TODO ESTABA EN ORDEN
Jueves. Abrí los ojos, miré la hora. Eran las tres de la mañana y no me encontraba en mi cama, sino en la de la habitación de un hotel. Eso es que estoy soñando, me dije. Aún dentro del sueño, me levanté y recorrí la habitación, que era una suite compuesta de dos piezas: un salón con un mueble bar y un aseo, además de un dormitorio amplio, con vestidor y cuarto de baño incorporados. El mobiliario era negro, de líneas rectas, y las paredes estaban pintadas de un verde muy pálido, quizá un verde manzana que infundía sosiego. Tanto la ventana del salón como la del dormitorio daban a una avenida ancha, muy bien iluminada. La circulación, como correspondía a la hora, era muy escasa.
Enseguida reconocí la avenida y los edificios, así como la suite, pues la había ocupado en otras ocasiones, ya que viajo con frecuencia a Barcelona. Regresé a la cama, me tapé hasta las orejas, cerré los ojos y me dejé llevar por el sueño. Justo en el momento de dormirme en Barcelona, me desperté en Madrid, pero no abrí los ojos inmediatamente para disfrutar durante unos segundos de aquel estado de indeterminación. ¿Dónde me encontraba en realidad?
Me encontraba en Madrid, en mi cama, en mi habitación, tal como comprobé al levantar los párpados. No obstante, el sueño había sido tan vívido que sin dejar de estar en Madrid, despierto, me encontraba al mismo tiempo en Barcelona, dormido. Me di la vuelta y cuando estaba durmiéndome de nuevo en Madrid, comencé a despertar en Barcelona. Pasé el resto de la noche en una especie de duermevela, viajando de este modo entre una ciudad y la otra.
Finalmente amanecí en Madrid, pero estuve pensando toda la mañana en la versión de mí mismo que había abandonado en Barcelona. Por la tarde, después de comer, me senté un rato en el sofá, delante de la tele, y al quedarme dormido volví a recuperar mi versión catalana. Ahora caminaba por el paseo de Gracia hacia la Diagonal, sin prisa alguna, deteniéndome frente a los escaparates de las tiendas, valorando la posibilidad de comprarme esto o lo otro. En Barcelona era la misma hora que en Madrid, la hora de la siesta, pero la mayoría de las tiendas permanecían abiertas. Parecía evidente que volvía de comer, pues sentía en el cuerpo los efectos del vino y aún tenía en la garganta y en la lengua el sabor del café. Me sentía bien, colmado, pero no lleno. Hacía sol sin hacer calor. Todo estaba en orden.
Entré en un establecimiento de ropa y pregunté si tenían chalecos. De repente, no sé por qué, decidí que necesitaba un chaleco de lana. El dependiente me llevó a una zona de la tienda donde había distintos modelos para elegir. Vi uno negro con el cuello de pico que me pareció bien. Me combinaría con las camisas azules y blancas que son las que más utilizo. También me compré una corbata de punto, azul con rayas blancas. Salí de la tienda reconfortado, optimista, como si el chaleco tuviera propiedades mágicas. Ya en la calle, tropecé con una mujer a la que di dos besos, como si nos conociéramos. Quizá había tenido tratos con ella en mi versión catalana, pero no desde luego en la madrileña. Hablamos durante unos instantes de cosas insustanciales y nos despedimos tras asegurarle que la llamaría para comer a la semana siguiente.
Seguí caminando hasta llegar al hotel catalán cuando sonó un ruido que me hizo despertar (en Madrid, claro). ¡Maldita sea!, dije. Pero cerré los ojos, cambié de postura y logré dormirme de nuevo, recuperando enseguida mi versión catalana. Al sacar de la bolsa el chaleco que me acababa de comprar, descubrí que no era negro, sino marrón. Desconcertado, me acerqué con él a la ventana y vi que parecía negro o marrón, según cómo le diera la luz. Todo mi optimismo anterior se vino abajo. Me sentía furioso contra mí mismo y contra el dependiente, que debía haberme advertido de aquella particularidad. La rabia me despertó. Me levanté del sofá, me preparé un té y mientras me lo bebía pensé que si yo fuera él (o sea, si yo fuera mi versión catalana), iría en ese mismo instante a devolverlo. Estuve toda la tarde a disgusto conmigo mismo y esa noche bebí.
Jueves. Abrí los ojos, miré la hora. Eran las tres de la mañana y no me encontraba en mi cama, sino en la de la habitación de un hotel. Eso es que estoy soñando, me dije. Aún dentro del sueño, me levanté y recorrí la habitación, que era una suite compuesta de dos piezas: un salón con un mueble bar y un aseo, además de un dormitorio amplio, con vestidor y cuarto de baño incorporados. El mobiliario era negro, de líneas rectas, y las paredes estaban pintadas de un verde muy pálido, quizá un verde manzana que infundía sosiego. Tanto la ventana del salón como la del dormitorio daban a una avenida ancha, muy bien iluminada. La circulación, como correspondía a la hora, era muy escasa.
Enseguida reconocí la avenida y los edificios, así como la suite, pues la había ocupado en otras ocasiones, ya que viajo con frecuencia a Barcelona. Regresé a la cama, me tapé hasta las orejas, cerré los ojos y me dejé llevar por el sueño. Justo en el momento de dormirme en Barcelona, me desperté en Madrid, pero no abrí los ojos inmediatamente para disfrutar durante unos segundos de aquel estado de indeterminación. ¿Dónde me encontraba en realidad?
Me encontraba en Madrid, en mi cama, en mi habitación, tal como comprobé al levantar los párpados. No obstante, el sueño había sido tan vívido que sin dejar de estar en Madrid, despierto, me encontraba al mismo tiempo en Barcelona, dormido. Me di la vuelta y cuando estaba durmiéndome de nuevo en Madrid, comencé a despertar en Barcelona. Pasé el resto de la noche en una especie de duermevela, viajando de este modo entre una ciudad y la otra.
Finalmente amanecí en Madrid, pero estuve pensando toda la mañana en la versión de mí mismo que había abandonado en Barcelona. Por la tarde, después de comer, me senté un rato en el sofá, delante de la tele, y al quedarme dormido volví a recuperar mi versión catalana. Ahora caminaba por el paseo de Gracia hacia la Diagonal, sin prisa alguna, deteniéndome frente a los escaparates de las tiendas, valorando la posibilidad de comprarme esto o lo otro. En Barcelona era la misma hora que en Madrid, la hora de la siesta, pero la mayoría de las tiendas permanecían abiertas. Parecía evidente que volvía de comer, pues sentía en el cuerpo los efectos del vino y aún tenía en la garganta y en la lengua el sabor del café. Me sentía bien, colmado, pero no lleno. Hacía sol sin hacer calor. Todo estaba en orden.
Entré en un establecimiento de ropa y pregunté si tenían chalecos. De repente, no sé por qué, decidí que necesitaba un chaleco de lana. El dependiente me llevó a una zona de la tienda donde había distintos modelos para elegir. Vi uno negro con el cuello de pico que me pareció bien. Me combinaría con las camisas azules y blancas que son las que más utilizo. También me compré una corbata de punto, azul con rayas blancas. Salí de la tienda reconfortado, optimista, como si el chaleco tuviera propiedades mágicas. Ya en la calle, tropecé con una mujer a la que di dos besos, como si nos conociéramos. Quizá había tenido tratos con ella en mi versión catalana, pero no desde luego en la madrileña. Hablamos durante unos instantes de cosas insustanciales y nos despedimos tras asegurarle que la llamaría para comer a la semana siguiente.
Seguí caminando hasta llegar al hotel catalán cuando sonó un ruido que me hizo despertar (en Madrid, claro). ¡Maldita sea!, dije. Pero cerré los ojos, cambié de postura y logré dormirme de nuevo, recuperando enseguida mi versión catalana. Al sacar de la bolsa el chaleco que me acababa de comprar, descubrí que no era negro, sino marrón. Desconcertado, me acerqué con él a la ventana y vi que parecía negro o marrón, según cómo le diera la luz. Todo mi optimismo anterior se vino abajo. Me sentía furioso contra mí mismo y contra el dependiente, que debía haberme advertido de aquella particularidad. La rabia me despertó. Me levanté del sofá, me preparé un té y mientras me lo bebía pensé que si yo fuera él (o sea, si yo fuera mi versión catalana), iría en ese mismo instante a devolverlo. Estuve toda la tarde a disgusto conmigo mismo y esa noche bebí.
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