CASTO, EL ENFERMERO
No hace mucho, en un encuentro con lectores, una adolescente, tras preguntar si era muy difícil poner nombres a los personajes de las novelas, añadió que a ella, de pequeña, cuando le regalaban un muñeco, le costaba mucho decidir cómo llamarlo. La pregunta me perturbó profundamente. Poner nombre a una muñeca. Jamás se me habría ocurrido que esa operación entrañara algún problema, algún riesgo. Imaginaba a la cría dudando entre Jorge y Lorenzo, o entre Rita y Lola, y se me ponían los pelos de punta. Me pareció advertir en aquella intervención algo profundamente siniestro que los ojos de la chica (muy saltones) y la expresión de su cara no hacían más que subrayar.
En cuanto a los personajes, le dije que sí, que no era fácil adivinar cómo se llamaban, pues yo estaba convencido de que cuando aparecían en tu imaginación ya tenían nombre; el problema era averiguarlo. En cierta ocasión estuve llamando durante 30 o 40 páginas Luis a un personaje que en realidad se llamaba Julio. ¿Cómo lo supe? Me vino a la cabeza, así de sencillo. Pero durante el tiempo en que lo nombré erróneamente estuvimos muy incómodos el personaje y yo.
-Eso le pasaba también a mis muñecos -dijo la chica-. Tuve uno que era enfermero y que se llamaba Casto, pero estuve un año llamándole Ricardo.
-¿Y cómo supiste que en realidad se llamaba Casto? -me atreví a preguntar.
-Lo supe, simplemente, como le ocurre a usted con sus personajes.
La asociación entre muñecos y personajes de novela me dejó mal cuerpo. Aún no se me ha ido de la memoria la expresión un poco desquiciada de la chica (¿cómo a una adolescente se le ocurre llamar Casto a un enfermero?). Pero lo peor, con todo, fue que al acabar el acto la joven se acercó a mí para que le dedicara un libro y entonces me preguntó si me costaba mucho poner apellidos a mis personajes. Le dije que no siempre tenían apellidos y me miró con una extrañeza inquietante. Luego me pidió mi dirección electrónica, para que siguiéramos hablando del asunto, pero le di una falsa.
No hace mucho, en un encuentro con lectores, una adolescente, tras preguntar si era muy difícil poner nombres a los personajes de las novelas, añadió que a ella, de pequeña, cuando le regalaban un muñeco, le costaba mucho decidir cómo llamarlo. La pregunta me perturbó profundamente. Poner nombre a una muñeca. Jamás se me habría ocurrido que esa operación entrañara algún problema, algún riesgo. Imaginaba a la cría dudando entre Jorge y Lorenzo, o entre Rita y Lola, y se me ponían los pelos de punta. Me pareció advertir en aquella intervención algo profundamente siniestro que los ojos de la chica (muy saltones) y la expresión de su cara no hacían más que subrayar.
En cuanto a los personajes, le dije que sí, que no era fácil adivinar cómo se llamaban, pues yo estaba convencido de que cuando aparecían en tu imaginación ya tenían nombre; el problema era averiguarlo. En cierta ocasión estuve llamando durante 30 o 40 páginas Luis a un personaje que en realidad se llamaba Julio. ¿Cómo lo supe? Me vino a la cabeza, así de sencillo. Pero durante el tiempo en que lo nombré erróneamente estuvimos muy incómodos el personaje y yo.
-Eso le pasaba también a mis muñecos -dijo la chica-. Tuve uno que era enfermero y que se llamaba Casto, pero estuve un año llamándole Ricardo.
-¿Y cómo supiste que en realidad se llamaba Casto? -me atreví a preguntar.
-Lo supe, simplemente, como le ocurre a usted con sus personajes.
La asociación entre muñecos y personajes de novela me dejó mal cuerpo. Aún no se me ha ido de la memoria la expresión un poco desquiciada de la chica (¿cómo a una adolescente se le ocurre llamar Casto a un enfermero?). Pero lo peor, con todo, fue que al acabar el acto la joven se acercó a mí para que le dedicara un libro y entonces me preguntó si me costaba mucho poner apellidos a mis personajes. Le dije que no siempre tenían apellidos y me miró con una extrañeza inquietante. Luego me pidió mi dirección electrónica, para que siguiéramos hablando del asunto, pero le di una falsa.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada