UN ICONO UNIVERSAL
Nada se nos regala, todo hay que inventarlo. Fíjense en el paso de cebra, uno diría que surgió espontáneamente, al modo de un efecto secundario de la calzada, como si calle y paso de peatones hubieran aparecido en el mismo paquete. Pues no: ese conjunto de rallas en el que a veces nos jugamos la vida salió de la cabeza del ingeniero británico George Charlesworth, también conocido como el doctor Zebra, y que ha muerto este verano. Descanse en paz. Antes de que su idea se llevara a la práctica, y pese a las diversas formas de señalización que se probaron aquí y allá, los peatones caían como chinches. El tráfico ha producido más muertes que las guerras, sin que por ello exista en ninguna parte del mundo, que nosotros sepamos, un monumento al peatón con una llama permanentemente encendida, como la del soldado desconocido. El tráfico, sin embargo, no fue preciso inventarlo. Formaba la parte más oscura de aquel conjunto de tinieblas sobre el que aleteaba el espíritu de Dios antes de la creación del mundo. El tráfico hubo que ordenarlo. Mucha gente piensa que los menhires fueron las primeras señales de tráfico, con eso está dicho todo. Debe de ser duro, y al mismo tiempo maravilloso, pasar a la historia por inventar una tontería como el paso de cebra. Lo miras y dices: ¡Si no es más que un conjunto de rayas blancas y negras que destacan sobre el asfalto! De acuerdo, pero esa tontería ha devenido en un grafismo universal. Imagina uno al ingeniero Charlesworth en sus últimos años de vida, atravesando la calle por un paso de cebra con uno de sus nietos.
-Estas rayas las inventó el abuelo, le diría.
Pierde uno la vida buscando la piedra filosofal, intentando escribir una novela única o descubriendo la vacuna contra el cáncer, y luego llega un ingeniero, da unos brochazos sobre el asfalto y pasa a la historia. ¡Pero qué brochazos! Han llegado al último rincón de la selva y los entiende todo el mundo, hable el idioma que hable. Un icono universal, vaya. Pese a todo, George Charlesworth no fue un hombre de suerte, primero porque hemos tenido que esperar a que se muriera para conocer su autoría y, segundo, porque ya puesto a inventar rayas se le podía haber ocurrido también el código de barras.
Nada se nos regala, todo hay que inventarlo. Fíjense en el paso de cebra, uno diría que surgió espontáneamente, al modo de un efecto secundario de la calzada, como si calle y paso de peatones hubieran aparecido en el mismo paquete. Pues no: ese conjunto de rallas en el que a veces nos jugamos la vida salió de la cabeza del ingeniero británico George Charlesworth, también conocido como el doctor Zebra, y que ha muerto este verano. Descanse en paz. Antes de que su idea se llevara a la práctica, y pese a las diversas formas de señalización que se probaron aquí y allá, los peatones caían como chinches. El tráfico ha producido más muertes que las guerras, sin que por ello exista en ninguna parte del mundo, que nosotros sepamos, un monumento al peatón con una llama permanentemente encendida, como la del soldado desconocido. El tráfico, sin embargo, no fue preciso inventarlo. Formaba la parte más oscura de aquel conjunto de tinieblas sobre el que aleteaba el espíritu de Dios antes de la creación del mundo. El tráfico hubo que ordenarlo. Mucha gente piensa que los menhires fueron las primeras señales de tráfico, con eso está dicho todo. Debe de ser duro, y al mismo tiempo maravilloso, pasar a la historia por inventar una tontería como el paso de cebra. Lo miras y dices: ¡Si no es más que un conjunto de rayas blancas y negras que destacan sobre el asfalto! De acuerdo, pero esa tontería ha devenido en un grafismo universal. Imagina uno al ingeniero Charlesworth en sus últimos años de vida, atravesando la calle por un paso de cebra con uno de sus nietos.
-Estas rayas las inventó el abuelo, le diría.
Pierde uno la vida buscando la piedra filosofal, intentando escribir una novela única o descubriendo la vacuna contra el cáncer, y luego llega un ingeniero, da unos brochazos sobre el asfalto y pasa a la historia. ¡Pero qué brochazos! Han llegado al último rincón de la selva y los entiende todo el mundo, hable el idioma que hable. Un icono universal, vaya. Pese a todo, George Charlesworth no fue un hombre de suerte, primero porque hemos tenido que esperar a que se muriera para conocer su autoría y, segundo, porque ya puesto a inventar rayas se le podía haber ocurrido también el código de barras.
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