BIOLOGÍA Y CRIMEN
Miércoles. Enciendo la tele y hablan de Francisco Camps, que acaba de dimitir como presidente de la Comunidad Valenciana. Finjo que no sé nada de él, que no lo conozco, para ver qué deduzco de la información. Lo que deduzco es que se trata de un héroe. Así hablan de él Rajoy y Rita Barberá y Trillo y González (o Fernández, ahora no caigo) Pons, que viene a ser el portavoz. El señor Camps dimite de su puesto porque es una persona ejemplar, un dechado de virtudes (qué rayos significará dechado), un hombre cabal y todo eso. Investigo un poco más y me entero de que dimite porque no tiene más remedio, pues está acusado de corrupción. Le han grabado también unas conversaciones en las que llama “amiguito del alma” a un presunto gánster. Luego está el asunto de una trama Gürtel, también de corrupción, en la que la comunidad presidida por Camps está metida hasta las cejas. Todo muy raro, más raro si pensamos que también en ese telediario hablan de un comisario de policía que ha sido fundamental en la lucha contra ETA y al que acusan de colaboración con banda armada.
Jueves. Dadas mis dificultades para comprender la realidad política, vuelvo mi vista a la realidad biológica. He observado que la buhardilla en la que trabajo es la tumba de los moscardones que entran en casa por el piso de abajo, quizá por la ventana del salón. Según vengo observando, permanecen en ese piso un par de días, a veces tres, pero llega un momento en el que algo les impulsa a subir como para alcanzar, igual que nosotros, su techo de incompetencia. Ascienden por el hueco de la escalera y una vez arriba ya no saben bajar. Obsesionados por las ventanas del techo abuhardillado de mi despacho, que jamás se abren porque tengo aire acondicionado, perecen intentando traspasarlas mientras yo escribo o navego por internet acompañado por su zumbido. Por lo general, sólo hay un moscardón a la vez (dos, de forma excepcional). Recojo sus cadáveres utilizando una cuartilla a modo de paleta y les doy sepultura en un tiesto grande que tengo cerca de la mesa de trabajo, con un cactus gigantesco al que sirven de alimento. Las visitas siempre me preguntan qué le doy al cactus para que se desarrolle tan bien, pero no cuento lo del cementerio de moscardones. Creo que puede resultar desagradable.
Viernes. También tengo hormigas en la buhardilla, no muchas, la verdad, y poco molestas. Salen de detrás de una biografía de Freud, como si vinieran del inconsciente, pero a mí me parecen más reales que los moscardones. El caso es que entré en un foro sobre hormigas en el que, por las características que detallé, me dijeron que debía de tratarse de la Tapinoma. Si quería comprobarlo, no tenía más que aplastar una entre los dedos. “Si huele como a queso rancio –me dijo el experto–, no hay duda”. Tomé una al azar, la aplasté entre los dedos y olía a queso rancio, de modo que investigué en Wikipedia y resulta que hay 63 especies de Tapinoma. No tuve paciencia para averiguar a cuál pertenecían las mías. En cualquier caso, el foro sobre hormigas resulta apasionante. Una mujer cuenta en él que debajo de las tablas del parqué de su casa hay varias colonias con millones de hormigas cuya actividad produce un rumor sordo permanente. Por lo visto, ha probado todos los venenos sin resultado alguno. Dice que cuando va a haber tormenta, salen a cientos y ella las observa atravesar la alfombra mientras ve el telediario. Telediario y hormigas, una combinación curiosa. A todo esto, me entero de que a las reinas de las hormigas se les caen las alas después de que han sido fecundadas, como si el destino las castigara por follar. La biología es muy interesante.
Sábado. Me acuesto pensando en los misterios de la biología y me desayuno al día siguiente con la noticia sobre los atentados terroristas de Oslo, pura biología también, aunque menos interesante, de modo que vuelvo a mis hormigas, a mis moscardones, a mi cactus, a mis novelas pendientes. Si por mí fuera, no saldría de esta buhardilla hasta septiembre, por ejemplo, pero los seres humanos tenemos unos hábitos a los que no soy capaz de escapar. Por el momento.
Miércoles. Enciendo la tele y hablan de Francisco Camps, que acaba de dimitir como presidente de la Comunidad Valenciana. Finjo que no sé nada de él, que no lo conozco, para ver qué deduzco de la información. Lo que deduzco es que se trata de un héroe. Así hablan de él Rajoy y Rita Barberá y Trillo y González (o Fernández, ahora no caigo) Pons, que viene a ser el portavoz. El señor Camps dimite de su puesto porque es una persona ejemplar, un dechado de virtudes (qué rayos significará dechado), un hombre cabal y todo eso. Investigo un poco más y me entero de que dimite porque no tiene más remedio, pues está acusado de corrupción. Le han grabado también unas conversaciones en las que llama “amiguito del alma” a un presunto gánster. Luego está el asunto de una trama Gürtel, también de corrupción, en la que la comunidad presidida por Camps está metida hasta las cejas. Todo muy raro, más raro si pensamos que también en ese telediario hablan de un comisario de policía que ha sido fundamental en la lucha contra ETA y al que acusan de colaboración con banda armada.
Jueves. Dadas mis dificultades para comprender la realidad política, vuelvo mi vista a la realidad biológica. He observado que la buhardilla en la que trabajo es la tumba de los moscardones que entran en casa por el piso de abajo, quizá por la ventana del salón. Según vengo observando, permanecen en ese piso un par de días, a veces tres, pero llega un momento en el que algo les impulsa a subir como para alcanzar, igual que nosotros, su techo de incompetencia. Ascienden por el hueco de la escalera y una vez arriba ya no saben bajar. Obsesionados por las ventanas del techo abuhardillado de mi despacho, que jamás se abren porque tengo aire acondicionado, perecen intentando traspasarlas mientras yo escribo o navego por internet acompañado por su zumbido. Por lo general, sólo hay un moscardón a la vez (dos, de forma excepcional). Recojo sus cadáveres utilizando una cuartilla a modo de paleta y les doy sepultura en un tiesto grande que tengo cerca de la mesa de trabajo, con un cactus gigantesco al que sirven de alimento. Las visitas siempre me preguntan qué le doy al cactus para que se desarrolle tan bien, pero no cuento lo del cementerio de moscardones. Creo que puede resultar desagradable.
Viernes. También tengo hormigas en la buhardilla, no muchas, la verdad, y poco molestas. Salen de detrás de una biografía de Freud, como si vinieran del inconsciente, pero a mí me parecen más reales que los moscardones. El caso es que entré en un foro sobre hormigas en el que, por las características que detallé, me dijeron que debía de tratarse de la Tapinoma. Si quería comprobarlo, no tenía más que aplastar una entre los dedos. “Si huele como a queso rancio –me dijo el experto–, no hay duda”. Tomé una al azar, la aplasté entre los dedos y olía a queso rancio, de modo que investigué en Wikipedia y resulta que hay 63 especies de Tapinoma. No tuve paciencia para averiguar a cuál pertenecían las mías. En cualquier caso, el foro sobre hormigas resulta apasionante. Una mujer cuenta en él que debajo de las tablas del parqué de su casa hay varias colonias con millones de hormigas cuya actividad produce un rumor sordo permanente. Por lo visto, ha probado todos los venenos sin resultado alguno. Dice que cuando va a haber tormenta, salen a cientos y ella las observa atravesar la alfombra mientras ve el telediario. Telediario y hormigas, una combinación curiosa. A todo esto, me entero de que a las reinas de las hormigas se les caen las alas después de que han sido fecundadas, como si el destino las castigara por follar. La biología es muy interesante.
Sábado. Me acuesto pensando en los misterios de la biología y me desayuno al día siguiente con la noticia sobre los atentados terroristas de Oslo, pura biología también, aunque menos interesante, de modo que vuelvo a mis hormigas, a mis moscardones, a mi cactus, a mis novelas pendientes. Si por mí fuera, no saldría de esta buhardilla hasta septiembre, por ejemplo, pero los seres humanos tenemos unos hábitos a los que no soy capaz de escapar. Por el momento.
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