INDECISIÓN
Este señor que me acaba de preguntar la hora tiene un melanoma en el cuello. Lo sé porque acabo de salir del dermatólogo, que me ha dado una lección sobre la piel.
—Desnúdate, Juanjo —me ha dicho.
Hacía años que nadie me pedía que me desnudara, de modo que lo he hecho con gusto, sin vergüenza, sin reparos, incluso con cierto placer. James Ellroy, el célebre autor de novelas policiacas, se refiere en uno de sus libros, no recuerdo cuál, al prodigio como a uno de esos instantes de la vida en los que se produce una revelación trascendental.
¿No es revelador que un ser humano se desnude ante otro sin que entre ellos exista ninguna pasión? Pienso en ello mientras coloco las ropas sobre el respaldo de la silla. El médico, entre tanto, me pregunta por mis vacaciones, por mi familia, por mis proyectos literarios. Una vez desnudo, no sé si tumbarme en la camilla o permanecer de pie, pero él toma una especie de puntero, me lleva frente a un espejo grande y comienza a señalar cada una de las irregularidades de mi piel como el que da una lección de geografía.
—Mira, esto es una mancha típica de la edad que no puede evolucionar a una cosa maligna.
—Pero ¿se puede irritar?
—Se puede irritar, sí, pero su capaz de destrucción es muy limitada.
De súbito, mi desnudez me parece un prodigio, un milagro, de modo que dejo de escuchar al médico para concentrarme en esa revelación. Hay algo aquí, hoy, en esta consulta, que excede a la capacidad de comprensión del dermatólogo y a la mía. Me parece que en cierto modo, de una manera absolutamente irracional, los dos somos inmortales.
Mientras me visto de nuevo, el médico dice que no es necesario que vuelva revisarme hasta dentro de dos años y me enumera una vez más las características del melanoma. Por eso sé que este señor que acaba de pedirme la hora tiene uno en el cuello.
¿Se lo digo o no se lo digo? No se lo digo por pudor, pero lo sigo un par de calles, para ver si resuelvo la duda. Entonces, él para un taxi y se pierde en medio del tráfico, con su melanoma. Perra vida.
Este señor que me acaba de preguntar la hora tiene un melanoma en el cuello. Lo sé porque acabo de salir del dermatólogo, que me ha dado una lección sobre la piel.
—Desnúdate, Juanjo —me ha dicho.
Hacía años que nadie me pedía que me desnudara, de modo que lo he hecho con gusto, sin vergüenza, sin reparos, incluso con cierto placer. James Ellroy, el célebre autor de novelas policiacas, se refiere en uno de sus libros, no recuerdo cuál, al prodigio como a uno de esos instantes de la vida en los que se produce una revelación trascendental.
¿No es revelador que un ser humano se desnude ante otro sin que entre ellos exista ninguna pasión? Pienso en ello mientras coloco las ropas sobre el respaldo de la silla. El médico, entre tanto, me pregunta por mis vacaciones, por mi familia, por mis proyectos literarios. Una vez desnudo, no sé si tumbarme en la camilla o permanecer de pie, pero él toma una especie de puntero, me lleva frente a un espejo grande y comienza a señalar cada una de las irregularidades de mi piel como el que da una lección de geografía.
—Mira, esto es una mancha típica de la edad que no puede evolucionar a una cosa maligna.
—Pero ¿se puede irritar?
—Se puede irritar, sí, pero su capaz de destrucción es muy limitada.
De súbito, mi desnudez me parece un prodigio, un milagro, de modo que dejo de escuchar al médico para concentrarme en esa revelación. Hay algo aquí, hoy, en esta consulta, que excede a la capacidad de comprensión del dermatólogo y a la mía. Me parece que en cierto modo, de una manera absolutamente irracional, los dos somos inmortales.
Mientras me visto de nuevo, el médico dice que no es necesario que vuelva revisarme hasta dentro de dos años y me enumera una vez más las características del melanoma. Por eso sé que este señor que acaba de pedirme la hora tiene uno en el cuello.
¿Se lo digo o no se lo digo? No se lo digo por pudor, pero lo sigo un par de calles, para ver si resuelvo la duda. Entonces, él para un taxi y se pierde en medio del tráfico, con su melanoma. Perra vida.
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