UN HOMBRECILLO A ESCALA
Lunes. El domingo pasado, después de que se cerraran los colegios electorales, me acerqué a un tanatorio cercano a mi casa, para ver el ambiente, y estaba muy caldeado también. No por los muertos, a quienes importaba un pito ya quién había ganado, sino por los vivos que preguntaban en voz baja por las primeras encuestas. Parecía la noche de los transistores, pues muchos deudos andaban con el pinganillo en la oreja. Por primera vez en mucho tiempo, los protagonistas, excepto para los deudos muy cercanos, no eran los muertos, ya ves tú, sino los vivos. Lo de los vivos es un decir, pues tanto el perdedor como el ganador de las elecciones tenían cara de difuntos, el fracasado por fracasado y el triunfador por triunfador. Rajoy debe de estar llamando todavía al infierno para que le digan a las órdenes que quién debe ponerse, pues ya está demostrado que los políticos electos mandan lo que mandan, o sea, nada. Confiemos en que el diablo no tarde demasiado en atenderle.
Martes. La resaca electoral es peor que la de nicotina, de modo que me voy al baño turco, que es lo mejor para combatir las resacas, y me acurruco en mi rincón preferido, en postura fetal. No hay nadie más. En esto la maquinaria se pone en marcha y empiezan a salir cantidades ingentes de vapor que parecen proceder del fondo de la Tierra. No se ve nada a dos palmos, qué bien, me dejo llevar. Al poco, escucho el ruido de la puerta y sé, por sus voces, que las que entran son dos mujeres jóvenes que se instalan en el rincón más alejado del mío. Debido a la niebla y a mi silencio creen que están solas y empiezan a hablar sin censura alguna de sus cosas.
—He empezado a inyectar cortisona al perro de mi madre, a ver si la palma de una vez.
—¿Y eso?
—Le he cogido asco. ¿Querrás creer que quiere más al perro que a mi hermano y a mí?
—Bueno, pasa más tiempo con él que con vosotros.
—Es que nosotros no podemos estar todo el día en su casa.
—Por lo que sea, pero pasa más tiempo con él.
—Parece que te pones del lado de ella.
—No me pongo del lado de ella, Gloria, me pongo del lado del perro, porque a mí me pusieron cortisona durante una temporada y lo pasé fatal, por los efectos secundarios. Ya sabes que la cortisona afecta al sistema inmune. Me parece una crueldad lo que estás haciendo con el animal.
—Pero no te pareció mal que te ayudara a envenenar al hámster de tu hijo.
—No es lo mismo un hámster que un perro.
Aterrorizado por la conversación, carraspeo un poco, para que se den cuenta de que no están solas, y se callan en seco. Luego miran hacia mi rincón y ven mi silueta porque la niebla ha comenzado a disminuir, y yo veo la de ellas. Los tres estamos sudando a chorros, en parte por el calor y en parte por el miedo. Me levanto y salgo de la cabina.
—Buenas tardes –digo educadamente al abrir la puerta.
—Buenas tardes –responden al unísono.
¡Qué mundo!, pienso luego bajo la ducha.
Miércoles. Le digo a mi psicoanalista que tengo, desde hace unos días, un hombrecillo dentro de la cabeza.
—¿Qué clase de hombrecillo? –pregunta.
—Una versión reducida, aunque a escala, de mí mismo.
—¿No escribió usted una novela con ese argumento?
—Sí –respondo–, pero entonces era ficción. Ahora es real, un hombrecillo real que se mueve con enorme habilidad entre mis pliegues cerebrales. Ahora mismo se encuentra en este lado, en el área del lenguaje, creo que buscando una palabra.
—¿Qué palabra?
—¿Cómo voy a saberlo si no la ha encontrado todavía?
—¿Le da órdenes ese hombrecillo? –pregunta preocupada.
—Se las doy yo a él, pero no siempre me obedece.
—¿Ha dejado usted la medicación? –pregunta.
—No, pero creo que le hace más efecto al hombrecillo que a mí. Con los somníferos, por ejemplo, yo ya no me duermo. En cambio, él cae fulminado y ronca de tal modo que no me deja pegar ojo.
—Quizá convenga cambiar la medicación –dice ella.
—Quizá –digo yo, y permanezco un rato más en el diván, sin decir nada, hasta que mi psicoanalista dice que ha llegado la hora.
—¿La hora de qué?
—Usted lo sabe, la de irse.
Lunes. El domingo pasado, después de que se cerraran los colegios electorales, me acerqué a un tanatorio cercano a mi casa, para ver el ambiente, y estaba muy caldeado también. No por los muertos, a quienes importaba un pito ya quién había ganado, sino por los vivos que preguntaban en voz baja por las primeras encuestas. Parecía la noche de los transistores, pues muchos deudos andaban con el pinganillo en la oreja. Por primera vez en mucho tiempo, los protagonistas, excepto para los deudos muy cercanos, no eran los muertos, ya ves tú, sino los vivos. Lo de los vivos es un decir, pues tanto el perdedor como el ganador de las elecciones tenían cara de difuntos, el fracasado por fracasado y el triunfador por triunfador. Rajoy debe de estar llamando todavía al infierno para que le digan a las órdenes que quién debe ponerse, pues ya está demostrado que los políticos electos mandan lo que mandan, o sea, nada. Confiemos en que el diablo no tarde demasiado en atenderle.
Martes. La resaca electoral es peor que la de nicotina, de modo que me voy al baño turco, que es lo mejor para combatir las resacas, y me acurruco en mi rincón preferido, en postura fetal. No hay nadie más. En esto la maquinaria se pone en marcha y empiezan a salir cantidades ingentes de vapor que parecen proceder del fondo de la Tierra. No se ve nada a dos palmos, qué bien, me dejo llevar. Al poco, escucho el ruido de la puerta y sé, por sus voces, que las que entran son dos mujeres jóvenes que se instalan en el rincón más alejado del mío. Debido a la niebla y a mi silencio creen que están solas y empiezan a hablar sin censura alguna de sus cosas.
—He empezado a inyectar cortisona al perro de mi madre, a ver si la palma de una vez.
—¿Y eso?
—Le he cogido asco. ¿Querrás creer que quiere más al perro que a mi hermano y a mí?
—Bueno, pasa más tiempo con él que con vosotros.
—Es que nosotros no podemos estar todo el día en su casa.
—Por lo que sea, pero pasa más tiempo con él.
—Parece que te pones del lado de ella.
—No me pongo del lado de ella, Gloria, me pongo del lado del perro, porque a mí me pusieron cortisona durante una temporada y lo pasé fatal, por los efectos secundarios. Ya sabes que la cortisona afecta al sistema inmune. Me parece una crueldad lo que estás haciendo con el animal.
—Pero no te pareció mal que te ayudara a envenenar al hámster de tu hijo.
—No es lo mismo un hámster que un perro.
Aterrorizado por la conversación, carraspeo un poco, para que se den cuenta de que no están solas, y se callan en seco. Luego miran hacia mi rincón y ven mi silueta porque la niebla ha comenzado a disminuir, y yo veo la de ellas. Los tres estamos sudando a chorros, en parte por el calor y en parte por el miedo. Me levanto y salgo de la cabina.
—Buenas tardes –digo educadamente al abrir la puerta.
—Buenas tardes –responden al unísono.
¡Qué mundo!, pienso luego bajo la ducha.
Miércoles. Le digo a mi psicoanalista que tengo, desde hace unos días, un hombrecillo dentro de la cabeza.
—¿Qué clase de hombrecillo? –pregunta.
—Una versión reducida, aunque a escala, de mí mismo.
—¿No escribió usted una novela con ese argumento?
—Sí –respondo–, pero entonces era ficción. Ahora es real, un hombrecillo real que se mueve con enorme habilidad entre mis pliegues cerebrales. Ahora mismo se encuentra en este lado, en el área del lenguaje, creo que buscando una palabra.
—¿Qué palabra?
—¿Cómo voy a saberlo si no la ha encontrado todavía?
—¿Le da órdenes ese hombrecillo? –pregunta preocupada.
—Se las doy yo a él, pero no siempre me obedece.
—¿Ha dejado usted la medicación? –pregunta.
—No, pero creo que le hace más efecto al hombrecillo que a mí. Con los somníferos, por ejemplo, yo ya no me duermo. En cambio, él cae fulminado y ronca de tal modo que no me deja pegar ojo.
—Quizá convenga cambiar la medicación –dice ella.
—Quizá –digo yo, y permanezco un rato más en el diván, sin decir nada, hasta que mi psicoanalista dice que ha llegado la hora.
—¿La hora de qué?
—Usted lo sabe, la de irse.
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