LA ETIQUETA
El abuelo tendrá unos 70 años; el nieto, cinco o seis. El parque, como todos los días de diario a esa hora (las ocho de la mañana), está casi vacío. La pareja me llama la atención y comienzo a seguirla con disimulo. Van de la mano y sostienen una conversación animada, como entre dos iguales. Imposible saber si el niño es muy viejo o el viejo muy niño. En estas, empieza a funcionar el riego automático de una de las parcelas de césped y el abuelo se pone a jugar con la trayectoria del agua, que sale con fuerza de un aspersor que da vueltas. El niño le dice que no haga el tonto, que se va a mojar, y el adulto recupera enseguida la cordura. Más tarde, se cruzan con un perro atolondrado (quizá se ha perdido) al que el pequeño se acerca sin temor alguno bajo la mirada aprensiva del mayor. No debes acercarte a animales que no conoces, le dice luego, al reemprender la marcha. Son ya las ocho y cuarto de la mañana y los colegios de la zona abren a las nueve y media. Supongo que a esa hora el abuelo y el nieto se despedirán a las puertas de la escuela. Continúo siguiéndoles, cada vez con más dificultades para no llamar la atención. En esto, se sientan en un banco y se quedan mirando a ningún sitio, como dos extraterrestres que acabaran de ser abandonados allí para una misión y estuvieran recibiendo órdenes telepáticas. Yo finjo hacer estiramientos en el banco de al lado. Pasado un rato, el abuelo saca del bolsillo un frasco de plástico al que ata un cordel. Luego se lo entrega al niño, que abandona el banco y juega a arrastrar el bote de un lado a otro, como el que tira de un cochecito de juguete. La etiqueta del frasco me resulta familiar, pero no logro verla desde mi posición. En una de sus carreras el crío pasa cerca de mí y logro leerla: Trankimazin. Las pastillas suenan dentro del bote con un efecto sonajero.
El abuelo tendrá unos 70 años; el nieto, cinco o seis. El parque, como todos los días de diario a esa hora (las ocho de la mañana), está casi vacío. La pareja me llama la atención y comienzo a seguirla con disimulo. Van de la mano y sostienen una conversación animada, como entre dos iguales. Imposible saber si el niño es muy viejo o el viejo muy niño. En estas, empieza a funcionar el riego automático de una de las parcelas de césped y el abuelo se pone a jugar con la trayectoria del agua, que sale con fuerza de un aspersor que da vueltas. El niño le dice que no haga el tonto, que se va a mojar, y el adulto recupera enseguida la cordura. Más tarde, se cruzan con un perro atolondrado (quizá se ha perdido) al que el pequeño se acerca sin temor alguno bajo la mirada aprensiva del mayor. No debes acercarte a animales que no conoces, le dice luego, al reemprender la marcha. Son ya las ocho y cuarto de la mañana y los colegios de la zona abren a las nueve y media. Supongo que a esa hora el abuelo y el nieto se despedirán a las puertas de la escuela. Continúo siguiéndoles, cada vez con más dificultades para no llamar la atención. En esto, se sientan en un banco y se quedan mirando a ningún sitio, como dos extraterrestres que acabaran de ser abandonados allí para una misión y estuvieran recibiendo órdenes telepáticas. Yo finjo hacer estiramientos en el banco de al lado. Pasado un rato, el abuelo saca del bolsillo un frasco de plástico al que ata un cordel. Luego se lo entrega al niño, que abandona el banco y juega a arrastrar el bote de un lado a otro, como el que tira de un cochecito de juguete. La etiqueta del frasco me resulta familiar, pero no logro verla desde mi posición. En una de sus carreras el crío pasa cerca de mí y logro leerla: Trankimazin. Las pastillas suenan dentro del bote con un efecto sonajero.
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