¿QUIÉN NOS ACELERA?
Acabo de estrenar, con un viaje largo, la limitación de 110 quilómetros por hora. Y está muy bien, con independencia del ahorro económico que proporcione (si lo proporciona). Es la velocidad máxima perfecta para controlar el coche y controlarte tú. Había tráfico intenso, pero fluido, y tanto los que me precedían como los que me seguían, salvo excepciones, respetaban ese límite. Logré disfrutar del viaje y de mí mismo (de mis pensamientos). No vi, en los quinientos y pico quilómetros recorridos, ningún accidente. Los conductores, cuando íbamos a la par, nos observábamos con expresión amable, como si hubiéramos descubierto una dimensión nueva de la realidad. Personalmente, no levantaría la prohibición cuando baje el petróleo. Ah, y tengo la sensación de no haber tardado más que otras veces (tal vez quince o veinte minutos más, no sé). Pero llegué a destino con las cervicales relajadas.
A veces, la frontera entre lo bueno y lo malo es así de estrecha; diez quilómetros. No sabemos en qué momento la atravesamos. La diferencia entre estar bien o estar mal depende en gran medida de la velocidad. Ir corriendo al trabajo, a una cita o a comprar el pan provoca multitud de accidentes en los que nos jugamos más cosas que la carrocería. El problema es que no sabemos quién rayos pisa el acelerador dentro de nosotros. Controlamos mejor el coche que el cuerpo.
—Ayer estaba muy acelerada y acabé hecha polvo— le dice una mujer a otra en la mesa de al lado a aquella en la que me tomo filosóficamente el gin tonic de media tarde.
«Ayer estaba muy acelerada», no ayer me aceleré. La mujer estaba acelerada en contra de su voluntad y, evidentemente, de sus intereses. No sabemos qué o quién la aceleraba desde dentro. No sabemos quién nos acelera. Lo cierto es que hay días en los que tras haber ido con la lengua fuera de un sitio a otro llegamos a la cama y, aún allí, quietos, pretendemos dormirnos a 120 quilómetros por hora. A esa velocidad no hay manera de dormir ni de disfrutar del sueño. Acaba uno con un malestar que lo saca de la cama o le hace estrellarse contra una pesadilla. Estoy deseando que acabe la Semana Santa para disfrutar de otro viaje largo a 110.
Acabo de estrenar, con un viaje largo, la limitación de 110 quilómetros por hora. Y está muy bien, con independencia del ahorro económico que proporcione (si lo proporciona). Es la velocidad máxima perfecta para controlar el coche y controlarte tú. Había tráfico intenso, pero fluido, y tanto los que me precedían como los que me seguían, salvo excepciones, respetaban ese límite. Logré disfrutar del viaje y de mí mismo (de mis pensamientos). No vi, en los quinientos y pico quilómetros recorridos, ningún accidente. Los conductores, cuando íbamos a la par, nos observábamos con expresión amable, como si hubiéramos descubierto una dimensión nueva de la realidad. Personalmente, no levantaría la prohibición cuando baje el petróleo. Ah, y tengo la sensación de no haber tardado más que otras veces (tal vez quince o veinte minutos más, no sé). Pero llegué a destino con las cervicales relajadas.
A veces, la frontera entre lo bueno y lo malo es así de estrecha; diez quilómetros. No sabemos en qué momento la atravesamos. La diferencia entre estar bien o estar mal depende en gran medida de la velocidad. Ir corriendo al trabajo, a una cita o a comprar el pan provoca multitud de accidentes en los que nos jugamos más cosas que la carrocería. El problema es que no sabemos quién rayos pisa el acelerador dentro de nosotros. Controlamos mejor el coche que el cuerpo.
—Ayer estaba muy acelerada y acabé hecha polvo— le dice una mujer a otra en la mesa de al lado a aquella en la que me tomo filosóficamente el gin tonic de media tarde.
«Ayer estaba muy acelerada», no ayer me aceleré. La mujer estaba acelerada en contra de su voluntad y, evidentemente, de sus intereses. No sabemos qué o quién la aceleraba desde dentro. No sabemos quién nos acelera. Lo cierto es que hay días en los que tras haber ido con la lengua fuera de un sitio a otro llegamos a la cama y, aún allí, quietos, pretendemos dormirnos a 120 quilómetros por hora. A esa velocidad no hay manera de dormir ni de disfrutar del sueño. Acaba uno con un malestar que lo saca de la cama o le hace estrellarse contra una pesadilla. Estoy deseando que acabe la Semana Santa para disfrutar de otro viaje largo a 110.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada