LOS DEDOS DE LOS PIES
Lunes. En la cafetería donde apuro el gin-tonic de media tarde, una niña de unos 13 años está dando lecciones de gramática a su padre. Al principio me parece uno de esos juegos en los que los adultos nos mostramos condescendientes con los críos, para ayudarles a entender algo. Pero no, va en serio. Quizá, pienso, el padre está preparando una oposición cuyo temario incluye conocimientos gramaticales que ha olvidado o que nunca tuvo. En todo caso, la niña posee unas habilidades didácticas curiosas.
—Mira –dice ahora a su progenitor–, los ladrillos de las palabras son las letras. Con las 28 letras del abecedario puedes construir todos los edificios verbales que quieras.
Imagino que ha escuchado esa frase a su profesor, pues resulta excesiva para una cría de su edad. Pero lleva razón. Bastan esas 28 letras (28 ladrillos) para escribir La Regenta. Se mire por donde se mire, es asombroso.
—Pero si todas las palabras tienen el mismo aspecto –dice ahora el padre–, ¿cómo distinguir los sustantivos de los adjetivos o los adjetivos de los verbos?
—Ese es el problema –responde la niña con una expresión rara, como de pánico–, pero eso lo veremos mañana.
Habría dado cualquier cosa por escuchar esa explicación, pero parece que la clase ha terminado por hoy. Me sorprende que la niña sea también la que llame al camarero y la que pague la cuenta. Luego abandonan la cafetería tomados de la mano y tengo la sensación de que el hombre es un tonto adulto guiado por una niña superdotada. La combinación resulta desasosegante, de modo que pido unas aceitunas para acompañar el gin-tonic.
—Unas aceitunas, por favor.
Martes. He cambiado de ordenador, pero me resisto a desprenderme del viejo. Guardo todos los que he tenido desde que comencé a utilizarlos. Son portátiles, pues jamás me adapté a los de sobremesa. El caso es que, tras envolverlo, he ido al cuarto del fondo del pasillo, que utilizo como trastero. Este cuarto posee un prodigio, y es que en treinta años no le he cambiado la bombilla, que es de 60 vatios y cuelga desnuda del medio del techo. He consultado el asunto con gente entendida en la materia y todos me dicen que una bombilla no puede durar tanto. Pero dura, treinta años más. A veces, he vinculado supersticiosamente mi vida a su duración. El día que se funda, me decía, me fundiré yo. Pues bien, hoy se ha fundido al encenderla. Y aunque sé de forma racional que no significa nada, el suceso me ha dejado mal cuerpo. He estado todo el día con la sensación de que iba a ocurrir una desgracia. El teléfono ha sonado cuatro veces, pero no traía malas noticias. De todos modos, permanezco sobrecogido hasta la hora de acostarme.
Miércoles. Sigue sin ocurrir ninguna desgracia, de modo que voy al cuarto trastero, acciono el interruptor y la bombilla vuelve a encenderse, como si se hubiera arreglado sola durante la noche. La apago enseguida, por si acaso, para que no se fatigue, y salgo aliviado de la habitación. Entiendo que el destino me ha dado una tregua que debo aprovechar. ¿Pero cómo? Por la tarde regreso a la cafetería donde la niña superdotada da clases de gramática a su padre tonto. Pero no están y me quedo sin lección. El gin-tonic me sabe a madera de caja de puros.
Jueves. En la televisión hablan de una mujer perteneciente a una tribu de un lugar de nombre irrepetible. Tenía nueve hijos que por unas cosas o por otras fue perdiendo hasta quedarse sin ninguno. Por cada hijo que perdía, se amputaba un dedo de los pies, de manera que sólo le queda uno, el pulgar del pie izquierdo, que la mujer muestra a la cámara con expresión de extrañeza. Por lo visto, cocinó cada uno de los dedos amputados y se los comió en una suerte de ritual que ni siquiera pertenecía a la tribu, sino que había inventado ella. Si cada uno de los dedos simbolizada a cada uno de los hijos perdidos, su ingestión era un modo de hacerlos regresar al interior del cuerpo del que salieron. La mujer parece completamente cuerda. Añade que tiene grandes dificultades para andar porque los dedos de los pies, pese a su aparente insignificancia, son fundamentales para la marcha.
Lunes. En la cafetería donde apuro el gin-tonic de media tarde, una niña de unos 13 años está dando lecciones de gramática a su padre. Al principio me parece uno de esos juegos en los que los adultos nos mostramos condescendientes con los críos, para ayudarles a entender algo. Pero no, va en serio. Quizá, pienso, el padre está preparando una oposición cuyo temario incluye conocimientos gramaticales que ha olvidado o que nunca tuvo. En todo caso, la niña posee unas habilidades didácticas curiosas.
—Mira –dice ahora a su progenitor–, los ladrillos de las palabras son las letras. Con las 28 letras del abecedario puedes construir todos los edificios verbales que quieras.
Imagino que ha escuchado esa frase a su profesor, pues resulta excesiva para una cría de su edad. Pero lleva razón. Bastan esas 28 letras (28 ladrillos) para escribir La Regenta. Se mire por donde se mire, es asombroso.
—Pero si todas las palabras tienen el mismo aspecto –dice ahora el padre–, ¿cómo distinguir los sustantivos de los adjetivos o los adjetivos de los verbos?
—Ese es el problema –responde la niña con una expresión rara, como de pánico–, pero eso lo veremos mañana.
Habría dado cualquier cosa por escuchar esa explicación, pero parece que la clase ha terminado por hoy. Me sorprende que la niña sea también la que llame al camarero y la que pague la cuenta. Luego abandonan la cafetería tomados de la mano y tengo la sensación de que el hombre es un tonto adulto guiado por una niña superdotada. La combinación resulta desasosegante, de modo que pido unas aceitunas para acompañar el gin-tonic.
—Unas aceitunas, por favor.
Martes. He cambiado de ordenador, pero me resisto a desprenderme del viejo. Guardo todos los que he tenido desde que comencé a utilizarlos. Son portátiles, pues jamás me adapté a los de sobremesa. El caso es que, tras envolverlo, he ido al cuarto del fondo del pasillo, que utilizo como trastero. Este cuarto posee un prodigio, y es que en treinta años no le he cambiado la bombilla, que es de 60 vatios y cuelga desnuda del medio del techo. He consultado el asunto con gente entendida en la materia y todos me dicen que una bombilla no puede durar tanto. Pero dura, treinta años más. A veces, he vinculado supersticiosamente mi vida a su duración. El día que se funda, me decía, me fundiré yo. Pues bien, hoy se ha fundido al encenderla. Y aunque sé de forma racional que no significa nada, el suceso me ha dejado mal cuerpo. He estado todo el día con la sensación de que iba a ocurrir una desgracia. El teléfono ha sonado cuatro veces, pero no traía malas noticias. De todos modos, permanezco sobrecogido hasta la hora de acostarme.
Miércoles. Sigue sin ocurrir ninguna desgracia, de modo que voy al cuarto trastero, acciono el interruptor y la bombilla vuelve a encenderse, como si se hubiera arreglado sola durante la noche. La apago enseguida, por si acaso, para que no se fatigue, y salgo aliviado de la habitación. Entiendo que el destino me ha dado una tregua que debo aprovechar. ¿Pero cómo? Por la tarde regreso a la cafetería donde la niña superdotada da clases de gramática a su padre tonto. Pero no están y me quedo sin lección. El gin-tonic me sabe a madera de caja de puros.
Jueves. En la televisión hablan de una mujer perteneciente a una tribu de un lugar de nombre irrepetible. Tenía nueve hijos que por unas cosas o por otras fue perdiendo hasta quedarse sin ninguno. Por cada hijo que perdía, se amputaba un dedo de los pies, de manera que sólo le queda uno, el pulgar del pie izquierdo, que la mujer muestra a la cámara con expresión de extrañeza. Por lo visto, cocinó cada uno de los dedos amputados y se los comió en una suerte de ritual que ni siquiera pertenecía a la tribu, sino que había inventado ella. Si cada uno de los dedos simbolizada a cada uno de los hijos perdidos, su ingestión era un modo de hacerlos regresar al interior del cuerpo del que salieron. La mujer parece completamente cuerda. Añade que tiene grandes dificultades para andar porque los dedos de los pies, pese a su aparente insignificancia, son fundamentales para la marcha.
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