EL MUERTO ERA UN SABLISTA
Amanezco con la tensión baja, como si me hubiera tomado un calmante, y leo el periódico despacio, sin ansiedad, deteniéndome en cada una de sus informaciones, tan dispares. Así, paso de las farmacias de guardia a una noticia sobre el príncipe Felipe de Edimburgo, que acaba de salir del hospital. Ni siquiera sabía que estaba enfermo. Tampoco sé a ciencia cierta quién es este Felipe de Edimburgo, que aparece en la foto tras los cristales de la ventanilla de un coche negro y grande, saludando a la gente. Está un poco triste, un poco pálido. Otro día cualquiera no habría reparado en él. Desde el príncipe salto a una crítica de cine donde me cuentan el argumento de una película que me interesa, aunque no tiene nada que ver con mi vida, quizá por eso. Leo la crítica despacio, deteniéndome en las comas y en los puntos, saboreando el texto, que está bien escrito.
De súbito, regreso unas páginas atrás porque me parece que he visto algo en cuya importancia reparo ahora, unos minutos después. Se trata de un obituario acompañado de la fotografía del muerto, cuyo rostro me había resultado vagamente familiar. Lo reconozco. Es un sujeto al que conocí, aunque apenas traté. Su fallecimiento no me duele, pero me extraña porque no hace mucho me crucé con él en una calle de Madrid. Recuerdo que los dos nos vimos desde lejos y que los dos dudamos si saludarnos o no. Finalmente, mientras avanzábamos el uno hacia el otro, alcanzamos el pacto implícito de fingir que no nos habíamos reconocido.
Me quedo ahí, en el obituario, pensando si actué mal. Tal vez él esperaba que tomara yo la iniciativa. Los que van a morir saben cosas y por lo general están deseando contarlas. Si me hubiera detenido unos minutos con él, quizá conocería un secreto que el fallecido se llevó a la tumba. Era un hombre doce años mayor que yo, de modo que cuando comencé a andar, él ya habría comenzado a masturbarse. No sé porque me viene esta idea absurda a la cabeza, tal vez porque el onanismo y la muerte están oscuramente relacionados. Abandono con extrañeza el obituario, como si fuera el mío, preguntándome una vez más por qué no saludé aquel día a su protagonista. Lo diré: por miedo a que me pidiera dinero. El muerto era un sablista.
Amanezco con la tensión baja, como si me hubiera tomado un calmante, y leo el periódico despacio, sin ansiedad, deteniéndome en cada una de sus informaciones, tan dispares. Así, paso de las farmacias de guardia a una noticia sobre el príncipe Felipe de Edimburgo, que acaba de salir del hospital. Ni siquiera sabía que estaba enfermo. Tampoco sé a ciencia cierta quién es este Felipe de Edimburgo, que aparece en la foto tras los cristales de la ventanilla de un coche negro y grande, saludando a la gente. Está un poco triste, un poco pálido. Otro día cualquiera no habría reparado en él. Desde el príncipe salto a una crítica de cine donde me cuentan el argumento de una película que me interesa, aunque no tiene nada que ver con mi vida, quizá por eso. Leo la crítica despacio, deteniéndome en las comas y en los puntos, saboreando el texto, que está bien escrito.
De súbito, regreso unas páginas atrás porque me parece que he visto algo en cuya importancia reparo ahora, unos minutos después. Se trata de un obituario acompañado de la fotografía del muerto, cuyo rostro me había resultado vagamente familiar. Lo reconozco. Es un sujeto al que conocí, aunque apenas traté. Su fallecimiento no me duele, pero me extraña porque no hace mucho me crucé con él en una calle de Madrid. Recuerdo que los dos nos vimos desde lejos y que los dos dudamos si saludarnos o no. Finalmente, mientras avanzábamos el uno hacia el otro, alcanzamos el pacto implícito de fingir que no nos habíamos reconocido.
Me quedo ahí, en el obituario, pensando si actué mal. Tal vez él esperaba que tomara yo la iniciativa. Los que van a morir saben cosas y por lo general están deseando contarlas. Si me hubiera detenido unos minutos con él, quizá conocería un secreto que el fallecido se llevó a la tumba. Era un hombre doce años mayor que yo, de modo que cuando comencé a andar, él ya habría comenzado a masturbarse. No sé porque me viene esta idea absurda a la cabeza, tal vez porque el onanismo y la muerte están oscuramente relacionados. Abandono con extrañeza el obituario, como si fuera el mío, preguntándome una vez más por qué no saludé aquel día a su protagonista. Lo diré: por miedo a que me pidiera dinero. El muerto era un sablista.
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