EL APARATO URINARIO ES DE RISA
Lunes. En la mesa de al lado donde me inyecto en boca el gin-tonic de media tarde, una mujer le dice a su hijo adolescente:
—El pulpo está carísimo, pero él no lo sabe. A veces uno es muy querido y no se da cuenta.
—¿Qué quieres decir? –pregunta el chaval con expresión de extrañeza.
—Pues que te queremos mucho, hijo, aunque tú no te des cuenta.
—¿Y qué tengo yo que ver con el precio del pulpo?
—No es que tengas que ver, es que esta mañana, en el mercado he visto que el pulpo estaba muy caro y he pensado: pobre animal, no tiene ni idea de lo que cuesta.
—¿Pero yo os cuesto mucho?
—No es que cuestes, es que eres carísimo en el sentido del queridísimo.
—¿Entonces una cosa cara y querida es lo mismo?
—En algún sentido, sí, hijo.
La madre estaba evidentemente angustiada por los problemas de su hijo, que se encontraba a su vez confuso por esta introducción del pulpo y del precio de las cosas en relación al amor. Al final, el muchacho dijo:
—Pareces mi profesora de lengua.
Al llegar a casa, todavía con los efluvios del gin-tonic en el encéfalo, tomé nota de la conversación entre la madre y el hijo y luego escribí un artículo sobre el aparato urinario para una revista de humor. A las revistas de humor, no sé por qué, les hace mucha gracia el aparato urinario. Me salió un artículo un poco tétrico, pero al poco de enviarlo me llamó el redactor jefe diciendo que se había “meado de la risa”.
—Es lo que tiene escribir sobre el aparato urinario –dije yo y ahí quedó todo.
Martes. Me llaman de la revista de humor y me piden ahora un artículo sobre el aparato excretor, a lo que les digo que no. Me da miedo escribir sobre el aparato excretor y que me salga algo gracioso, jamás me lo perdonaría. Entonces me proponen como alternativa el aparato pulmonar:
—¿Pero qué os pasa con el cuerpo humano? –pregunto ya un poco molesto.
—Pues que nos hace gracia.
—Ya –digo.
Como se trata de una revista que paga muy bien, me pongo a ello y me sale un artículo fúnebre que, aunque sin mearse de risa, porque no va de uréteres, también les gusta. Cuanto más tétrico me pongo, más gusto a este tipo de publicaciones. Cuanto más me desprecio, más me aprecian los otros. Todo esto es muy sutil y muy brutal al mismo tiempo.
Miércoles. Decido desprenderme de un montón de libros que ya no sé dónde meter porque mi casa, como mi cabeza, tiene sus limitaciones. Llamo a la biblioteca de mi barrio, para ofrecérselos gratuitamente, como una donación, pero no los aceptan. Me digo que es como si en el banco no te aceptaran el dinero. Sería absurdo. O como si fueras al Museo del Prado con un Goya y te dijeran que gracias, pero que les crea muchas complicaciones, pues hay que ficharlo, clasificarlo, colgarlo y cuidar de él. Llamo a otras bibliotecas públicas y tropiezo con idéntica negativa pese a que les estoy ofreciendo autores de primera calidad. Entiendo que las bibliotecas son las únicas instituciones que reniegan de lo que hacen. Tienen los libros por obligación, porque no les queda más remedio, porque lo que les gustaría de verdad es convertirse en bancos. De hecho, estoy seguro de que si en lugar de las obras completas de Shakespeare encuadernadas en piel les ofreciera un millón de euros envueltos en papel de periódico, los aceptarían con una sonrisa de oreja a oreja.
Jueves. Como no sé qué rayos hacer con los malditos libros que me impiden circular normalmente por el pasillo de mi casa, los meto en el maletero del coche y los llevo a un punto blanco, solo que en vez de abandonarlos en el contenedor de papel los meto en el de vidrio. Me gusta la idea de que Baudelaire, Tolstoi, Dostoievski, Cervantes y compañía se reciclen en botellas de vino. Algo de sabor le darán.
Viernes. Dolor de cabeza y malestar de conciencia. Me arrepiento un poco de haberme desprendido de los libros. Además, no encuentro uno de Rilke que creía tener repetido. Buscaba aquel epitafio que ahora no tengo más remedio que citar de memoria: “Rosa, oh pura contradicción, voluptuosidad de no ser el sueño de nadie bajo tantos párpados”.
Lunes. En la mesa de al lado donde me inyecto en boca el gin-tonic de media tarde, una mujer le dice a su hijo adolescente:
—El pulpo está carísimo, pero él no lo sabe. A veces uno es muy querido y no se da cuenta.
—¿Qué quieres decir? –pregunta el chaval con expresión de extrañeza.
—Pues que te queremos mucho, hijo, aunque tú no te des cuenta.
—¿Y qué tengo yo que ver con el precio del pulpo?
—No es que tengas que ver, es que esta mañana, en el mercado he visto que el pulpo estaba muy caro y he pensado: pobre animal, no tiene ni idea de lo que cuesta.
—¿Pero yo os cuesto mucho?
—No es que cuestes, es que eres carísimo en el sentido del queridísimo.
—¿Entonces una cosa cara y querida es lo mismo?
—En algún sentido, sí, hijo.
La madre estaba evidentemente angustiada por los problemas de su hijo, que se encontraba a su vez confuso por esta introducción del pulpo y del precio de las cosas en relación al amor. Al final, el muchacho dijo:
—Pareces mi profesora de lengua.
Al llegar a casa, todavía con los efluvios del gin-tonic en el encéfalo, tomé nota de la conversación entre la madre y el hijo y luego escribí un artículo sobre el aparato urinario para una revista de humor. A las revistas de humor, no sé por qué, les hace mucha gracia el aparato urinario. Me salió un artículo un poco tétrico, pero al poco de enviarlo me llamó el redactor jefe diciendo que se había “meado de la risa”.
—Es lo que tiene escribir sobre el aparato urinario –dije yo y ahí quedó todo.
Martes. Me llaman de la revista de humor y me piden ahora un artículo sobre el aparato excretor, a lo que les digo que no. Me da miedo escribir sobre el aparato excretor y que me salga algo gracioso, jamás me lo perdonaría. Entonces me proponen como alternativa el aparato pulmonar:
—¿Pero qué os pasa con el cuerpo humano? –pregunto ya un poco molesto.
—Pues que nos hace gracia.
—Ya –digo.
Como se trata de una revista que paga muy bien, me pongo a ello y me sale un artículo fúnebre que, aunque sin mearse de risa, porque no va de uréteres, también les gusta. Cuanto más tétrico me pongo, más gusto a este tipo de publicaciones. Cuanto más me desprecio, más me aprecian los otros. Todo esto es muy sutil y muy brutal al mismo tiempo.
Miércoles. Decido desprenderme de un montón de libros que ya no sé dónde meter porque mi casa, como mi cabeza, tiene sus limitaciones. Llamo a la biblioteca de mi barrio, para ofrecérselos gratuitamente, como una donación, pero no los aceptan. Me digo que es como si en el banco no te aceptaran el dinero. Sería absurdo. O como si fueras al Museo del Prado con un Goya y te dijeran que gracias, pero que les crea muchas complicaciones, pues hay que ficharlo, clasificarlo, colgarlo y cuidar de él. Llamo a otras bibliotecas públicas y tropiezo con idéntica negativa pese a que les estoy ofreciendo autores de primera calidad. Entiendo que las bibliotecas son las únicas instituciones que reniegan de lo que hacen. Tienen los libros por obligación, porque no les queda más remedio, porque lo que les gustaría de verdad es convertirse en bancos. De hecho, estoy seguro de que si en lugar de las obras completas de Shakespeare encuadernadas en piel les ofreciera un millón de euros envueltos en papel de periódico, los aceptarían con una sonrisa de oreja a oreja.
Jueves. Como no sé qué rayos hacer con los malditos libros que me impiden circular normalmente por el pasillo de mi casa, los meto en el maletero del coche y los llevo a un punto blanco, solo que en vez de abandonarlos en el contenedor de papel los meto en el de vidrio. Me gusta la idea de que Baudelaire, Tolstoi, Dostoievski, Cervantes y compañía se reciclen en botellas de vino. Algo de sabor le darán.
Viernes. Dolor de cabeza y malestar de conciencia. Me arrepiento un poco de haberme desprendido de los libros. Además, no encuentro uno de Rilke que creía tener repetido. Buscaba aquel epitafio que ahora no tengo más remedio que citar de memoria: “Rosa, oh pura contradicción, voluptuosidad de no ser el sueño de nadie bajo tantos párpados”.
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