RESTRICCIONES LINGÜÍSTICAS
Soñé que el lenguaje común, el que utilizamos usted y yo todos los días para comunicarnos o descomunicarnos, procedía de una especie de pantano donde se almacenaban los sustantivos, los adjetivos, las construcciones sintácticas, las frases hechas, los verbos, los adverbios, las preposiciones y las conjunciones. Ustedes y yo éramos los conductos, las tuberías por las que fluían diariamente tales reservas. Así, del mismo modo que al abrir el grifo salía agua, al abrir la boca salían palabras. El sistema de conducción era complejo, tanto o más que el del gas, por lo que con frecuencia se producían fugas de significado.
En un momento dado, aconteció una suerte de escasez gramatical que afectó tanto al lenguaje oral como al escrito. Las reservas lingüísticas empezaron a disminuir sin que se diera un fenómeno que contrarrestara tales pérdidas. Siguiendo el modelo aplicado a las épocas de carestía de lluvias, el Gobierno impuso restricciones muy severas al uso de la lengua. No se podía hablar más que entre las siete y las nueve de la mañana, por ejemplo, y las siete y las nueve de la noche, limitaciones que afectaban tanto a las personas físicas como a la radio o a la televisión. En el Parlamento, las intervenciones de los oradores quedaron reducidas a la cuarta parte de lo habitual, siendo prohibidas las metáforas, que acusaban la escasez más que cualquier otra figura retórica. Los periódicos, por su parte, tuvieron que buscar el modo de decir en 40 páginas lo que antes decían en 80, lo que afectó principalmente a las columnas de opinión.
Al verse obligados a formular en poco tiempo lo que antes podían pronunciar a lo largo de las 24 horas del día, los ciudadanos se pasaban la mitad de su existencia ensayando mentalmente el modo de expresarse. Así, los amantes llegaban a sus citas con las palabras elegidas; los políticos procuraban decir algo cada vez que abrían la boca; los vendedores describían las excelencias de sus productos en dos frases. Los teólogos, por cierto, se callaron. A los pocos meses de la puesta en vigor de estas medidas, los pantanos de la lengua recuperaron los niveles anteriores al desastre y se levantaron las restricciones. Pero los ciudadanos abrían ahora el grifo (o la boca) con prudencia.
Soñé que el lenguaje común, el que utilizamos usted y yo todos los días para comunicarnos o descomunicarnos, procedía de una especie de pantano donde se almacenaban los sustantivos, los adjetivos, las construcciones sintácticas, las frases hechas, los verbos, los adverbios, las preposiciones y las conjunciones. Ustedes y yo éramos los conductos, las tuberías por las que fluían diariamente tales reservas. Así, del mismo modo que al abrir el grifo salía agua, al abrir la boca salían palabras. El sistema de conducción era complejo, tanto o más que el del gas, por lo que con frecuencia se producían fugas de significado.
En un momento dado, aconteció una suerte de escasez gramatical que afectó tanto al lenguaje oral como al escrito. Las reservas lingüísticas empezaron a disminuir sin que se diera un fenómeno que contrarrestara tales pérdidas. Siguiendo el modelo aplicado a las épocas de carestía de lluvias, el Gobierno impuso restricciones muy severas al uso de la lengua. No se podía hablar más que entre las siete y las nueve de la mañana, por ejemplo, y las siete y las nueve de la noche, limitaciones que afectaban tanto a las personas físicas como a la radio o a la televisión. En el Parlamento, las intervenciones de los oradores quedaron reducidas a la cuarta parte de lo habitual, siendo prohibidas las metáforas, que acusaban la escasez más que cualquier otra figura retórica. Los periódicos, por su parte, tuvieron que buscar el modo de decir en 40 páginas lo que antes decían en 80, lo que afectó principalmente a las columnas de opinión.
Al verse obligados a formular en poco tiempo lo que antes podían pronunciar a lo largo de las 24 horas del día, los ciudadanos se pasaban la mitad de su existencia ensayando mentalmente el modo de expresarse. Así, los amantes llegaban a sus citas con las palabras elegidas; los políticos procuraban decir algo cada vez que abrían la boca; los vendedores describían las excelencias de sus productos en dos frases. Los teólogos, por cierto, se callaron. A los pocos meses de la puesta en vigor de estas medidas, los pantanos de la lengua recuperaron los niveles anteriores al desastre y se levantaron las restricciones. Pero los ciudadanos abrían ahora el grifo (o la boca) con prudencia.
WOW..
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