¿TIENE USTED GATO?
Martes. Sueño que un chino, mientras duermo, me manipula la cabeza colocándome el ojo izquierdo en la cuenca del derecho y al revés. Al levantarme, pierdo el equilibrio y estoy a punto de caer al suelo. Luego, durante el afeitado, dudo lógicamente del lado del espejo en el que me encuentro. Ver desde el lado izquierdo lo derecho y lo derecho desde el izquierdo, si lo piensas, complica la vida. No me abandona en todo el día la sugestión de que tengo los ojos cambiados de lugar, quizá también los testículos por algo que prefiero omitir.
Miércoles. Ha amanecido lloviendo y la temperatura ha bajado de golpe cinco o seis grados, así que decido encender la calefacción. Llegada esta época, siempre es un misterio saber si funcionará o no. También es un misterio saber si yo me acordaré o no de cómo se programa. Ni me acuerdo ni encuentro el libro de instrucciones, de modo que llamo a mi hermano Lucio, experto en problemas domésticos de esta naturaleza, y me recomienda que busque las instrucciones en internet, donde las encuentro enseguida. Descubro al mismo tiempo que en la Red están publicados todos los folletos de instrucciones de todos los aparatos del mundo, y en varios idiomas. El hallazgo, que me parece asombroso, me tiene entretenido el resto del día. Me fascina, no sé por qué, este tipo de literatura práctica imposible ya de almacenar en su versión papel. Por cierto, que la calefacción funciona a pleno rendimiento, lo que me proporciona un sentimiento de orgullo absurdo, como si fuera mérito mío.
Jueves. Sobre el mediodía suena el teléfono fijo, lo cojo, digo diga y no dicen nada. Pregunto entonces quién es y tampoco se manifiestan. Cuelgo y al rato vuelve a sonar.
—¿Tiene usted gato? –pregunta ahora una mujer.
—No –respondo.
—Entonces, nada –dice y cuelga.
La llamada me ha roto la concentración, de modo que ya no puedo seguir trabajando. Me inclino hacia atrás y trato de imaginar qué habría ocurrido de responder que sí tenía gato. Quizá habrían tratado de venderme una comida especial, un collar, no sé. Pero la mujer no tenía voz de vendedora. Parecía insegura, como si me preguntara algo demasiado privado. El caso es que cojo el teléfono, doy a la rellamada y digo:
—En realidad, sí tengo gato.
La mujer se pone contenta y me ofrece lo que ella llama una “especie de mando a distancia para manipular al animal”. Cuando le digo que no me gusta manipular a nadie, ni siquiera a los gatos, asegura que me equivoco, pues a estos animales, pese a su apariencia, les gusta ser sometidos por sus dueños.
—Nada crea más estrés a un felino –añade– que la libertad absoluta. Lo que pasa es que no todos los medios de sometimiento son de su gusto.
Enganchado a la conversación, doy cuerda a la vendedora y me explica que es preciso implantar al animal una especie de chip comunicado inalámbricamente con el mando a distancia. Luego no hay más que darle a un botón o a otro para que el gato haga pis, coma, se siente, corra o salte.
—Se trata de una tecnología nueva, japonesa, que tarde o temprano se utilizará también en las personas, especialmente en los niños y ancianos.
La mujer insegura empieza a darme un poco de miedo, así que le digo que no me interesa y cuelgo, pero soy incapaz de volver al trabajo. Casualmente, por la noche me llama una amiga cuya gata ha tenido hijos, para ofrecerme uno. Dice que ha logrado colocar a toda la camada, menos a éste, que tiene un defecto en la oreja derecha. Le digo que se me ha manifestado recientemente una alergia al pelo de gato (mentira). Al colgar, sé que el sacrificio del animal, de producirse, caerá sobre mi conciencia, pero mi conciencia lo resiste sin mayores problemas.
Viernes. La novela en la que llevo trabajando seis o siete meses no avanza. Peor aún: retrocede. Me pregunto si este retroceso podría ser su argumento. Hay muchas novelas que cuentan el proceso de escritura de una historia, pero ninguna, que yo sepa, que cuente un proceso de desescritura. La idea me gusta y justifica el día, así que cierro el ordenador y enciendo la tele, que es un modo de desescribirme a mí mismo.
Martes. Sueño que un chino, mientras duermo, me manipula la cabeza colocándome el ojo izquierdo en la cuenca del derecho y al revés. Al levantarme, pierdo el equilibrio y estoy a punto de caer al suelo. Luego, durante el afeitado, dudo lógicamente del lado del espejo en el que me encuentro. Ver desde el lado izquierdo lo derecho y lo derecho desde el izquierdo, si lo piensas, complica la vida. No me abandona en todo el día la sugestión de que tengo los ojos cambiados de lugar, quizá también los testículos por algo que prefiero omitir.
Miércoles. Ha amanecido lloviendo y la temperatura ha bajado de golpe cinco o seis grados, así que decido encender la calefacción. Llegada esta época, siempre es un misterio saber si funcionará o no. También es un misterio saber si yo me acordaré o no de cómo se programa. Ni me acuerdo ni encuentro el libro de instrucciones, de modo que llamo a mi hermano Lucio, experto en problemas domésticos de esta naturaleza, y me recomienda que busque las instrucciones en internet, donde las encuentro enseguida. Descubro al mismo tiempo que en la Red están publicados todos los folletos de instrucciones de todos los aparatos del mundo, y en varios idiomas. El hallazgo, que me parece asombroso, me tiene entretenido el resto del día. Me fascina, no sé por qué, este tipo de literatura práctica imposible ya de almacenar en su versión papel. Por cierto, que la calefacción funciona a pleno rendimiento, lo que me proporciona un sentimiento de orgullo absurdo, como si fuera mérito mío.
Jueves. Sobre el mediodía suena el teléfono fijo, lo cojo, digo diga y no dicen nada. Pregunto entonces quién es y tampoco se manifiestan. Cuelgo y al rato vuelve a sonar.
—¿Tiene usted gato? –pregunta ahora una mujer.
—No –respondo.
—Entonces, nada –dice y cuelga.
La llamada me ha roto la concentración, de modo que ya no puedo seguir trabajando. Me inclino hacia atrás y trato de imaginar qué habría ocurrido de responder que sí tenía gato. Quizá habrían tratado de venderme una comida especial, un collar, no sé. Pero la mujer no tenía voz de vendedora. Parecía insegura, como si me preguntara algo demasiado privado. El caso es que cojo el teléfono, doy a la rellamada y digo:
—En realidad, sí tengo gato.
La mujer se pone contenta y me ofrece lo que ella llama una “especie de mando a distancia para manipular al animal”. Cuando le digo que no me gusta manipular a nadie, ni siquiera a los gatos, asegura que me equivoco, pues a estos animales, pese a su apariencia, les gusta ser sometidos por sus dueños.
—Nada crea más estrés a un felino –añade– que la libertad absoluta. Lo que pasa es que no todos los medios de sometimiento son de su gusto.
Enganchado a la conversación, doy cuerda a la vendedora y me explica que es preciso implantar al animal una especie de chip comunicado inalámbricamente con el mando a distancia. Luego no hay más que darle a un botón o a otro para que el gato haga pis, coma, se siente, corra o salte.
—Se trata de una tecnología nueva, japonesa, que tarde o temprano se utilizará también en las personas, especialmente en los niños y ancianos.
La mujer insegura empieza a darme un poco de miedo, así que le digo que no me interesa y cuelgo, pero soy incapaz de volver al trabajo. Casualmente, por la noche me llama una amiga cuya gata ha tenido hijos, para ofrecerme uno. Dice que ha logrado colocar a toda la camada, menos a éste, que tiene un defecto en la oreja derecha. Le digo que se me ha manifestado recientemente una alergia al pelo de gato (mentira). Al colgar, sé que el sacrificio del animal, de producirse, caerá sobre mi conciencia, pero mi conciencia lo resiste sin mayores problemas.
Viernes. La novela en la que llevo trabajando seis o siete meses no avanza. Peor aún: retrocede. Me pregunto si este retroceso podría ser su argumento. Hay muchas novelas que cuentan el proceso de escritura de una historia, pero ninguna, que yo sepa, que cuente un proceso de desescritura. La idea me gusta y justifica el día, así que cierro el ordenador y enciendo la tele, que es un modo de desescribirme a mí mismo.
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