FANTASÍA Y REALIDAD
Lunes. Leo un curioso artículo acerca de la “burbuja inversa”. Del mismo modo que hubo una burbuja a secas que nos hizo vivir por encima de nuestras posibilidades, ahora padecemos una burbuja al revés que nos hace vivir por debajo. El firmante, un tal Olmo Ayres, se pone a sí mismo como ejemplo, pues no ha cambiado de coche pudiendo hacerlo, ha dejado de comer fuera de casa, y si antes cogía diez taxis al mes, ahora no coge ninguno. La burbuja inversa, dice, es tan peligrosa como la burbuja a secas porque frena la circulación del dinero, indispensable para que la economía de los pueblos prospere. No dice a qué velocidad debe circular la pasta, si a 110 o a 120, pero en los años de la falsa prosperidad iba a 140, y hasta las cejas de alcohol o coca, sin que las autoridades le dieran el alto. Como soy pesimista, prefiero la burbuja al revés, que no revienta nunca porque no lleva aire dentro.
Martes. Desde la ventana del hotel veo un gran pájaro negro atravesando el cielo al modo majestuoso en que una buena idea atravesaría la bóveda craneal. Cuando desaparece el pájaro, aparece un helicóptero. Estoy en el piso 15 y me he asomado a la ventana para calcular las posibilidades de huida en caso de incendio. Son nulas, pues la fachada del hotel es plana, sin una sola rugosidad a la que agarrarse. Aun anudando las sábanas, las mantas y las toallas, para escaparme como un preso de tebeo, no llegaría ni al piso 10. Me siento en el borde de la cama e intento razonar con mi locura: las posibilidades de que se produzca un fuego son remotas, los hoteles disponen además de sistemas antiincendios muy eficaces. Levanto la vista al techo y cuento los difusores de agua: hay un par, suficientes para esta habitación. No obstante, me incorporo y estudio el plano de la planta, colgado de la puerta, para aprenderme las rutas de evacuación. Hay dos, pero creo que a mí me conviene la de la derecha. Salgo al pasillo para comprobarlo y me pierdo, porque se trata de un hotel gigantesco, muy laberíntico. Quiere decirse que sufro un ataque de claustrofobia y empiezo a moverme de manera desordenada, como la mosca que en busca de la salida se golpea contra el cristal. Finalmente doy con una especie de escalera de incendios por la que desciendo al trote los quince pisos. En el vestíbulo me esperan mis anfitriones para llevarme a cenar. Al regreso, intento cambiar la habitación del piso 15 por una del primero, pero me dicen que el hotel está lleno por culpa de los congresos (uno de ellos, el mío).
—Es que tengo miedo a los incendios –digo estúpidamente.
—Ya –dice el recepcionista de noche sin ofrecer ninguna solución alternativa.
Avergonzado, me dirijo al ascensor, subo hasta el piso 15, doy de milagro con mi habitación y me meto en la cama vestido, atento a cualquier señal de fuego para salir corriendo en busca de las rutas de evacuación. Sobre las tres de la madrugada me vence el cansancio y me duermo y sueño que estoy despierto y que tengo todo bajo control. El pánico al descontrol me mata, así es mi vida. Siempre encuentro algo para no disfrutar de lo que hago.
Jueves. Ya de vuelta en casa, mi mujer me pregunta si he estado en un congreso o en una juerga, pues tengo cara de no haber pegado ojo. Le digo que sí, que he estado de juerga. Por la noche, trabajo hasta tarde, y luego me quedo mirando al techo un rato, organizando el material relacionado con el pánico al incendio para ver cómo se lo cuento a mi psicoanalista al día siguiente. Soy una persona tan ordenada que preparo las sesiones, lo que es una contradicción, pues el análisis se basa en la libre asociación y yo me tumbo en el diván con las asociaciones atadas.
Viernes. Al poco de comenzar a contar a mi psicoanalista mi aventura viajera, me vengo abajo porque me parece banal, pero no he traído material de recambio, de manera que permanezco en silencio. ¿En qué piensa?, dice ella. Me preguntaba, digo yo, si este edificio dispone de un sistema antiincendios. ¿A qué clase de incendios se refiere?, insiste. A los incendios fantásticos, respondo, y caigo en la cuenta de lo que me pasa.
Lunes. Leo un curioso artículo acerca de la “burbuja inversa”. Del mismo modo que hubo una burbuja a secas que nos hizo vivir por encima de nuestras posibilidades, ahora padecemos una burbuja al revés que nos hace vivir por debajo. El firmante, un tal Olmo Ayres, se pone a sí mismo como ejemplo, pues no ha cambiado de coche pudiendo hacerlo, ha dejado de comer fuera de casa, y si antes cogía diez taxis al mes, ahora no coge ninguno. La burbuja inversa, dice, es tan peligrosa como la burbuja a secas porque frena la circulación del dinero, indispensable para que la economía de los pueblos prospere. No dice a qué velocidad debe circular la pasta, si a 110 o a 120, pero en los años de la falsa prosperidad iba a 140, y hasta las cejas de alcohol o coca, sin que las autoridades le dieran el alto. Como soy pesimista, prefiero la burbuja al revés, que no revienta nunca porque no lleva aire dentro.
Martes. Desde la ventana del hotel veo un gran pájaro negro atravesando el cielo al modo majestuoso en que una buena idea atravesaría la bóveda craneal. Cuando desaparece el pájaro, aparece un helicóptero. Estoy en el piso 15 y me he asomado a la ventana para calcular las posibilidades de huida en caso de incendio. Son nulas, pues la fachada del hotel es plana, sin una sola rugosidad a la que agarrarse. Aun anudando las sábanas, las mantas y las toallas, para escaparme como un preso de tebeo, no llegaría ni al piso 10. Me siento en el borde de la cama e intento razonar con mi locura: las posibilidades de que se produzca un fuego son remotas, los hoteles disponen además de sistemas antiincendios muy eficaces. Levanto la vista al techo y cuento los difusores de agua: hay un par, suficientes para esta habitación. No obstante, me incorporo y estudio el plano de la planta, colgado de la puerta, para aprenderme las rutas de evacuación. Hay dos, pero creo que a mí me conviene la de la derecha. Salgo al pasillo para comprobarlo y me pierdo, porque se trata de un hotel gigantesco, muy laberíntico. Quiere decirse que sufro un ataque de claustrofobia y empiezo a moverme de manera desordenada, como la mosca que en busca de la salida se golpea contra el cristal. Finalmente doy con una especie de escalera de incendios por la que desciendo al trote los quince pisos. En el vestíbulo me esperan mis anfitriones para llevarme a cenar. Al regreso, intento cambiar la habitación del piso 15 por una del primero, pero me dicen que el hotel está lleno por culpa de los congresos (uno de ellos, el mío).
—Es que tengo miedo a los incendios –digo estúpidamente.
—Ya –dice el recepcionista de noche sin ofrecer ninguna solución alternativa.
Avergonzado, me dirijo al ascensor, subo hasta el piso 15, doy de milagro con mi habitación y me meto en la cama vestido, atento a cualquier señal de fuego para salir corriendo en busca de las rutas de evacuación. Sobre las tres de la madrugada me vence el cansancio y me duermo y sueño que estoy despierto y que tengo todo bajo control. El pánico al descontrol me mata, así es mi vida. Siempre encuentro algo para no disfrutar de lo que hago.
Jueves. Ya de vuelta en casa, mi mujer me pregunta si he estado en un congreso o en una juerga, pues tengo cara de no haber pegado ojo. Le digo que sí, que he estado de juerga. Por la noche, trabajo hasta tarde, y luego me quedo mirando al techo un rato, organizando el material relacionado con el pánico al incendio para ver cómo se lo cuento a mi psicoanalista al día siguiente. Soy una persona tan ordenada que preparo las sesiones, lo que es una contradicción, pues el análisis se basa en la libre asociación y yo me tumbo en el diván con las asociaciones atadas.
Viernes. Al poco de comenzar a contar a mi psicoanalista mi aventura viajera, me vengo abajo porque me parece banal, pero no he traído material de recambio, de manera que permanezco en silencio. ¿En qué piensa?, dice ella. Me preguntaba, digo yo, si este edificio dispone de un sistema antiincendios. ¿A qué clase de incendios se refiere?, insiste. A los incendios fantásticos, respondo, y caigo en la cuenta de lo que me pasa.
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