PARANOIAS INVERSAS
En la barra de la cafetería donde me tomaba el gin tonic de media tarde había un actor conocido al que todos, de un modo más o menos grosero, observábamos. Discutía con su mujer, también actriz, aunque menos conocida que él. Como ambos sabían que estábamos pendientes de ellos, cuando exponían algo muy subido de tono sonreían, como si estuvieran diciendo algo amable o gracioso. Parecían muy experimentados en contradecir con la expresión de la cara lo que salía de sus bocas. Yo me enteraba de todo porque en la mesa de al lado había una tipo experto en la lectura de labios que iba traduciendo la conversación a su acompañante (un teniente del ejército de Tierra con la guerrera desabrochada).
—Ahora ella le acaba de llamar a él hijo de perra.
La traducción simultánea era perfecta, pero más perfecta resultaba aún la actitud de los cónyuges, que no dejaban de reír y de sonreír (y hasta de hacerse caricias) mientras se despellejaban mutuamente con crueldad. Cuanto mayores eran los sapos y las culebras que escapaban de sus labios, mayores eran también las muestras de afecto que se dedicaban. Al principio me pareció un poco duro ese ejercicio de falsificación de la realidad dirigido al mantenimiento de la imagen pública, pero luego le encontré sus ventajas.
¿Qué ocurriría si nos odiáramos fingiendo que nos amamos? Imaginé una tertulia de televisión en la que los adversarios se contradecían con la violencia verbal a la que estamos acostumbrados, pero componiendo expresiones faciales de enorme dulzura, como si se estuvieran seduciendo. ¿Qué pesaría más en el ánimo de los contendientes, lo dicho por la boca o lo expresado con el cuerpo?
En esto, el actor pagó y salieron haciéndose arrumacos. El teniente de la guerrera desabrochada dijo entonces al lector de labios que debía de ser horrible sentirse observado todo el tiempo.
—Peor es sentirse desobservado —manifestó el traductor.
Sentirse desobservado, pensé para mis adentros, era una especie de paranoia inversa, quizá más dolorosa que la paranoia directa. El gin tonic resultó una basura, pero me quejé de ello sonriendo, como si me hubiera gustado.
En la barra de la cafetería donde me tomaba el gin tonic de media tarde había un actor conocido al que todos, de un modo más o menos grosero, observábamos. Discutía con su mujer, también actriz, aunque menos conocida que él. Como ambos sabían que estábamos pendientes de ellos, cuando exponían algo muy subido de tono sonreían, como si estuvieran diciendo algo amable o gracioso. Parecían muy experimentados en contradecir con la expresión de la cara lo que salía de sus bocas. Yo me enteraba de todo porque en la mesa de al lado había una tipo experto en la lectura de labios que iba traduciendo la conversación a su acompañante (un teniente del ejército de Tierra con la guerrera desabrochada).
—Ahora ella le acaba de llamar a él hijo de perra.
La traducción simultánea era perfecta, pero más perfecta resultaba aún la actitud de los cónyuges, que no dejaban de reír y de sonreír (y hasta de hacerse caricias) mientras se despellejaban mutuamente con crueldad. Cuanto mayores eran los sapos y las culebras que escapaban de sus labios, mayores eran también las muestras de afecto que se dedicaban. Al principio me pareció un poco duro ese ejercicio de falsificación de la realidad dirigido al mantenimiento de la imagen pública, pero luego le encontré sus ventajas.
¿Qué ocurriría si nos odiáramos fingiendo que nos amamos? Imaginé una tertulia de televisión en la que los adversarios se contradecían con la violencia verbal a la que estamos acostumbrados, pero componiendo expresiones faciales de enorme dulzura, como si se estuvieran seduciendo. ¿Qué pesaría más en el ánimo de los contendientes, lo dicho por la boca o lo expresado con el cuerpo?
En esto, el actor pagó y salieron haciéndose arrumacos. El teniente de la guerrera desabrochada dijo entonces al lector de labios que debía de ser horrible sentirse observado todo el tiempo.
—Peor es sentirse desobservado —manifestó el traductor.
Sentirse desobservado, pensé para mis adentros, era una especie de paranoia inversa, quizá más dolorosa que la paranoia directa. El gin tonic resultó una basura, pero me quejé de ello sonriendo, como si me hubiera gustado.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada