venimos al mundo debiendo algo a alguien, como si naciéramos ya con la hipoteca firmada. Observando a un recién nacido, sobre todo si es de la familia, podría parecernos mentira que estuviera entrampado. Pero si la idea de esa culpa fundacional ha prendido con tanta fuerza, es porque es cierta. No cierta a la manera literal en que se describe en la Biblia, aunque perfectamente metaforizada en la transgresión de Adán y Eva. Algo nos ha ocurrido, ignoramos dónde o cuándo, que justifica esta sensación de deberle dinero a alguien. Tampoco hay que descartar, desde luego, la posibilidad que nos sintamos culpables al modo en que se siente sucio, por ejemplo, el niño del que abusa un adulto. Por raro que parezca, es muy frecuente que la víctima piense mal de sí misma.

Aceptemos esta segunda posibilidad: la de que en realidad los culpables son otros y nosotros sus víctimas. Esto justificaría el afán de transgresión que nos habita desde lo del árbol del conocimiento del bien y del mal. La transgresión está bien vista porque constituye un modo de decir que no somos culpables. Gracias a la transgresión existen la literatura y la pintura y el cine y el arte en general. Decir de un poema que es transgresor resulta redundante porque tal debe ser su naturaleza. Transgresión significa, en alguna medida, anormalidad. Ni Baudelaire ni Verlaine, por citar la pareja habitual, fueron normales.

La anormalidad fue su premio (dejaron una obra importante) y su castigo (sufrieron más que el jefe del departamento contable de una empresa de cementos). Si Adán y Eva hubieran sido normales, no conoceríamos a Dios, no al menos su lado más cruel, su costado sádico.Así vivimos, entre la normalidad y la anormalidad. Mi amigo Gonzalo Suárez (que es anormal en el sentido del que venimos hablando) me decía en un encuentro reciente que la normalidad es una conquista del ser humano. ¡Cuánta razón tiene!, pensé. Aún así, él y (supongo que yo) volveríamos a dejar tentarnos por la serpiente. De ahí nuestro sentimiento de culpa etcétera.

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