EL ABUELO FANTASMA
Jueves (más o menos). Un terrorista mata al alcalde de Kandahar con una bomba oculta en el turbante. Quiere decirse que la realidad produce metáforas: de un lado, porque los terroristas tienen por cerebro un explosivo; de otro, porque todo cerebro debería poseer la capacidad destructiva de la goma 2. Pienso en cerebros con esa capacidad aniquiladora, el de J. D. Salinger, por ejemplo, autor de la célebre novela El guardián entre el centeno. Solo un cerebro lleno de metralla es capaz de producir una obra tan arrasadora, de la que él fue el primer damnificado. Me he acordado de Salinger porque estoy leyendo una excelente biografía suya, publicada por Círculo de Lectores, en la que se da cuenta, entre otras cosas, del daño que le hizo lo que llevaba debajo del turbante.
Viernes (o alrededores). Leo en un periódico cualquiera una crítica literaria en la que aparece la siguiente frase: “Un libro mal editado, lleno de erraras”. Evidentemente, quiere decir “lleno de erratas”. Me hace gracia que el crítico caiga en lo mismo que critica. Como aquel que dice a todo volumen: “¡Yo no grito!”. Todos somos un poco así, ¿no? Tendemos a hacer lo que negamos y a no hacer lo que afirmamos. Tomo notas para un cuento en el que un sábado asegura ser un viernes. ¿Prefieren los sábados ser viernes y los domingos lunes?
Sábado. Viene el pocero para realizar el mantenimiento del sumidero del garaje, que el año pasado se me inundó en una tormenta. Se queja de que la crisis le obligue a trabajar los sábados. El hombre preferiría que fuera viernes, como en el cuento que se me ocurrió ayer. Viene con un camión cisterna que contiene unos dos mil litros de agua, del que desenrosca una manguera más bien fina en cuyo extremo coloca una especie de caperuza de cobre. Por esa caperuza sale el agua a una presión capaz de partir a un hombre por la mitad. La manguera, por otra parte, se autopropulsa, de modo que una vez introducida en el sumidero, se introduce en sus profundidades con la agilidad de una serpiente, de un hurón, de una rata, deshaciendo todos los atascos. El espectáculo, créanme, resulta fascinante y muy metafórico, como lo de la bomba en el turbante. Al final, el pocero deduce que mis tuberías se encuentran en muy buen estado y que basta con que haga la revisión cada dos años. Curiosamente, ayer fui al endocrino, para una revisión rutinaria de la próstata y me dijo lo mismo: que estaba bien y que no volviera hasta dentro de dos años.
Domingo. Leo en un periódico atrasado que los militares homosexuales, en Estados Unidos, no se verán obligados a fingir que son heterosexuales. He ahí una gran conquista social. Ahora solo falta que las mujeres no tengan que hacerse pasar por hombres ni los negros por blancos ni los enanos por gigantes ni los gordos por delgados.
Lunes. Ceno con un amigo cuyo abuelo muerto le protege. Eso dice.
—Ayer –añade– me dormí en el coche, volviendo de Bilbao, y mi abuelo me despertó, salvándome la vida.
Por lo visto, el fantasma de su abuelo, que viajaba en el asiento del copiloto, le dio un toque en el hombro cuando se le cerraron los ojos. Este abuelo le ayudó también, hace ya algunos años, a aprobar unas oposiciones a inspector de Hacienda. Y le echó una mano en su primer divorcio. Está muy presente en su vida, más presente ahora que cuando vivía.
—¿Pero tú llegas a verle? –pregunto.
—Verle, verle, no –dice–, pero siento su presencia. Además, me habla.
Al observar mi cara de escepticismo, quizá de envidia, mi amigo cambia de conversación, pero para hablar de extraterrestres. Asegura que el asesino de Oslo es alienígena.
—¿Y eso? –pregunto.
—¿No te has fijado en las fotos?
—Sí –digo–, pero me han parecido normales dentro de la anormalidad.
—Es difícil de definir –insiste él–, pero sus rasgos son claramente artificiales. Seguro que no tiene hígado.
La mención al hígado me paraliza y ahora soy yo el que cambia de conversación. Pago yo la cena y me retiro pronto, reflexionando sobre esa rara compatibilidad entre ser inspector de Hacienda y estar loco. Me duermo con la ayuda de un Orfidal.
Jueves (más o menos). Un terrorista mata al alcalde de Kandahar con una bomba oculta en el turbante. Quiere decirse que la realidad produce metáforas: de un lado, porque los terroristas tienen por cerebro un explosivo; de otro, porque todo cerebro debería poseer la capacidad destructiva de la goma 2. Pienso en cerebros con esa capacidad aniquiladora, el de J. D. Salinger, por ejemplo, autor de la célebre novela El guardián entre el centeno. Solo un cerebro lleno de metralla es capaz de producir una obra tan arrasadora, de la que él fue el primer damnificado. Me he acordado de Salinger porque estoy leyendo una excelente biografía suya, publicada por Círculo de Lectores, en la que se da cuenta, entre otras cosas, del daño que le hizo lo que llevaba debajo del turbante.
Viernes (o alrededores). Leo en un periódico cualquiera una crítica literaria en la que aparece la siguiente frase: “Un libro mal editado, lleno de erraras”. Evidentemente, quiere decir “lleno de erratas”. Me hace gracia que el crítico caiga en lo mismo que critica. Como aquel que dice a todo volumen: “¡Yo no grito!”. Todos somos un poco así, ¿no? Tendemos a hacer lo que negamos y a no hacer lo que afirmamos. Tomo notas para un cuento en el que un sábado asegura ser un viernes. ¿Prefieren los sábados ser viernes y los domingos lunes?
Sábado. Viene el pocero para realizar el mantenimiento del sumidero del garaje, que el año pasado se me inundó en una tormenta. Se queja de que la crisis le obligue a trabajar los sábados. El hombre preferiría que fuera viernes, como en el cuento que se me ocurrió ayer. Viene con un camión cisterna que contiene unos dos mil litros de agua, del que desenrosca una manguera más bien fina en cuyo extremo coloca una especie de caperuza de cobre. Por esa caperuza sale el agua a una presión capaz de partir a un hombre por la mitad. La manguera, por otra parte, se autopropulsa, de modo que una vez introducida en el sumidero, se introduce en sus profundidades con la agilidad de una serpiente, de un hurón, de una rata, deshaciendo todos los atascos. El espectáculo, créanme, resulta fascinante y muy metafórico, como lo de la bomba en el turbante. Al final, el pocero deduce que mis tuberías se encuentran en muy buen estado y que basta con que haga la revisión cada dos años. Curiosamente, ayer fui al endocrino, para una revisión rutinaria de la próstata y me dijo lo mismo: que estaba bien y que no volviera hasta dentro de dos años.
Domingo. Leo en un periódico atrasado que los militares homosexuales, en Estados Unidos, no se verán obligados a fingir que son heterosexuales. He ahí una gran conquista social. Ahora solo falta que las mujeres no tengan que hacerse pasar por hombres ni los negros por blancos ni los enanos por gigantes ni los gordos por delgados.
Lunes. Ceno con un amigo cuyo abuelo muerto le protege. Eso dice.
—Ayer –añade– me dormí en el coche, volviendo de Bilbao, y mi abuelo me despertó, salvándome la vida.
Por lo visto, el fantasma de su abuelo, que viajaba en el asiento del copiloto, le dio un toque en el hombro cuando se le cerraron los ojos. Este abuelo le ayudó también, hace ya algunos años, a aprobar unas oposiciones a inspector de Hacienda. Y le echó una mano en su primer divorcio. Está muy presente en su vida, más presente ahora que cuando vivía.
—¿Pero tú llegas a verle? –pregunto.
—Verle, verle, no –dice–, pero siento su presencia. Además, me habla.
Al observar mi cara de escepticismo, quizá de envidia, mi amigo cambia de conversación, pero para hablar de extraterrestres. Asegura que el asesino de Oslo es alienígena.
—¿Y eso? –pregunto.
—¿No te has fijado en las fotos?
—Sí –digo–, pero me han parecido normales dentro de la anormalidad.
—Es difícil de definir –insiste él–, pero sus rasgos son claramente artificiales. Seguro que no tiene hígado.
La mención al hígado me paraliza y ahora soy yo el que cambia de conversación. Pago yo la cena y me retiro pronto, reflexionando sobre esa rara compatibilidad entre ser inspector de Hacienda y estar loco. Me duermo con la ayuda de un Orfidal.
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