EL POSTMUNDO ES ESTO
Lunes. El muslo de pollo caduca hoy, de forma que no sé si ha caducado o está en trance de caducar. Le quito el plástico, lo huelo. No sé. Al final, lo meto en la freidora y dejo que se queme un poco, para desinfectarlo. Me lo he comido como el que se come un cadáver y de momento no me ha sentado mal.
Martes. Quedo a comer con una vieja amiga que odia a su marido. Y que lo ama. Lo ama y lo odia con la misma intensidad y casi al mismo tiempo. Han comprado un pájaro –un periquito– y se queja de que él no lo cuida.
—Y eso –añade– que se parece a su padre.
—¿Cómo dices?
—Digo que el pájaro se parece a mi suegro. Su viva imagen, su carácter, todo.
Nos conocemos desde los tiempos de la facultad, así que me da mucha pena que envejezca tan mal, obsesionada con estas historias de pájaros. La realidad se alimenta del mal y es insaciable.
—Me tendría que haber casado contigo –dice ahora, como si para casarse conmigo no fuera preciso pedirme permiso.
—No habríamos sido felices –digo–, no me gustan los pájaros.
El segundo plato tarda en venir y la conversación no fluye. Me pregunta entonces si estoy escribiendo algo y le digo que sí, que siempre estoy escribiendo algo.
—Pues mi marido –dice ella– siempre está no escribiendo algo.
El marido de mi amiga es un escritor conocido por su lentitud. Publica cada siete u ocho años. En su obra ocupa más lo que no ha escrito que lo que ha escrito.
—Cada uno tiene sus ritmos –digo.
—Él tiene el ritmo de su padre –dice ella.
El padre está en una residencia de ancianos que pagan en parte con su jubilación y en parte con una cantidad que ponen ellos. Mi amiga le ha dicho a su marido de vender el piso de su padre, pero su marido dice que no. Me pregunta qué opino y le digo que no es buen momento para vender, es momento para comprar (lo he leído en el periódico).
—Eso es como decir que el domingo es para descansar –dice ella, molesta.
Por fin, traen el segundo plato que comemos casi en silencio.
—¿Te he contado lo de mi hermana? –pregunta de súbito.
La miro con expresión de horror y por un instante se da cuenta de aquello en lo que ha convertido su vida. Al final me deja pagar la cuenta y al despedirnos, tras darme un beso, dice:
—Espero que vengas a mi entierro.
Miércoles. Me encuentro en el bar con un amigo que acaba de leer un artículo mío en el que afirmo que el mundo se ha acabado y que nos encontrábamos ya en el posmundo. A demanda de él, le explico que el posmundo es el trastero del mundo. Allí aparece todo mezclado, en confuso desorden. Las conversaciones banales sobre las dificultades digestivas conviven con los discursos filosóficos de altura y los libros de cocina en fascículos con los grandes títulos de la historia de la literatura. El posmundo parece obra de un dios con el síndrome de Diógenes, un dios que lo almacenara todo sin otro objeto que el del almacenamiento mismo. El posmundo, concluyo, es un desván. Mi amigo ha pedido un té y yo un gin-tonic. Me pregunta ahora si el posmundo es lo mismo que el fin de la historia y le digo que no, que el posmundo es una parte de la historia. Con la historia no hay quien acabe, aunque todos la empiezan. La historia es como uno de esos libros prestigiosos de mil páginas que todo el mundo se deja a la mitad.
—Yo no he terminado el ‘Quijote’ –dice mi amigo.
—Pues eso –digo yo.
Tras un breve silencio dice si puede probar mi gin-tonic (“solo un sorbo”) y le digo que no porque sé que es un alcohólico rehabilitado.
—Ya soy mayor para saber lo que me conviene –dice él.
—Nunca has sabido lo que te convenía –digo yo.
—Llevas razón –dice con expresión de derrota.
—De nada –digo yo, y bebemos en silencio.
Lunes. El muslo de pollo caduca hoy, de forma que no sé si ha caducado o está en trance de caducar. Le quito el plástico, lo huelo. No sé. Al final, lo meto en la freidora y dejo que se queme un poco, para desinfectarlo. Me lo he comido como el que se come un cadáver y de momento no me ha sentado mal.
Martes. Quedo a comer con una vieja amiga que odia a su marido. Y que lo ama. Lo ama y lo odia con la misma intensidad y casi al mismo tiempo. Han comprado un pájaro –un periquito– y se queja de que él no lo cuida.
—Y eso –añade– que se parece a su padre.
—¿Cómo dices?
—Digo que el pájaro se parece a mi suegro. Su viva imagen, su carácter, todo.
Nos conocemos desde los tiempos de la facultad, así que me da mucha pena que envejezca tan mal, obsesionada con estas historias de pájaros. La realidad se alimenta del mal y es insaciable.
—Me tendría que haber casado contigo –dice ahora, como si para casarse conmigo no fuera preciso pedirme permiso.
—No habríamos sido felices –digo–, no me gustan los pájaros.
El segundo plato tarda en venir y la conversación no fluye. Me pregunta entonces si estoy escribiendo algo y le digo que sí, que siempre estoy escribiendo algo.
—Pues mi marido –dice ella– siempre está no escribiendo algo.
El marido de mi amiga es un escritor conocido por su lentitud. Publica cada siete u ocho años. En su obra ocupa más lo que no ha escrito que lo que ha escrito.
—Cada uno tiene sus ritmos –digo.
—Él tiene el ritmo de su padre –dice ella.
El padre está en una residencia de ancianos que pagan en parte con su jubilación y en parte con una cantidad que ponen ellos. Mi amiga le ha dicho a su marido de vender el piso de su padre, pero su marido dice que no. Me pregunta qué opino y le digo que no es buen momento para vender, es momento para comprar (lo he leído en el periódico).
—Eso es como decir que el domingo es para descansar –dice ella, molesta.
Por fin, traen el segundo plato que comemos casi en silencio.
—¿Te he contado lo de mi hermana? –pregunta de súbito.
La miro con expresión de horror y por un instante se da cuenta de aquello en lo que ha convertido su vida. Al final me deja pagar la cuenta y al despedirnos, tras darme un beso, dice:
—Espero que vengas a mi entierro.
Miércoles. Me encuentro en el bar con un amigo que acaba de leer un artículo mío en el que afirmo que el mundo se ha acabado y que nos encontrábamos ya en el posmundo. A demanda de él, le explico que el posmundo es el trastero del mundo. Allí aparece todo mezclado, en confuso desorden. Las conversaciones banales sobre las dificultades digestivas conviven con los discursos filosóficos de altura y los libros de cocina en fascículos con los grandes títulos de la historia de la literatura. El posmundo parece obra de un dios con el síndrome de Diógenes, un dios que lo almacenara todo sin otro objeto que el del almacenamiento mismo. El posmundo, concluyo, es un desván. Mi amigo ha pedido un té y yo un gin-tonic. Me pregunta ahora si el posmundo es lo mismo que el fin de la historia y le digo que no, que el posmundo es una parte de la historia. Con la historia no hay quien acabe, aunque todos la empiezan. La historia es como uno de esos libros prestigiosos de mil páginas que todo el mundo se deja a la mitad.
—Yo no he terminado el ‘Quijote’ –dice mi amigo.
—Pues eso –digo yo.
Tras un breve silencio dice si puede probar mi gin-tonic (“solo un sorbo”) y le digo que no porque sé que es un alcohólico rehabilitado.
—Ya soy mayor para saber lo que me conviene –dice él.
—Nunca has sabido lo que te convenía –digo yo.
—Llevas razón –dice con expresión de derrota.
—De nada –digo yo, y bebemos en silencio.
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