AMANECE EN DOS HORAS
La policía asegura que no y los terroristas que sí. Hemos de decidir a quién creer. ¿Qué se pone en juego en esa decisión? Fundamentalmente, la decencia. Quizá el cuerpo nos pida creer a los terroristas, pero la conciencia no. Mentira y verdad se encuentran en este caso, como en tantos otros, revueltas (que no juntas). Hay mentirosos que a veces dicen la verdad y sinceros que en ocasiones mienten, pero las mentiras de los sinceros contienen más verdad que las verdades de los mentirosos. Todo esto es provisional, claro, y referido a un caso concreto. En cuanto al espectáculo dado por algunos políticos, es tan agotador (también tan repugnante) que tiene uno la tentación de retirarse de lo público, de tomar el camino del silencio, de despegarse de lo colectivo, de dejarse caer para siempre por el tobogán que conduce a uno mismo.
El problema que una vez allí, en las profundidades del propio ser, uno encuentre debates parecidos a aquellos de los que pretendía huir. Los insomnes lo saben. Durante el día, los estímulos que recibimos son tan numerosos, y de tal magnitud, que no nos da tiempo a advertir lo que pensamos de nosotros, sólo lo que pensamos de los demás. Por eso los juicios diurnos son tan sumarísimos. Este es un tal y aquel un cual y el de más allá un fulano. Las radios (especialmente ciertas radios) y los titulares de prensa (unos más que otros también) nos programan. Cuando llegamos a la oficina con un juicio formado (lo de formado es un decir) sabemos a la perfección cómo arreglar lo de Libia, cómo acabar con ETA y qué partido tomar, si el de la verdad mentirosa o el de la mentira verdadera. Somos perfectamente unidimensionales y conocemos perfectamente lo que nos conviene a nosotros y a quienes nos rodean.
Pero el insomnio… Ah, el insomnio. El insomnio son unos ojos abiertos en medio de la nada, de una nada oscura, repleta de bultos amenazantes. Se repliega uno entonces hacia el interior de sí, se refugia uno en su conciencia y comprueba que está habitado por intereses mezquinos y contradictorios. Corremos así el peligro de comprobar que no somos mucho mejores que aquellos a quienes despedazamos. Menos mal que en dos horas amanece.
La policía asegura que no y los terroristas que sí. Hemos de decidir a quién creer. ¿Qué se pone en juego en esa decisión? Fundamentalmente, la decencia. Quizá el cuerpo nos pida creer a los terroristas, pero la conciencia no. Mentira y verdad se encuentran en este caso, como en tantos otros, revueltas (que no juntas). Hay mentirosos que a veces dicen la verdad y sinceros que en ocasiones mienten, pero las mentiras de los sinceros contienen más verdad que las verdades de los mentirosos. Todo esto es provisional, claro, y referido a un caso concreto. En cuanto al espectáculo dado por algunos políticos, es tan agotador (también tan repugnante) que tiene uno la tentación de retirarse de lo público, de tomar el camino del silencio, de despegarse de lo colectivo, de dejarse caer para siempre por el tobogán que conduce a uno mismo.
El problema que una vez allí, en las profundidades del propio ser, uno encuentre debates parecidos a aquellos de los que pretendía huir. Los insomnes lo saben. Durante el día, los estímulos que recibimos son tan numerosos, y de tal magnitud, que no nos da tiempo a advertir lo que pensamos de nosotros, sólo lo que pensamos de los demás. Por eso los juicios diurnos son tan sumarísimos. Este es un tal y aquel un cual y el de más allá un fulano. Las radios (especialmente ciertas radios) y los titulares de prensa (unos más que otros también) nos programan. Cuando llegamos a la oficina con un juicio formado (lo de formado es un decir) sabemos a la perfección cómo arreglar lo de Libia, cómo acabar con ETA y qué partido tomar, si el de la verdad mentirosa o el de la mentira verdadera. Somos perfectamente unidimensionales y conocemos perfectamente lo que nos conviene a nosotros y a quienes nos rodean.
Pero el insomnio… Ah, el insomnio. El insomnio son unos ojos abiertos en medio de la nada, de una nada oscura, repleta de bultos amenazantes. Se repliega uno entonces hacia el interior de sí, se refugia uno en su conciencia y comprueba que está habitado por intereses mezquinos y contradictorios. Corremos así el peligro de comprobar que no somos mucho mejores que aquellos a quienes despedazamos. Menos mal que en dos horas amanece.
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