UN GRUMO
Llamó desde el hotel a su mujer, que en ese instante se estaba preparando un café. Pese a la distancia, la cobertura era excelente, pues le llegaban los ruidos domésticos con la misma claridad que la voz. Así, mientras charlaban, visualizaba sin esfuerzo lo que ocurría al otro lado. Tanto la conversación como los sonidos se atenían a una pauta, a unos clichés preexistentes. Hablaron de si hacía frío o calor, de si llovía, de la salud de un familiar enfermo, de si había aparecido por fin el fontanero... Todo ello al tiempo que la taza se encontraba con el plato, que la cafetera pitaba, que vibraba el cajón de los cubiertos... Tuvo la impresión de comunicarse con los objetos de la lejana cocina tanto como con su mujer. Le hablaban al mismo tiempo que ella, transmitiéndole también una información rutinaria. Ahora viene el golpe de la cucharilla contra los bordes de la taza. Ahora yo debo preguntar si Teresa ha vuelto del colegio...
Aunque todo se repetía de manera mecánica, como una coreografía mil veces ensayada, el hombre advirtió que aquel día, por debajo del cliché, sucedía algo distinto, como si la escena ocultara un misterio, un alma. Hazme un favor, dijo entonces, abre la nevera y mira si me quedan puros. Escuchó los pasos de su mujer, la puerta del frigorífico, el movimiento de la caja al ser removida de su sitio... Te quedan tres, dijo al fin ella. Le dio las gracias y comprendió que quería colgar porque el cliché se había agotado. Entonces preguntó si había vuelto el gato, que se había escapado la semana anterior, y ella dijo que no. Después, ambos permanecieron en silencio, con la sensación incómoda de haber agotado el guión. Incapaces de improvisar a partir de aquella ruptura, colgaron por miedo al vacío. Luego ambos sintieron que aquel vacío había sido real. Un grumo de realidad en medio de la nada absoluta.
Llamó desde el hotel a su mujer, que en ese instante se estaba preparando un café. Pese a la distancia, la cobertura era excelente, pues le llegaban los ruidos domésticos con la misma claridad que la voz. Así, mientras charlaban, visualizaba sin esfuerzo lo que ocurría al otro lado. Tanto la conversación como los sonidos se atenían a una pauta, a unos clichés preexistentes. Hablaron de si hacía frío o calor, de si llovía, de la salud de un familiar enfermo, de si había aparecido por fin el fontanero... Todo ello al tiempo que la taza se encontraba con el plato, que la cafetera pitaba, que vibraba el cajón de los cubiertos... Tuvo la impresión de comunicarse con los objetos de la lejana cocina tanto como con su mujer. Le hablaban al mismo tiempo que ella, transmitiéndole también una información rutinaria. Ahora viene el golpe de la cucharilla contra los bordes de la taza. Ahora yo debo preguntar si Teresa ha vuelto del colegio...
Aunque todo se repetía de manera mecánica, como una coreografía mil veces ensayada, el hombre advirtió que aquel día, por debajo del cliché, sucedía algo distinto, como si la escena ocultara un misterio, un alma. Hazme un favor, dijo entonces, abre la nevera y mira si me quedan puros. Escuchó los pasos de su mujer, la puerta del frigorífico, el movimiento de la caja al ser removida de su sitio... Te quedan tres, dijo al fin ella. Le dio las gracias y comprendió que quería colgar porque el cliché se había agotado. Entonces preguntó si había vuelto el gato, que se había escapado la semana anterior, y ella dijo que no. Después, ambos permanecieron en silencio, con la sensación incómoda de haber agotado el guión. Incapaces de improvisar a partir de aquella ruptura, colgaron por miedo al vacío. Luego ambos sintieron que aquel vacío había sido real. Un grumo de realidad en medio de la nada absoluta.
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