ENTRE LO SENSATO Y LO INSENSATO
Si el mundo fuera una sucursal bancaria (y quizá lo sea) en el trance de ser atracada, usted y yo seríamos simples clientes de la entidad que hemos tenido la mala suerte de estar en sitio equivocado a la hora equivocada. Quiere decirse que somos inocentes, lo que no nos libra de la posibilidad de recibir un tiro. De hecho, no hacemos otra cosa que encajarlos. A mí ya me han dado en la pierna y en un brazo, no sé dónde recibiré el del recorte de las pensiones o el del alargamiento de la vida laboral. Hasta hace poco, el término alargamiento venía asociado casi exclusivamente al pene, pero la existencia es dura y si algo malo puede pasar, pasa. Que nos han herido, vamos, a unos porque los han echado del trabajo, a otros porque les han quitado el cheque bebé, y a otros porque no reciben las ayudas previstas en la famosa ley relacionada con la dependencia.
Nos encontramos usted y yo, decíamos, en el interior de una sucursal bancaria (el mundo), a la que hemos acudido en calidad de clientes para renegociar nuestra hipoteca. De súbito, se oyen unos gritos y aparece un grupo de encapuchados enormemente violentos que nos mandan arrojarnos al suelo. Para demostrar que van en serio, muchos de nosotros, como ha quedado dicho, hemos sido heridos, de modo que hay sangre por todas partes. Aunque los atracadores llevan el rostro oculto, sabemos quiénes son: los poderes financieros, los mercados, las agencias de calificación y por ahí. Es decir, son abstracciones, pero abstracciones con pistola, abstracciones que poseen el poder de lo concreto. Con estas abstracciones, pocas bromas. Acaban de disparar en pleno rostro al cajero, un mileurista cuya madre, enferma, cobra una pensión de pena.
Pero no todo está perdido. De repente, aparecen unos negociadores llamados políticos. Los políticos, nos dicen desde fuera por la megafonía, se disponen a negociar con los atracadores. Lo suyo es que los detuvieran, o los liquidaran, pero por alguna razón que usted y yo desconocemos no se atreven. Ésa es la situación, amigos. Lo más sensato es que nos acomodemos en el suelo, nos taponemos las heridas y nos dispongamos a esperar. Claro, que a veces es mejor hacer lo insensato.
Si el mundo fuera una sucursal bancaria (y quizá lo sea) en el trance de ser atracada, usted y yo seríamos simples clientes de la entidad que hemos tenido la mala suerte de estar en sitio equivocado a la hora equivocada. Quiere decirse que somos inocentes, lo que no nos libra de la posibilidad de recibir un tiro. De hecho, no hacemos otra cosa que encajarlos. A mí ya me han dado en la pierna y en un brazo, no sé dónde recibiré el del recorte de las pensiones o el del alargamiento de la vida laboral. Hasta hace poco, el término alargamiento venía asociado casi exclusivamente al pene, pero la existencia es dura y si algo malo puede pasar, pasa. Que nos han herido, vamos, a unos porque los han echado del trabajo, a otros porque les han quitado el cheque bebé, y a otros porque no reciben las ayudas previstas en la famosa ley relacionada con la dependencia.
Nos encontramos usted y yo, decíamos, en el interior de una sucursal bancaria (el mundo), a la que hemos acudido en calidad de clientes para renegociar nuestra hipoteca. De súbito, se oyen unos gritos y aparece un grupo de encapuchados enormemente violentos que nos mandan arrojarnos al suelo. Para demostrar que van en serio, muchos de nosotros, como ha quedado dicho, hemos sido heridos, de modo que hay sangre por todas partes. Aunque los atracadores llevan el rostro oculto, sabemos quiénes son: los poderes financieros, los mercados, las agencias de calificación y por ahí. Es decir, son abstracciones, pero abstracciones con pistola, abstracciones que poseen el poder de lo concreto. Con estas abstracciones, pocas bromas. Acaban de disparar en pleno rostro al cajero, un mileurista cuya madre, enferma, cobra una pensión de pena.
Pero no todo está perdido. De repente, aparecen unos negociadores llamados políticos. Los políticos, nos dicen desde fuera por la megafonía, se disponen a negociar con los atracadores. Lo suyo es que los detuvieran, o los liquidaran, pero por alguna razón que usted y yo desconocemos no se atreven. Ésa es la situación, amigos. Lo más sensato es que nos acomodemos en el suelo, nos taponemos las heridas y nos dispongamos a esperar. Claro, que a veces es mejor hacer lo insensato.
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