EL ASCO A LA COMIDA
Eso de hacerse por las noches una tortilla de atún se va a acabar, porque el atún tiene mercurio, un metal pesado que destroza el cerebro. Y lo mismo decimos del pez espada, al que puede usted utilizar como termómetro, para ver si le sube la fiebre al niño, pero no como alimento sano. Hablando de niños, resulta que no se les puede dar ya purés de acelgas ni de espinacas, porque se mueren debido a los nitratos, que no sabemos lo que son. Quiere decirse que hemos acabado de golpe con Popeye, un clásico de los dibujos animados y de la alimentación infantil. Si el tabaco puso en cuarentena a Bogart, que se pasaba las películas fumando, las espinacas han dado al traste con el marino más famoso de todos los tiempos. Reacciones en cadena, en fin. Personalmente, habría sido un niño feliz con estas prohibiciones, pues siempre detesté las verduras (y a Popeye). En cuanto al pez espada, sólo me gustaba su nombre.
Lo mejor, con todo, de todo este asunto es la solicitud de «moderación en el consumo de las cabezas de los crustáceos». Dicho así, parece que pertenecemos a una cultura devoradora de cerebros. Si un extraterrestre captara por casualidad esta noticia con sus antenas, recomendaría a sus colegas evitar la Tierra:
—¡Los terrícolas son comedores de encéfalos!
La verdad es que comemos pocos crustáceos, y menos que vamos a comer aún con la crisis. Por lo visto, el cadmio, otro metal pesado que ni siquiera sirve para medir la fiebre, se infiltra en el cerebro de los centollos y desde ahí, una vez ingerido, ataca el hígado y el riñón de los seres humanos. La Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (Aesan), de la que proceden estas recomendaciones, no dice que dejemos de consumir las cabezas de los crustáceos, sino que lo hagamos con moderación. ¿Cómo se come uno el carro de un buey de mar moderadamente? Ni idea. Lo que sí sabemos es que en el futuro nos lo comeremos con asco, por el cadmio. La anorexia empieza por la aversión a la comida, de modo que no sería raro que nos volviéramos una sociedad anoréxica. De momento, en casa hemos tirado a la basura las latas de atún, que eran tan socorridas para la tortilla de la cena frugal.
Eso de hacerse por las noches una tortilla de atún se va a acabar, porque el atún tiene mercurio, un metal pesado que destroza el cerebro. Y lo mismo decimos del pez espada, al que puede usted utilizar como termómetro, para ver si le sube la fiebre al niño, pero no como alimento sano. Hablando de niños, resulta que no se les puede dar ya purés de acelgas ni de espinacas, porque se mueren debido a los nitratos, que no sabemos lo que son. Quiere decirse que hemos acabado de golpe con Popeye, un clásico de los dibujos animados y de la alimentación infantil. Si el tabaco puso en cuarentena a Bogart, que se pasaba las películas fumando, las espinacas han dado al traste con el marino más famoso de todos los tiempos. Reacciones en cadena, en fin. Personalmente, habría sido un niño feliz con estas prohibiciones, pues siempre detesté las verduras (y a Popeye). En cuanto al pez espada, sólo me gustaba su nombre.
Lo mejor, con todo, de todo este asunto es la solicitud de «moderación en el consumo de las cabezas de los crustáceos». Dicho así, parece que pertenecemos a una cultura devoradora de cerebros. Si un extraterrestre captara por casualidad esta noticia con sus antenas, recomendaría a sus colegas evitar la Tierra:
—¡Los terrícolas son comedores de encéfalos!
La verdad es que comemos pocos crustáceos, y menos que vamos a comer aún con la crisis. Por lo visto, el cadmio, otro metal pesado que ni siquiera sirve para medir la fiebre, se infiltra en el cerebro de los centollos y desde ahí, una vez ingerido, ataca el hígado y el riñón de los seres humanos. La Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (Aesan), de la que proceden estas recomendaciones, no dice que dejemos de consumir las cabezas de los crustáceos, sino que lo hagamos con moderación. ¿Cómo se come uno el carro de un buey de mar moderadamente? Ni idea. Lo que sí sabemos es que en el futuro nos lo comeremos con asco, por el cadmio. La anorexia empieza por la aversión a la comida, de modo que no sería raro que nos volviéramos una sociedad anoréxica. De momento, en casa hemos tirado a la basura las latas de atún, que eran tan socorridas para la tortilla de la cena frugal.
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